El mismo debate

El debate de Tijuana parece una segunda versión del primero, significado por ataques programados. El ambiente político mexicano se caracteriza ahora por un candidato que se perfila hacia la Presidencia como puntero en todas las encuestas y dos candidatos (PAN y PRI) que no han encontrado la forma de generar una base de confianza que les permita entrar con fuerza en la competencia.

La democracia mexicana es limitadamente competencial. La gente vota cada tres años y no vuelve a intervenir en las decisiones. A través de esa única ventana que tiene la ciudadanía se proyectan los rechazos, hartazgos, temores y perjuicios que se van acumulando.

Lo que tenemos es un gobierno fracasado. La economía no despuntó y el producto por habitante sigue estancado. No se atendió el rezago educativo mientras la atención médica sigue siendo extremadamente desigual. México es un país de inmensas desigualdades sociales en el que, al fin de cuentas, prevalece la pobreza, pero vive dos crisis paralelas: corrupción y violencia.

Se pensó presentar al candidato José Antonio Meade como un ciudadano con el apoyo del PRI, pero esa maniobra se cayó desde el primer acto de precampaña: «háganme suyo», les dijo a los priistas. Es por ello que el tecnoburócrata no conmueve a nadie y sigue en actos políticos intramuros. En el debate, sus propuestas se caen solas porque no se entiende cuál es el plan general.

José Antonio Meade fue orillado a defender la invitación a Donald Trump, que hicieron Videragaray y Peña Nieto cuando aquel era candidato. Su respuesta fue que se creía que el republicano no alcanzaría la Presidencia de EU. Pero ahí rodó él mismo y sus amigos. Si el multimillonario no iba a llegar, razón de más para abstenerse de invitarle a un diálogo directo y protocolar con el presidente mexicano. Meade exageró su afiliación gubernamental, peñista, y se hundió aún más.

Desde la oposición derechista tradicional no hay tampoco un programa social ni democrático. En esta oportunidad, Ricardo Anaya quiso presentarse como muy patriota y elaboró una artificial posición radical frente al gobierno de Trump. La réplica fue inmediata pero estuvo a cargo de uno de los conductores, León Krauze, quien lo puso contra las cuerdas cuando le dijo que sus propuestas llevarían a romper líneas de colaboración binacional, lo cual generaría nuevos y graves enfrentamientos con Estados Unidos. Anaya ya no lo podía echarse atrás pero tampoco supo explicar el alcance de su balandronada.

Ricardo Anaya tuvo otro traspié con su propuesta de exentar de impuesto sobre la renta a los ingresos mayores de 10 mil pesos al mes. Eso implicaría hacer un descuento de esa misma cantidad a la base grabable de todos los demás contribuyentes, incluso los más ricos. La solución al problema fiscal de los ingresos medios consiste, como lo ha planteado Morena, en reducir las tasas impositivas, lo cual no generaría subsidio alguno a los altos ingresos. Nadie rebatió al panista, quizá a la espera de que su propuesta corra la misma suerte de aquella «renta ciudadana universal» que murió de inanición.

El fuerte de López Obrador no es el debate porque no maneja un ritmo oratorio para explicar detalles en breve lapso, tal como se suele requerir en una discusión con tiempo medido. Por ello, el opositor se limitó a insistir en propuestas de un gran cambio.

Sin embargo, AMLO hizo un planteamiento nuevo sobre la crisis migratoria centroamericana, la cual afecta a México y Estados Unidos. Descartó que México deba ser policía de Washington, pero Propuso un plan social conjunto y, para ello, rememoró La Alianza para el Progreso de los años sesenta del siglo pasado. El planteamiento es nuevo aunque la referencia es pésima porque aquel plan de John F. Kennedy se hizo en el marco de la guerra fría, la cual, además, ya no existe.

No obstante, hay que reconocer que si pudiera haber una solución pronta a esa crisis migratoria tendría que pasar por un plan de política económica y social entre México y Estados Unidos hacia los tres países centroamericanos que viven esa situación. Al menos, eso sería un intento de abandonar la política de persecución y mal trato de migrantes que hoy observamos.

El debate de Tijuana fue para PRI y PAN una extensión de la guerra sucia que llevan a cabo contra López Obrador. Esta situación obra a favor de intercambios poco claros y estériles. Es evidente, como se ha señalado, que el nivel no es alto porque tampoco lo son las campañas. Los insultos, nada novedosos en México, no son tampoco para escandalizarse, aunque no son del nivel político que muchos desearían.

Quizá lo más feo es que los candidatos del PRI y el PAN se siguen disputando el privilegio de ser quien ocupe el segundo lugar y se presente como alternativa única frente a López Obrador. Eso les lleva a atacarse mutuamente pero, sobre todo, a competir en el campo de la guerra sucia, para ver quién de los dos ataca con mayor tino al líder de Morena.

El tercer debate será, probablemente, una repetición del anterior y del anterior. Sin embargo, la situación política de México es de lo más interesante: hay un torrente popular que quiere el cambio inmediato, dejar atrás décadas de gobiernos fracasados y dañosos. Ese torrente se ha convertido en una fuerza mayoritaria. En hora buena, sí, sonríe.

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