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Partida secreta: sello del Estado corrupto

El concepto de partida secreta fue incorporado en la Constitución por Venustiano Carranza en su proyecto de reformas de 1916. Lo que buscaba el Encargado del Poder Ejecutivo era que esos gastos fueran aprobados por la Cámara de Diputados, ejercidos por los secretarios de Estado con la firma del Presidente de la República y justificados posteriormente.

Poco después de la entrada en vigor de la nueva Constitución, los presidentes empezaron a ejercer directamente esas partidas como un renglón de gasto político y personal absolutamente discrecional. Con el tiempo desaparecieron misteriosamente del Presupuesto de Egresos. Fueron sustituidas por una partida del señor presidente sin justificación contable, lo que se hacía en forma por completo ilegal pero normal.

En 1985 la partida secreta fue otra vez presupuestada con ese nombre. La llamada renovación moral de la sociedad, eslogan de la campaña priista, quería que la partida del señor presidente fuera explícita, aunque seguía siendo secreta y nunca se justificó. En 1982, la partida secreta ascendió a 56 millones de dólares. En 1994 llegó a 188 millones de dólares. (Cfr. Pablo Gómez, Los gastos secretos del presidente. Ed. Grijalbo, 1996. México).

Miguel de la Madrid dijo una vez en una entrevista con Carmen Aristegui que Carlos Salinas se había robado la partida secreta. Ni dudarlo. Pero esa era la menor cantidad entre los gastos discrecionales que llegaron en 1994 a 2 mil 417 millones de dólares (Ibid).

La partida secreta es un sello del Estado corrupto, aunque en forma alguna hubiera sido alguna vez el resumidero de la corrupción. Era sencillamente la caja chica del presidente.

Existe un proceso judicial vinculado a la partida secreta. Raúl Salinas apareció en cierta ocasión como quien había cobrado directamente dineros procedentes de esa partida que administraba su hermano, entonces presidente. Un juez llegó a la conclusión de que ese dinero no requería justificación porque provenía de la partida secreta que, como tal, seguía siéndolo aun después de ejercida. Todo mundo sabe que esto es falso, pues la Carta Magna dice que todos los gastos deben ser justificados y no hace excepción de los de carácter secreto. Ningún precepto legal podría interpretarse como permiso para robar. Pero ya sabemos como se las gastan algunos sedicentes impartidores de justicia.

Prohibir las partidas secretas del texto de la Constitución, proyecto aprobado hace dos años en la Cámara de Diputados y ahora convalidado por el Senado, quien lo ha enviado a las legislaturas locales, es una forma de eliminar ese sello del Estado corrupto mexicano, pero no únicamente. Es preciso garantizar que ningún presidente o presidenta pueda en el futuro hacer uso de ese privilegio en el que se convirtieron los gastos secretos, no solo de la partida del mismo apellido, sino de cualquier otro concepto de gasto.

Así que no se trata solamente de ajustar unas cuentas con el pasado de presidencialismo despótico y corrupto, sino también de declarar que se precisan continuos actos políticos tendientes a la más completa defenestración de ese ignominioso sistema.

El viejo Estado de corrupción no se supera con una modificación del texto constitucional para prohibir los gastos secretos, pero todo cuenta.

Gobernadores “insumisos”

Varios gobernadores exigen que a sus estados se les devuelva “lo que se les ha quitado” por concepto de participaciones fiscales. El gobierno federal replica que les ha trasladado todas e, incluso, se ha compensado la baja en la recaudación. Por otro lado, varias de esas entidades están debiendo al SAT el entero de los impuestos sobre la renta que les retienen a sus propios empleados, es decir, jinetean recursos federales.

Esos gobernadores se han mostrado insumisos, pero no sólo en la acepción de rebeldes sino también de otras: traviesos, perturbadores, díscolos, pues algunos de esos mandatarios eran legisladores cuando se aprobó en el Congreso de la Unión la actual fórmula de reparto.

El problema no es, entonces, la aplicación de la ley vigente sino un asunto de política fiscal y presupuestal. Como se sabe, las entidades federativas no sólo reciben participaciones a las que tienen derecho, sino también aportaciones, así como una especie de dádivas y estímulos que han sido inscritas paulatinamente en el presupuesto federal o ejercidas al margen de éste. A los cerca de 2 millones de millones (billones) que transitan desde el presupuesto federal a las entidades podría agregarse el importe de programas sociales federales (pensiones, becas, salario de jóvenes, etc.) que se ejercen directamente sin la intermediación ni aportación alguna de los gobiernos locales, pero los “insumisos” no voltean a ver para ese lado.

Las relaciones entre el gobierno federal y los gobiernos de las entidades se enderezaron hacia una perversa forma de transferencia a través de fondos, estímulos y convenios para ayudar a cubrir ciertos gastos. Esas ayudas no fueron siempre destinadas a su objeto, tal como lo ha documentado muchas veces la Auditoría Superior de la Federación. Dejó de haber en México una política de concentración de recursos en grandes tareas nacionales y regionales, por lo que se impuso una práctica de tratos y pactos políticos muy estrechos que atomizaron el gasto público. Esto es lo que defienden los gobernadores “insumisos”.

Ahora bien, las entidades federativas son de por sí pobres. Con instrumentos propios, sólo recaudan el 15% de sus ingresos totales, en promedio nacional, excepto la Ciudad de México que cubre mucho más. Esto quiere decir que, de seguir el mismo esquema, la pobreza presupuestal seguirá igual. El gobierno nacional no va a poder suplir la deficiencia de las entidades con el método del acuerdo político de repartos porque ya no son aquellos tiempos ni hay dineros que repartir. En otras palabras, bajo la nueva política social se asigna gasto en una forma muy diferente y directa. Esta es la pauta mexicana actual, pero hay gobernadores “insumisos” que la rechazan, aunque sin decir abiertamente que debe ser del todo desechada.

Los “insumisos” pretenden crear una corriente de opinión contra la nueva fuerza gobernante del país con la bandera de mayores transferencias federales, aunque sepan que eso no puede suceder. Pero, de paso, sin decirlo con claridad, están buscando ciertas concesiones presupuestales o mediante “convenio”, al viejo estilo.

Dicho con grandes rasgos, a los ingresos federales propios de 5.6 billones hay que restarle 700 mil millones que se ocupan en el servicio de la deuda pública y un billón en pensiones. Las entidades se llevan, en total, 1.8 billón. Con los restantes 2.1 billones, casi lo mismo que lo absorbido por las entidades federativas, más el déficit público, la Federación debe sostener un aparato de muchas instituciones y millones de trabajadores, así como inversiones productivas, gasto directo en salud, seguridad social, educación, jubilaciones del sistema anterior, nuevas pensiones de adultos mayores e incapacitados, becas y una larga lista de otras erogaciones.

Se habla de un nuevo pacto fiscal. Pero, por ejemplo, el IVA brinda 978 mil millones. Esto es casi lo mismo que las participaciones fiscales del conjunto de las entidades. Si se convirtiera todo el IVA en un impuesto local se eliminarían las participaciones en general, pero todo seguiría más o menos igual; nada cambiaría como no fuera un mayor rezago de los estados más pobres. Así, podríamos estar intentando la manera de resolver este problema con sólo dar vuelta y vuelta a lo que ya se tiene para no llegar a ninguna parte. Hay que analizar posibles cosas nuevas.

La opción demagógica de los “insumisos” es abandonar de plano el pacto fiscal. Sin embargo, no informan a sus entidades que, al no contar con participaciones federales, tendrían que cobrar sus propios impuestos, por ejemplo, a la renta y al consumo, sin que la Federación dejara de recoger las contribuciones impuestas en todo el territorio nacional. Esto querría decir que los habitantes de esos estados pagarían impuestos dobles, los federales y los locales, por iguales conceptos.

La fiscalidad se puede reformar para incrementar los ingresos de todo el Estado mexicano y, consecuentemente, de las entidades federativas. Por ejemplo, si se recaudara por ingresos tributarios un 50% más de lo que hoy se logra (de 3.5 a 5.25 billones), para ubicar a México al nivel de otros países semejantes, las participaciones a estados y municipios podrían crecer en esa misma proporción, de 900 mil millones a 1.8 billón, aproximadamente.

El problema actual no consiste en la forma de repartir unos ingresos federales bajos, sino en aumentarlos. Este gran asunto deberá tocarse por parte de la 4T, tan pronto como la recesión lo permita. Si los “insumisos” estuvieran de acuerdo con esta idea, ya estarían empezando a hablar de una reforma fiscal progresiva, con lo que se inclinarían hacia la izquierda. El asunto es que son de derecha, son sumisos del conservadurismo y el neoliberalismo. Así no podría haber mejora.

Los fideicomisos son hoyos

Fideicomiso es un mecanismo de administración. Las clases propietarias lo inventaron para proteger el patrimonio acumulado o simplemente administrar herencias. Ahora se usa para realizar algunos negocios, especialmente inmobiliarios. Por otra parte, algunos gobiernos rompen sus propias estructuras mediante fideicomisos como forma de repartir fondos y mandos sobre los mismos.

En México los fideicomisos públicos se han usado para muchas cosas, entre ellas, la de quitar responsabilidades directas mediante la asignación de un fondo para atender ciertas obligaciones oficiales sin tener que dar la cara. También se han utilizado para crear islotes administrativos en favor de determinadas personas allegadas al poder. Bajo el Estado corrupto, los fideicomisos eran parte de lo mismo en alguna medida.

El rey de los fideicomisos era uno de carácter privado, sí, privado, no hay error; creado por una ley, sí, por una ley, tampoco hay error. Se llamó Fondo Bancario de Protección del Ahorro, mejor conocido como Fobaproa. Este instrumento administraba cuotas de los bancos por parte de administradores nombrados por la Secretaría de Hacienda, los cuales tenían plena personalidad y capacidad jurídica para asistir a los bancos. Llegada la gran crisis del “error de diciembre” suscribió obligaciones públicas reconocidas inconstitucionalmente por el gobierno federal (Ernesto Zedillo) en favor de bancos privados por la friolera de cien mil millones de dólares. El PAN terminó apoyando todo el esquema. Aún se pagan anualmente los intereses de esa deuda.

Han existido muchos fideicomisos, la mayoría de los cuales son hoyos negros que tienen a su cargo ciertas funciones, desde pagar pensiones, indemnizaciones, ayudas, promociones, anuncios, etc., hasta hacerse cargo de muy importantes objetivos como la atención a las zonas en desastre natural. Éste, el Fonden, debe más de lo que tiene y nunca ha logrado atender por completo ninguna emergencia. El gobierno federal sigue realizando todavía, pero directamente, obras de reconstrucción relacionadas con los últimos terremotos.

Los fideicomisos son también maneras de privatizar fondos públicos para ciertas actividades que podrían ser llevadas a cabo por el gobierno. Por lo regular, son dirigidos por personas nombradas por los funcionarios para asumir funciones que en realidad son de carácter público.

Lo que ahora se discute en el Congreso no es el objeto del gasto sino la forma de canalizarlo, es decir, usar o no fideicomisos para los destinos que hasta ahora han sido cubiertos por esa anómala forma de administración pública.

La forma de analizar este asunto por parte de las oposiciones es que al eliminar los fideicomisos desaparecerá también la asignación de recursos. Sin embargo, no existe base alguna para suponer tal cosa. Los fondos hacia cultura, ciencia, tecnología, protección de personas, pensiones, promociones, etc., no se van a suspender con la eliminación de los fideicomisos. Se trata de regularizar la administración pública conforme a un solo sistema de asignaciones y gastos, con los necesarios controles y, ante todo, con la debida responsabilidad directa de los gobernantes.

Además, en realidad nada justifica contar con recursos inactivos depositados en bancos, con los cuales éstos compran valores del mismo gobierno.

Las oposiciones y algunos aliados de la 4T están pidiendo que se analice uno por uno de los fideicomisos, lo cual es imposible hacerlo en el Congreso porque una de las características de éstos es su opacidad. Además, lo que en realidad se está proponiendo es superar esa forma de administración.

Luego vendrán nuevas disposiciones administrativas y algunas de carácter legislativo para dar nuevo orden a las actividades que hasta ahora han estado a cargo de esas administradoras de fondos públicos. Esto se hará sin interrumpir pagos y otras obligaciones ya contraídas.

Los fideicomisos tienen sentido, en algunos casos, cuando se realizan obras o programas que tienen día de inicio y de terminación, para evitar la convergencia desordenada de diferentes dependencias, o cuando se administran grandes ingresos provenientes de terceros que se convierten en patrimonio público o social, con el fin de dar cuenta exacta a los aportantes.

El gobierno federal, sin embargo, se fue convirtiendo en un inventor compulsivo de fideicomisos públicos, es decir, de formas de administración de recursos de origen presupuestal que eran manejados como casa aparte y con reparto de utilidades. Tenía que llegar el día en que todo eso fuera desmontado.

Los mejores críticos que puede tener la 4T son quienes exigen que se cumplan los ofrecimientos, como este en materia de fideicomisos, y se avance aun más lejos en la transformación de la vida pública de México.

Poder de bolsa y presidencialismo

Durante la vida republicana de México, el Poder Ejecutivo ha tenido la atribución legal o ilegal de modificar el presupuesto durante el año de su ejercicio. La Cámara de Diputados, la cual tiene la facultad de autorizar el gasto, se detiene tan luego como expide el decreto. Después, desaparece de la escena limitando sus funciones a recibir informes de ingresos y gastos cada tres meses.

La Cámara vuelve a tomar el curso presupuestal en la revisión de la Cuenta Pública, incluyendo la fiscalización que realiza a través de la Auditoria Superior, pero esos ya son hechos consumados.

Ahora se propone que, por vez primera en nuestra historia, la Cámara asuma a plenitud su facultad de autorizar los egresos. Se busca que la ley ordene que las adecuaciones presupuestales mayores de 4% del gasto programable deban ser aprobadas por la Cámara, a propuesta del Ejecutivo, tal como ocurre normalmente con el Presupuesto de Egresos.

A lo más a que llegó la ley actual fue a obligar al Ejecutivo a consultar sus ajustes del gasto con la Comisión de Presupuesto de la Cámara cuando hubiera reducción de ingresos por impuestos, pero sin que la opinión de ésta fuera vinculante. Se olvidó que la Cámara es órgano legislativo, parte de otra rama del poder del Estado, y no juega el papel de consultor del Ejecutivo.

El asunto no es menor porque los presidentes han usado esa incongruencia legislativa para modificar libremente el Presupuesto de Egresos en altas cuantías.

La iniciativa presentada por Morena consiste sencillamente en mantener activa la facultad de la Cámara de autorizar el gasto aún durante el ejercicio, pues en ella está depositado el poder de bolsa, el cual es una institución democrática desde la formación de los primeros parlamentos en tiempos de los reyes.

Se ha dicho sin el menor fundamento que Morena quiere dar al actual presidente mayor poder para manipular el gasto. Se trata justamente de lo contrario. Que no se confunda la eliminación de los «moches» con una defensa del presidencialismo, ya que aquellos fueron en realidad un recurso de éste para repartir dinero entre los políticos.

Esta reforma de ley habría que inscribirla dentro de otras modificaciones que ya se han aprobado en la Cámara de Diputados para restar funciones decisorias al Ejecutivo y aumentar las del Congreso.

Se ha retomado la dictaminación y aprobación (o no aprobación) de la cuenta pública anual, cosa que se había dejado de hacer en la Cámara durante seis años.

En materia de ingresos fiscales, se le ha prohibido al Ejecutivo condonar impuestos.

Se está a la espera de que el Senado apruebe el proyecto de reforma constitucional, enviada por la Cámara,  para prohibir las partidas secretas en el presupuesto que eran administradas por el presidente en persona.

La ley de austeridad incorporó varias prohibiciones directas a la administración gubernamental, con lo cual se han limitado las capacidades de decisión discrecional que llegaron a tener los jefes, empezando por el mismo presidente.

Se está también a la espera de que el Senado apruebe una reforma de la ley electoral, enviada por la Cámara, para quitar a los ejecutivos federal y de las entidades la facultad de imponer las sanciones por faltas administrativas en materia de procesos electorales a sus propios servidores públicos y se le devuelva al Instituto Nacional Electoral, tal como lo señala la Carta Magna.

No se trata de debilitar la acción del Ejecutivo sino de procurar el ejercicio completo de las facultades del Poder Legislativo, durante tantos años erosionado y desprestigiado. La tarea no es nada sencilla.

En los grandes medios, muchos se quejan de que la 4T posea la mayoría absoluta en el Congreso. Sin embargo, para el efecto de la reducción de «facultades metaconstitucionales»  del presidente de la República (Jorge Carpizo, decía), las cuales en realidad son inconstitucionales, lo mejor es que funcione esa mayoría porque los partidos que antes estuvieron en la Presidencia no son afectos a revisar lo que entonces no quisieron reformar, aunque se la pasan ahora acusando a la mayoría parlamentaria de querer una dictadura presidencialista, cuando esa fue la que ellos ejercieron.

Por ejemplo, no ha sido respaldado por el PRI y el PAN el proyecto de Morena para que las cámaras puedan crear, a pedido de la minoría, comisiones con plenas facultades para investigar cualquier asunto público y no sólo, como ahora, a las entidades paraestatales. En el combate a la corrupción, además de gobierno, fiscalía, auditoría y jueces, debe tomar parte el Congreso, el cual puede dar contribuciones mediante un eficaz control político de la gestión pública: no todo es buscar ladrones sino también malas gestiones.

Ya se ha discutido mucho, aunque eso seguirá, que el presidente no puede elevarse el sueldo cuando lo desee y por el monto que quiera, tal como lo hicieron antes varios mandatarios y lo siguen haciendo no pocos gobernadores y alcaldes. Pero las oposiciones no ha estado del lado del control y moderación de las remuneraciones de los jefes de la administración pública, órganos autónomos y poderes. Lo que se ha hecho hasta ahora, sin el apoyo de los adversarios de la 4T, tiende a eliminar la discrecionalidad con la que actuaban los presidentes y devuelve a la Cámara el control de los sueldos.

Apenas está empezando la eliminación de las normas inconstitucionales del viejo presidencialismo, así como de aquellas prácticas que en los hechos confieren al Ejecutivo muchas indebidas funciones. Pero ya se está en ese camino que no es para andar sino para desandar. Ajuste de cuentas con un pasado de ignominia antirrepublicana.

INE y Constitución

Cuando el titular del Instituto Nacional Electoral calló frente al cuestionamiento de un  diputado en San Lázaro sobre el proyecto de aquél para ganar un 85% más que el sueldo del Presidente de la República, no estaba tomando en cuenta que la Cámara de Diputados es la única que puede aprobar el presupuesto y, en consecuencia, las remuneraciones. El silencio no es respuesta a un parlamentario en sede legislativa.

En el momento  que el INE declara que el presupuesto aprobado por la Cámara perjudica a la sociedad y pone en riesgo la «estabilidad política y económica del país», sus voceros están haciendo graves cargos políticos a integrantes del Poder Legislativo de la Unión que debieran formalizar.  No es admisible que lo dicho sea sólo una estrategia de comunicación circunstancial o meramente reactiva que exprese un enfado personal, ya que eso se encuentra al margen de sus facultades legales.

Cuando el INE afirma que se le han «recortado» más de mil millones de su presupuesto en realidad no sólo desconoce que la Cámara es la única que puede aprobar el gasto sino que miente. En verdad, el presupuesto del INE ha sido incrementado para el año 2020 en 1 297.75 millones de pesos respecto a lo autorizado para 2019: el 4.7% en términos reales. Su gasto total será de 16 mil 660.75 millones de pesos.

Señala que el gasto en 2020 será extraordinario porque se habrán de integrar en septiembre de ese mismo año 300 consejos distritales y 32 locales; en realidad vuelve a desinformar porque esos consejeros no tienen sueldo.

El INE pasa de declarar que la elección de 2021 está en riesgo con el presupuesto de 2020, a asegurar, al día siguiente, que ni siquiera peligra la expedición de credenciales, ya no se sabe cuál es el territorio en el que pretende ubicarse. Menos aún cuando reformula sus expresiones para volver luego a los ataques al decir que la no aprobación completa de su proyecto de gasto es un «intento» por «limitar a la autoridad electoral», por lo cual no se perfilan «buenos tiempos». Se nota, así, que el INE busca subrayar su enemistad con la mayoría parlamentaria es decir, es un asunto sólo político sin implicaciones administrativas ni técnicas.

Toda elección subsecuente será la mayor de la historia porque el listado siempre habrá de ser más grande durante muchas décadas más. Así que hablar de eso es expresar lo que se sabe de sobra. Pero sostener que el inexistente recorte presupuestal es el mayor de la historia ya no es tan simple porque no se ha recortado el presupuesto del INE. No todos los organismos públicos o entidades de la administración obtuvieron la cantidad de gasto que solicitaron. Uno de ellos ha sido el INEGI (31.9% de aumento) porque el año próximo habrá censo general de población, el cual se verifica cada 10 años. En otro sentido, la Fiscalía General solicitó tres mil millones de incremento y la Cámara sólo autorizó 1 500.

El Presupuesto de Egresos es de toda la Federación; sus entidades y organismos entienden que forman parte de un todo y que existe eso que se llama política de gasto. El hecho de que el INE no lograra la aprobación del 100% de su proyecto de gasto no es algo único sino normal: así ha sido casi siempre durante muchos años.

¿Qué quiere decir eso de que no se «perfilan buenos tiempos»? El INE no entra en detalles sobre su dicho, pero se entiende que los consejeros electorales están pesando en «malos tiempos». Si se refieren al país, como lo habían ya expresado el día anterior, el 21 de noviembre, entonces habría que cuestionarles si como personas se quieren inscribir en la oposición, en cuyo caso tienen el campo abierto como cualquiera, o si de lo que se trata es de convertir al INE en un instrumento político opositor, a lo que habría que adelantarles que eso sería contrario a la Constitución.

En cuanto a las remuneraciones, llama la atención que los consejeros electorales hubieran llegado a solicitar sueldos superiores a los del Presidente de la República cuando es sabido que eso no lo permite la Carta Magna. Fueron más lejos: pretendían que 100 servidores públicos del INE estuvieran por arriba del sueldo presidencial.

Quienes elaboraron el proyecto de presupuesto del INE tendrían que haber sabido que la Cámara de Diputados no puede autorizar gastos inconstitucionales, por lo que era imposible aceptar esa pretensión. Pero, ¿una autoridad puede hacer solicitudes violatorias de la ley fundamental? No han prometido todos ellos y ellas guardar y hacer guardar la Constitución? ¿Cómo quedamos al respeto?

En conclusión, la mayoría parlamentaria no tiene ningún problema con el INE. El litigio llegó a San Lázaro a partir de que se ha cuestionado la capacidad constitucional de la Cámara para aprobar el gasto y fijar las remuneraciones con apego a la legislación.

En términos directos, ni el INE puede estar en una «zona de riesgo» ni se va a «recrear» la democracia por acción de ese mismo instituto, como afirman sus voceros. Tampoco hay insuficiencia de fondos ni se han producido recortes. En conclusión, lo recomendable es serenidad, madurez, responsabilidad e institucionalidad. Eso es lo más fácil.

Los sueldos de los jefes

Las remuneraciones de los altos jefes del Estado mexicano siempre iban en aumento. Cuando el Producto Interno Bruto per cápita se reducía, el presidente de la República y toda su corte se aumentaban los sueldos. El número de salarios mínimos contenido en la percepción total del jefe del Ejecutivo iba siempre en incremento: llegó a estar entre los más elevados del mundo. Además, esa misma política se aplicaba en los estados.

En el primer presupuesto de egresos bajo el nuevo gobierno, correspondiente a 2019, se disminuyeron los sueldos de la llamada burocracia dorada. Pero la mayoría de las entidades federativas sigue ignorando la disposición constitucional de que nadie en el Estado mexicano puede ganar más que el presidente.

Por eso, la Cámara de Diputados aprobó y envió al Senado una nueva reforma de la Carta Magna, cuyo principal objetivo es hacer valer el texto vigente. Sí, aunque parezca mentira, México es un país en el que para hacer valer la Constitución suele ser necesario adicionarla. Y, a veces, ni así.

El pleito de quienes ya eran jefes por su sueldo es encarnizado. Recursos de inconstitucionalidad, controversias constitucionales y más de dos mil amparos se han interpuesto para tratar de impedir la sencilla aplicación del artículo 127 de la Constitución del país.

La Suprema Corte ha condenado al Congreso a escribir en la ley los «parámetros» con los cuales se deba determinar el sueldo del presidente de la República y demás jefes. El Poder Legislativo cumplirá con ese requerimiento, pero el pleito no va a resolverse. Seguirá porque los «parámetros» no les van a gustar a algunos funcionarios que han gozado de elevadísimos salarios.

La idea de que los jefes deben ganar como si fueran gerentes de una trasnacional en expansión está anclada al patrimonialismo sobre el erario. En México, el Estado corrupto enseñó a los jefes que la recompensa tiene que abarcar el uso holgado y beneficioso del presupuesto.

La corrupción no consiste sólo en robar, defraudar, desviar, concesionar, regalar, malversar, dilapidar, etc., sino también en la asignación de sueldos y gastos excesivos, siempre de manera arbitraria o caprichosa.

Se ha estado exigiendo a la Cámara de Diputados que diga los criterios que tuvo para fijar el sueldo del actual presidente de la República con menos de la mitad de lo que ganaba su antecesor. El asunto es de respuesta sencilla con sólo trazar la ascendente curva de los aumentos de Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, para no ir más atrás. México no puede pagar al presidente y miembros del gobierno como si estuviéramos en Alemania porque los salarios mexicanos son de los más bajos del mundo.

El sueldo de Andrés Manuel López Obrador no aumentará por más brincos que se observen en poderes, organismos autónomos y gobiernos locales. La Cámara de Diputados es la única instancia que puede fijar las remuneraciones en la Federación. Así ha sido desde 1857 y no tiene por que cambiar.

Los consejeros del Instituto Nacional Electoral (INE) proponen ganar al año un millón de pesos más que el presidente de la República. Como es lógico, la Cámara de Diputados no les concederá ese sueldo, sino que fijará sus remuneraciones en términos consistentes con el marco constitucional y legal del país.

En la nueva temporada presupuestal quedará claro por segunda vez que eso de respetar la Constitución va en serio. Se va a acatar el artículo 127 sobre remuneraciones y también el 75. Este último señala a la representación nacional elegida por el pueblo como la autoridad que fija los sueldos de servidores públicos cuyos empleos están establecidos en las leyes. Las remuneraciones de esos funcionarios es, antes que otra cosa, una cuestión política (incumbe y afecta a todos), por lo que debe dirimirse en el terreno de la democracia.

Crisis fiscal mexicana

Los ingresos tributarios federales ascienden a 13.3% del PIB. Son de los menores del mundo. Se trata de un problema creado durante tres décadas. ¿Cómo hacer frente en el corto plazo a la precariedad de los ingresos? ¿Cómo iniciar el camino hacia la superación de tan grave escasez de recursos públicos?

El nuevo gobierno optó por mantener las tasas impositivas, no recortar gastos fiscales y detener el tobogán del endeudamiento. Esta decisión ha sido criticada desde algunos medios académicos y políticos, pues el país, en efecto, requiere un plan para remontar su gran deficiente fiscal. La respuesta gubernamental consiste en que es preciso ahora elevar la eficiencia recaudatoria, no sólo para medir el grado de descuido y corrupción que prevaleció, sino principalmente para elevar el ingreso público sin nuevas tasas impositivas. Y, en efecto, en los primeros 9 meses del año se ha elevado la masa recaudatoria de algunos conceptos fiscales, pero el porcentaje del PIB que se captará en 2020 seguirá siendo el mismo 13.3.

El problema es aún más serio en tanto que para detener el crecimiento del endeudamiento público se sigue recurriendo al llamado superávit primario, lo cual quiere decir que el gobierno devuelve a la sociedad menos de lo que recoge de ella. Este mecanismo es una respuesta de emergencia a una deuda pública que se acercaba a la mitad del PIB anual y podía poner en peligro la relativa estabilidad de las tasas de interés y, en el extremo, parte de la reserva internacional del país.

En el marco de una estabilidad cambiaria y de la reducción del rédito fuera de México, se han realizado operaciones de conversión de deuda pública, a partir de lo cual se reducirá el superávit primario, desde un punto del PIB a 0.75, lo cual permitirá aprovechar algo más de los recursos ingresados.

El gobierno ha impulsado programas sociales y de inversión que requieren ingentes recursos fiscales. La solución que se ha dado hasta ahora es la disminución de gastos de operación de los ramos administrativos y la terminación del sistema de pulverización presupuestal, el cual operó como base de la corrupción. Hasta ahora, han marchado los principales programas sociales nuevos, en los que se reconocen derechos sin condiciones políticas, pero la plataforma de gasto social apenas está empezando.

Cuando se cuenta con recursos fiscales  muy escasos, es demasiado complicado mejorar en algo la redistribución del ingreso a través del gasto público. No obstante, se ha demostrado que, aún así, es posible. El combate a la corrupción y al dispendio está dando resultados.

Sin embargo, el gran problema de la cuantía del gasto no sólo afecta los mecanismos redistributivos sino la inversión productiva del Estado que siempre ha sido clave para el crecimiento de la economía. Es justamente en este plano donde el proyecto de ingreso-gasto para 2020 expresa más claramente el inicuo retraso estructural de las finanzas públicas.

Hacia 2021 se tendrá que dar un cambio en materia fiscal. Ya no se podrá confiar tanto en seguir mejorando la recaudación dentro del mismo marco legislativo, reducir la corrupción y atacar el dispendio porque todo esto ya habrá dado de sí. Se deberá ir a una reforma fiscal sobre la base de proporcionalidad y justicia.

Es de esperarse que los grupos que se vean afectados por ese cambio se ubicarán en una militancia política en contra del gobierno, pero eso siempre se ha sabido. Aunque la situación política se vea afectada, de cualquier forma ya no debería considerarse argumento circunstancial alguno para diferir más el fortalecimiento de las finanzas públicas.

Superar por entero la crisis fiscal mexicana es vital para sustentar la nueva orientación política alejada del cartabón neoliberal que justamente nos condujo a la misma.

AMLO: administrar o vencer la corrupción

La primera renuncia en el gabinete de López Obrador proviene de divergencias en el plano de la administración. Germán Martínez ha dicho algo al respecto. Sin embargo, al quejarse de la corrupción que corroe al IMSS, se abstuvo de presentar diagnóstico y plan de combate contra ese flagelo.

Como es de comprenderse, lo trascendente no es la separación de Germán Martínez sino el debate sobre los planes del gobierno de López Obrador para combatir la corrupción a lo largo y ancho de la administración pública. ¿Es posible alcanzar el éxito si se comienza con hacer concesiones a los circuitos de la gran corrupción? Sabemos que no se puede de un momento a otro acabar con la mordida callejera y de ventanilla, pero eso no debería poder decirse de la corrupción realizada por mafias que operan dentro y fuera del Estado.

La austeridad es un tema diferente al de la lucha contra la corrupción aunque uno y otro tienen muchas conexiones. Una administración austera no busca gastar menos sino más, pero en lo que es debido, sin derroche. La plataforma de lucha contra la corrupción no busca «ahorrar» dinero sino evitar el robo, con lo cual se preservan fondos para usarlos en otros propósitos señalados como prioritarios. Se han reducido programas y partidas de gasto puramente operativo, burocrático, pero sobre todo se han combatido sobreprecios, desviación de fondos, aviadurías, moches y grandes mordidas, amén de huachicoleos. Esto apenas empieza; así lo debemos esperar y exigir.

Si López Obrador aflojara el paso, de seguro que el nuevo gobierno fracasaría. Precios alterados de insumos, pagos en demasía, negocios con recursos públicos, concesiones amañadas, contratos a modo, peculados y muchas más formas de corrupción han formado parte del sistema político. No estamos hablando de «vicios» sino de articulaciones delincuenciales construidas dentro del poder político.

Queda por completo claro que el Estado corrupto no existe en forma aislada sino articulado a la economía y a la cultura. No debería, por tanto, combatirse sólo mediante tiros de precisión, por lo cual se está usando la denuncia pública y el desmantelamiento de estructuras legales para modificar al Estado, incluyendo políticas como las salariales y las garantías de derechos sociales.

A México, como a otros países, le ha tocado un capitalismo salvajemente neoliberal, pero al mismo tiempo una de las peores combinaciones de aquél: la corrupción como sistema. De tal suerte, la redistribución del ingreso y el establecimiento del Estado democrático y social no son factibles sin un proceso simultáneo de desarticulación del Estado corrupto.

Las cifras de condonaciones fiscales dadas a conocer por Andrés Manuel hace unos días se nos revelan como una fotografía política: véase el primer año de mandato de Peña Nieto, con más de 200 mil millones de pesos de impuestos condonados, que fueron parte del pago de financiamientos políticos ilícitos y demás apoyos para gastos electorales y para otros mecanismos de poder. Todas las aportaciones privadas se pagaban y, al mismo tiempo, en esas exacciones se creaban nuevos fondos para financiar la futura actividad política. Ésta, en México, ha sido muy cara: de una forma o de otra todo el dinero tenía que ser aportado por el Estado.

La nueva administración no podía arribar a entidades y organismos públicos con la idea de ir mejorando las cosas. Esa actitud hubiera sido un error fatal. Si se quiere transformar hay que remover el aparato administrativo anterior. Esto incluye al Seguro Social, donde desde tiempos muy remotos ha sido una tradición ocupar las delegaciones en los estados como referentes políticos de grupos y figuras del poder. Ya no se hable, por sabido, de los sobreprecios de los insumos médicos: esos sí que son «inhumanos».

Pero como es hasta cierto punto natural, cada error administrativo ha de ser magnificado por los conservadores para defender su viejo Estado corrupto. Hasta ahora, la resistencia ha sido moderada, pero quizá pronto se haga virulenta. Si el gobierno de AMLO mantiene la firmeza suficiente podrá ganar esa lucha. Pero si empezara a postergar acciones y a ceder ante los circuitos de la corrupción con sus referentes en empresas y políticos tradicionales, todo se vendría abajo. Es más, para algunos, el ritmo actual es aún lento y no va a tomar velocidad organizando insustanciales subastas de aviones y automóviles, las cuales resultan ridículas en lugar de espectaculares.

Si no se admite el freno o la tesis de la cautela, entonces es preciso empujar. Si así fuera, se podría empezar a combatir la corrupción cotidiana, la que golpea más directamente a la ciudadanía: bajar hasta el primer peldaño de la escalera, el más alejado de la cúspide del poder.

La Suprema Corte frente a las remuneraciones escandalosas

Para resolver sobre la Ley de remuneraciones de servidores públicos, la Suprema Corte tiene frente a sí un proyecto para declarar inconstitucional ese ordenamiento. Los y las ministras se encuentran de cara a la Constitución.

Para el ponente, el ministro Alberto Pérez Dayán, la ley objetada no contiene lineamientos para modular la determinación del sueldo del presidente de la República. Según él, tiene que haber una «elaboración objetiva» de la remuneración presidencial.

La Ley de remuneraciones ha sido una de las más combatidas por ser chocante a los altos funcionarios, incluyendo a los del Poder Judicial. Durante muchos años, esos servidores públicos se asignaron su propio sueldo. Llegaron a los más altos montos jamás vistos. Hoy, no combaten en realidad la ley de remuneraciones, sino el texto de la Constitución (Art. 127) que les impide ganar más que el presidente de la República porque el sueldo de éste se redujo.

El parlamento moderno empezó asumiendo el «poder de bolsa». Contener al monarca mediante la fijación de los impuestos y la autorización de los gastos. Parece, sin embargo, que ahora se quiere que los gastos corrientes tengan «parámetros» predeterminados, racionalidades técnicas preestablecidas, «métodos de cálculo» definidos. Esto quiere el ministro instructor Pérez Dayán.

Sin embargo, el sistema democrático liberal que se mantiene en el texto constitucional expone otra cosa. A la espera de una democracia directa y participativa, la vigente, enteramente formalista, indica que la política de sueldos la marca la representación popular. El poder de bolsa es exclusivo del Congreso y tiene dos partes: ingresos y egresos. Estos últimos los determina de manera exclusiva la Cámara de Diputados en el Presupuesto, el cual es anual.

Se postula que la política de sueldos la determina el electorado, al elegir a quien mejor propuesta tiene al respecto. ¡Ah!, pero Pérez Dayán quiere que las remuneraciones de los altos funcionarios sean determinadas por «parámetros» y mediante métodos «objetivos». ¿Cuáles pueden ser éstos? Si tuviéramos una difícil situación de bajos ingresos y altas deudas tendríamos que bajar los sueldos de los jefes sin pensar en «parámetros». De la misma manera, cuando el pueblo ha votado y nos ha dicho que basta de privilegios, tenemos que bajar los sueldos de esos mismos jefes por el simple dictado del electorado. Cuando es preciso aumentar el gasto social y rebajar las erogaciones operativas, meramente burocráticas, hay que reducir los sueldos de los funcionarios de alto rango para dar al presupuesto otros objetivos. Todo esto es lo que está ocurriendo.

Así funciona el sistema representativo liberal formalista. ¡Ah!, pero Pérez Dayán quiere inventar un nuevo sistema tecnocrático y obligar al Congreso a expedir una ley que diga lo contrario, es decir, que los sueldos de los jefes del aparato público se deciden mediante criterios «objetivos» y «técnicos», pero de ninguna manera políticos en el sentido más amplio y exacto del término.

Si así lo dijera al final la Suprema Corte, no podría ser de esa forma porque el país no está para admitir que el sueldo del presidente se defina mediante imposibles «razones» técnicas, lógicamente, por parte de unos tecnócratas. Es decir, aunque se declarara en la Suprema Corte la inconstitucionalidad de la ley de remuneraciones, mientras no se deroguen los artículos 75 y 127 de la Constitución, el sueldo del presidente de la República, el más alto en el Estado mexicano, seguirá siendo determinado por votación en la Cámara de Diputados, cada año, como está establecido desde que se fundó la República.

El ministro Pérez Dayán va más lejos en su intento de echar abajo la ley de remuneraciones. Como dicho ordenamiento fue expedido por la Cámara de Diputados siete años después de que se lo enviara el Senado, entonces es nulo. ¿Qué? Pues sí. Ese ministro ponente pretende hacer que la Corte declare que una ley es inconstitucional porque el Congreso se tardó demasiado en expedirla. ¡Wau! Eso nunca se había visto.

No existe precepto alguno en Constitución, ley o reglamento que prescriba la caducidad de un proyecto enviado desde una cámara a la otra. Jamás. Las normas señalan la «preclusión» de la facultad de las comisiones para dictaminar una minuta procedente de la colegisladora cuando se hubiera agotado el plazo con el propósito de poder discutirla y votarla directamente en el pleno, como se hizo en este caso, pero no existe la posibilidad de declarar desechado un proyecto enviado desde la otra cámara sin la votación de la asamblea, pero, además, para devolverlo a la de su origen. Nadie por su propia decisión puede archivar una minuta o declararla extemporánea, excepto, por lo visto, Pérez Dayán, quien de seguro debió haber leído el artículo 72 de la Constitución cuando era estudiante, pero se nota que no entendió nada.

El ministro instructor dice que la ley de remuneraciones debió haber señalado lo que ya dice la Constitución en un artículo diferente al 127, justamente el 95, en el que se prescribe que las remuneraciones de los integrantes del Poder Judicial no puede ser disminuidas durante su encargo. Pero ese precepto vigente no requiere reglamentación especial porque es de aplicación directa. Es más, se ha respetado.

Dice el ponente que la ley de remuneraciones ataca la «autonomía presupuestal» del Poder Judicial y de los órganos «autónomos». Esta afirmación es por completo contraria a la Constitución. La Carta Magna dice que los «autónomos» y poderes deben enviar, a través del Ejecutivo, su proyecto de presupuesto a la Cámara de Diputados, pero no dice que ésta debe aprobarlo como llegue. El poder de bolsa, en su vertiente de egresos, corresponde por entero sólo a los diputados y diputadas. Punto.

Lo que además hace la Cámara es determinar toda «retribución que corresponda a un empleo que esté establecido por la ley», como le ordena la Constitución. Esto incluye a los integrantes de los órganos «autónomos», preocupados, todos ellos, por mantener sus altísimos e injustificados sueldos.

La llamada «autonomía presupuestal» indica que la administración del presupuesto que le asigna la Cámara a cada ente autónomo y a los poderes Judicial y Legislativo no corresponde al Ejecutivo sino a ellos mismos, sin poder eludir la revisión de sus gastos por parte de la Auditoría Superior de la Federación de la Cámara de Diputados. Pero sólo la Cámara puede autorizar sus respectivos montos presupuestales y los sueldos de los empleos señalados en ley. Hagan lo que hagan, así seguirá siendo.

En el fondo de este largo, escabroso y lamentable litigio sobre la ley de remuneraciones se encuentra la aplicación del artículo 127 de la Constitución. Antes, cuando el presidente ganaba lo que quería, sin contar lo que robaba, no había problema alguno. Hoy, el sueldo presidencial es moderado y adecuado a un Estado empobrecido y saqueado. Sí, es políticamente adecuado.

Hay intereses evidentes en este asunto aunque también, podría pensarse, miseria moral de los altos jefes que reclaman inmensos sueldos cuando el país en el que se encumbraron quiere cambiar.

Existen también en la ponencia de Pérez Dayán otras pretensiones de inconstitucionalidad y algunas propuestas que son discutibles, pero el enfoque en su conjunto es inicuo porque propone la subversión de una parte del sistema político de la Constitución pero desde un mal uso del control constitucional que forma parte de ese mismo sistema.

La Suprema Corte de Justicia no puede dictar una sentencia de carácter aditivo, con la cual se agregue algo a una ley. Puede declarar omisiones legislativas pero no legislar directa o indirectamente.

En la situación actual, si la Corte declarara sin razón la inconstitucionalidad de la ley por «omisión legislativa» para tratar de obligar al Congreso a legislar por pedido y lograr así la elevación del sueldo del presidente de la República, la mayoría legislativa le respondería expidiendo el mismo texto vigente porque los elementos que Pérez Dayán quiere que entren en la legislación atentarían contra la facultad constitucional de la Cámara de Diputados para expedir el presupuesto de egresos e incluir ahí la política de sueldos. Eso no lo podría admitir un parlamento que está tratando de recobrar altura republicana y democrática.

La transformación que se está intentando en el país a partir de la victoria electoral del 1 de julio de 2018 no va a rodar sobre una mesa de billar. Es natural que los conservadores hagan lo que se pueda para, desde sus trincheras, combatir los elementos centrales del dictado de las urnas. La respuesta ha de ser tratar de impedírselos.

Autonomías y repartos políticos

Los únicos organismos públicos que gozan de autonomía son las universidades precisamente autónomas. Los demás que se denominan autónomos carecen de la facultad de emitir sus propias legislaciones y, más en general, “gobernarse a sí mismos”, como la Constitución les concede tajantemente a las instituciones de educación superior.

Hay en México organismos autónomos diseñados casi a imagen y semejanza del Instituto Nacional Electoral (INE), cuyos titulares no sólo son técnicos, sino también integrantes de la llamada clase política aun cuando no estén formalmente afiliados a partido alguno.

El ente no gubernamental que organiza las elecciones fue una exigencia de las oposiciones durante muchos años. Luego de su creación, sin embargo, sus titulares buscaron incidir en la política del país, no sólo en cuanto a la manipulación electoral, sino también en criterios, paradigmas, formas de actuar y demás características del quehacer político: suponen con frecuencia que tienen funciones de maestros políticos.

Fue un error costoso que ese aparato electoral estuviera a cargo de personas que con frecuencia polemizan con los partidos “adversarios”, mientras que ellos mismos no realizan con rigor técnico algunas de sus atribuciones más importantes.

Por ejemplo, los resultados electorales se conocen en su totalidad tres días después de la elección. México tiene uno de los sistemas de resultados más lentos. Pero, por otro lado, sus integrantes pretenden ser intocables al sostener que cualquier medida administrativa legal es un atentado contra el ejercicio de su función. Así lo volvieron a decir cuando la Cámara redujo su abultado presupuesto. Sostienen que el INE puede doblegar por vías políticas o legales al poder constituido. Han recurrido al amparo para seguir gozando de sueldos demasiado elevados, los cuales ya están eliminados por vía constitucional y presupuestal.

Todos los organismos «autónomos» han presentado recursos en la Suprema Corte contra la aplicación de las normas constitucionales en materia de remuneraciones de servidores públicos. Y todos ellos han argumentado que su alto sueldo es garantía de probidad e imparcialidad. Esto incluye al presidente de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, quien ha ejercido su atribución de presentar acción de inconstitucionalidad en materia justamente de derechos humanos, pero en este caso con motivo de la reducción de su sueldo. Esto nos recuerda aquello del conflicto de intereses y de la ética del servicio público.

Los gobernadores del Banco de México han recurrido a la Suprema Corte en procura de protección, pero no para defender el ejercicio de sus funciones sino sus sueldos. Es evidente que objetan una disposición constitucional, lo cual debería ser intransitable, pero lo peor es que, para ello, utilizan un recurso asignado al Banco como institución. No obstante, el ministro instructor de la Corte les concedió una suspensión, la cual no procede según la ley. Influencias políticas, nada más.

Los actuales integrantes de los “órganos autónomos” tuvieron que recurrir a un partido o un alto funcionario de gobierno para llegar a donde están, aún los que pasaron por un mecanismo de examen previo de conocimientos.

En otros países los integrantes de los órganos reguladores no discuten asuntos políticos, no postulan mediante sus cargos opiniones sobre su país y el mundo, sino que realizan funciones para las cuales, estrictamente, fueron designados. En México, sin embargo, esos organismos son diferentes porque el sistema político los ha llevado por otros caminos.

La creación de órganos “técnicos” declarados “autónomos” ha llegado a su agotamiento.

No obstante, se propone ahora que, en lugar del malogrado Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación, se forme otro, pero igualmente “autónomo”, cuyos integrantes serían designados por el Senado. De nuevo se quiere el mismo reparto político.

Es preciso dejar de caminar sobre huellas de reformas pasadas y abrir la posibilidad de que, dentro de la administración pública, puedan existir órganos colegiados, sin personalidad jurídica propia pero con independencia en sus decisiones. Definidas sus funciones, el punto relevante sería diseñar el método de su designación.

En ocasión de la reforma educativa que se discute ahora en la Cámara de Diputados, se abre la oportunidad de intentar algo nuevo, sin repartos partidistas o burocráticos, en el diseño de organismos regulatorios y técnicos.