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Lucha política en tiempos de olas migratorias

El mayor tropiezo político que ha tenido el gobierno de Andrés Manuel López Obrador ha sido la emergencia de olas migratorias procedentes de América Central. El problema ya lo había encarado la anterior administración, pero sin que se llegara al borde de una ruptura económica de parte de la Casa Blanca.

De los temas principales planteados por Donald Trump, el gobierno de México aceptó recibir a solicitantes de asilo en trámite en Estados Unidos, lo que ya se había hecho desde poco antes, y la prohibición formal de que los migrantes fueran admitidos en México en condición de tránsito hacia el norte.

Al tiempo, las autoridades mexicanas han reforzado la aplicación de la ley que obliga a todo extranjero a solicitar alguna forma legal de internamiento.

Esta reciente tensión en las relaciones entre los dos países ha tenido dos nuevos elementos políticos muy relevantes: la presión de Washington mediante la amenaza de imponer ilegalmente aranceles hasta el 20% a «todas las importaciones» procedentes de México y la muy sonada movilización de la novísima Guardia Nacional hacia las dos fronteras.

La inseguridad prevaleciente en el territorio mexicano y las altas tarifas de las bandas delincuenciales propiciaron un esquema de caravanas. Pero no sólo eso, sino que otra causa ha sido la agudización de la violencia social y la pobreza en los tres países centroamericanos expulsores de emigrantes. El fenómeno migratorio centroamericano sólo es nuevo en su forma y cuantía. En consecuencia, también en su repercusión política.

La crisis motivada por las olas migratorias como expresión extrema de la migración, va a seguir presente con o sin ellas porque aquélla es un fenómeno social y, en tanto, seguirá siendo motivo de confrontación entre los gobiernos de EU y México.

Por su lado, a diferencia de Estados Unidos, México no puede asimilar con normalidad entre 500 mil y un millón de migrantes por año. Su infraestructura, economía y sociedad no están preparados para eso. Aunque sería imposible que tales números se mantuvieran mucho tiempo, en sólo cinco años se podría tener que acomodar a más de tres millones de personas.

Es acertado el planteamiento de López Obrador en el sentido de que es preciso encarar la migración centroamericana con empleo, mejor salario y crecimiento económico, mediante inversiones en cooperación internacional. Sin embargo, no puede haber respuesta económica de consecuencias inmediatas ante este fenómeno. Mientras se integra un plan de largo aliento, sólo puede haber política migratoria.

A pesar del acuerdo signado en Washington entre los gobiernos de México y Estados Unidos, siguen existiendo divergencias entre ambos. México elude declararse formalmente como «tercer país», por lo cual no quiere hacerse cargo de deportados desde el norte para regresarlos a sus respectivos países.

El otro punto significativo de la política mexicana tiene que ser la apertura hacia una emigración que no se aglomere en la frontera norte esperando una oportunidad de paso, sino que se arraigue, al menos de momento, en zonas donde sea posible obtener empleo y alojamiento.

En este contexto destaca el trato a los migrantes. De ninguna manera el gobierno de México debería admitir la erección de barreras policiales en el sur o en el norte. No se debe impedir que los migrantes ingresen al territorio nacional ni se debe bloquear que lo abandonen, como ha sido el sueño dorado de los gobiernos estadunidenses. Las deportaciones deben ser estrictamente las indispensables y legales.

En un marco de respeto a los derechos de las personas y a los principios constitucionales en materia de ingreso y salida del territorio, podrían darse pasos de carácter económico y social para afrontar la migración centroamericana, no sólo la que llega en olas sino aquella que va a continuar indefinidamente a pesar de que pudiera mejorar la situación en los países de origen.

Un problema adicional es la llegada de migrantes procedentes del Caribe y de África. Estos no podrían aceptar un arraigo en México porque para eso mejor se hubieran quedado en sus países. Es gente cuyo viaje fue costoso y, por tanto, muchos tenían condiciones personales diferentes a las que predominan entre los desempleados y subempleados centroamericanos.

En el fondo, la respuesta estadunidense a esta crisis migratoria expresa un agotamiento de la capacidad subjetiva de absorción de migrantes de parte de la sociedad norteamericana. El racismo siempre ha estado presente con fuerza en Estados Unidos, pero ahora tenemos una xenofobia de expulsión, la cual está entrando hasta en sectores de procedencia migrante. Algo semejante ocurre en Europa. Es tanto así que el tema se ha convertido en uno de los problemas más agudos de la lucha política.

Las proyecciones que se hacen podrían estar indicando que la composición étnica y religiosa de algunos países capitalistas desarrollados terminaría por cambiar dentro de algunas décadas. No existe la suficiente cultura de la igualdad humana, el liberalismo ha sido engañoso al respecto. Por ello, surgen partidos xenófobos cada vez más fuertes y se han producido relevos de gobierno como el que se dio en Estados Unidos, aunque con un presidente de minoría, el cual levanta otra vez la bandera de la xenofobia y la «grandeza de US» para buscar un nuevo mandato.

Las potencias económicas no cuentan con una política dirigida a fomentar el crecimiento, productividad y distribución del ingreso de los países desde donde provienen las olas migratorias. Se encuentran de momento en disputas entre ellas. Donald Trump ha llegado para complicar el panorama porque está peleado con casi todo mundo y pasando toda clase de facturas, pero se sigue metiendo en los conflictos propios y ajenos, creando además otros nuevos. Más que nada, parece que resurge una nueva versión del hegemonismo estadunidense como falaz medio de volver a la grandeza, otra vez.

Desde México se debe empezar a hacer política en Estados Unidos y no sólo con Estados Unidos. Las dos economías están integradas, la nación mexicana sólo se ha expandido hacia el norte, las cercanías culturales han ido a más, el flujo humano en ambos sentidos es cada vez mayor. En este marco, a quien más debería preocupar el predominio político de una derecha troglodita es a México como Estado, país y sociedad.

Hacer política en EU es una tarea que deben emprender cuanto antes el gobierno de México y los partidos mexicanos. Y, por cierto, esa no se realiza a través de los consulados, es directa y abarcadora del entramado social o no lo será.

México no debe aceptar una guerra de aranceles

El gobierno de Donald Trump es contrario, en general, al libre comercio con México y con casi todo el mundo, aún más que aquellos políticos demócratas quienes, en su mayoría, votaron en contra del TLC en el Capitolio hace 25 años. El actual presidente, sin embargo, ha logrado un nuevo acuerdo trilateral (México-EU-Canadá) con varias modificaciones, bajo la amenaza de dar por terminado el tratado original.

Sin embargo, si el Congreso estadunidense llegara a aprobar el nuevo T-MEC, el déficit comercial de Estados Unidos con México no disminuiría sensiblemente por efecto de las nuevas normas. En 2018 llegó a 81,500 millones de dólares, equivalentes al 13% de su balanza deficitaria mundial. A la economía norteamericana le hace falta ahorro interno. No tiene un problema con el mundo sino consigo misma.

Por otro lado, la crisis migratoria no podrá resolverse en unos meses, ni siquiera antes de dos años, porque hay oleadas de refugiados económicos que, además, huyen de la violencia social.

El plan de Trump para detener la inmigración sin visa no tiene viabilidad y no la tendría aunque se lograra pronto la conclusión final del ya viejo muro fronterizo.

Las relaciones entre México y Estados Unidos se encuentran entrampadas en dos problemas sin solución de corto plazo: comercio y migración fronteriza. Sobre este último tema, lo que busca Donald Trump es un manojo de concesiones de parte de México: 1) Forzar a los migrantes centroamericanos a admitir su estancia permanente en México, lo cual les haría inelegibles para optar por asilo en EU; 2) Deportar desde México a los extranjeros que lleguen a la frontera norte, incluyendo a los que ya hubieran solicitado asilo en EU; 3) Impedir el paso en la frontera sur mexicana de migrantes que pudieran estar dirigiéndose  a EU.

A juzgar por la pretensión norteamericana de lograr un sistema de persecución brutal de todo migrante procedente del sur hacia Estados Unidos a través del territorio mexicano, es decir, la solución final de Trump, todo indica que un acuerdo completo sobre el tema no se encuentra al alcance de la mano.

El establecimiento de un arancel general de 25% para los bienes procedentes de México, empezando por un 5% hasta llegar al máximo luego de cuatro meses, sería una acción ilegal del gobierno de Estados Unidos, ya que el Tratado de Libre Comercio (TLC-NAFTA) es una norma aprobada por el Congreso de ese país. Si el Ejecutivo no la obedece, podría incurrir en un ilícito. La ley que permite la manipulación de las relaciones económicas internacionales de Estados Unidos está condicionada a una situación de «emergencia» que justamente no existe en materia económica, ya que el mismo Trump ha firmado el nuevo T-MEC con México.

Donald Trump pudo vetar el rechazo del Congreso al traspaso de fondos hacia la construcción del muro fronterizo. Por ello, esperaría que tampoco hubiera mayoría suficiente en el Capitolio (2/3 en ambas cámaras) para romper el veto en materia arancelaria.

El gobierno norteamericano cometería una transgresión a las normas de la Organización Mundial de Comercio (OMC) al desconocer (denunciar) en los hechos al TLC sin cumplir con los requisitos señalados en el mismo. Aún sin tratado alguno, Estados Unidos no puede lícitamente imponer a un país miembro de la OMC aranceles superiores a los establecidos para el resto. Parece que, con las guerras de Trump, el comercio mundial pactado podría quedar hecho añicos cuando las reglas ya no están vigentes para la mayor economía.

Otro de los problemas creados por Donald Trump es que él usa la presión arancelaria para atender un asunto que no es comercial y que, además, está prohibido por las normas de la OMC. La capacidad de Trump para modificar los aranceles, como asimismo la tiene el presidente mexicano, se refiere al comercio pero no a la migración.

Al mismo tiempo, los aranceles a las importaciones son pagados por los consumidores estadunidenses y es difícil subsidiarlos como se estila para defender al producto nacional y colocarlo en el exterior. A esto hay que agregar que gran parte de los bienes exportados desde México a Estados Unidos proceden directamente de empresas extranjeras, muchas estadunidenses, que se verían afectadas en sus ganancias con el pago de un arancel sin poder repercutirlo en su totalidad en el precio de sus productos.

Si el próximo lunes 10 de junio hubiera aranceles ilegales o si se difiriera la aplicación de los mismos por parte de Trump, de cualquier forma México tendría que definir con claridad que no desea ir a una «guerra arancelaria». Nuestro país no es una potencia económica que pudiera entrar a un intercambio de represalias comerciales, menos con Estados Unidos, país fronterizo con el cual México tiene cerca del 80% de su comercio exterior.

Si el gobierno de México hiciera «operación espejo», los consumidores mexicanos de productos estadunidenses se encontrarían en una situación semejante: pagarían un nuevo impuesto, sobre el cual, por cierto, opera el IVA porque aquel es incorporado en el precio de venta. Se tendría un costo doble: el determinado por la paulatina reducción de las exportaciones, por efecto del arancel de EU, y el que se provocaría por el incremento de precios internos a causa del arancel mexicano.

Existen otros terrenos en los cuales se puede dar la lucha contra el uso ilegal e ilegítimo de los aranceles. Hay fuerzas en Estados Unidos que podrían marchar junto a México para lograr un repliegue de Trump en esta materia, ya que gran parte de las mercancías de origen mexicano no pueden ser sustituidas rápidamente por producción local. La idea de que las empresas estadunidenses que operan en México regresarían pronto a su país no tiene mucho sentido porque en Estados Unidos los salarios son mucho mayores, por lo que, aún con arancel, las ganancias seguirían siendo buenas para muchos industriales.

Donald Trump es más rudo que otros poderosos, pero no está presentando objetivos personales. En Estados Unidos existe una gran corriente que es partidaria de exigir al mundo concesiones en todos los aspectos, incluyendo el sometimiento de gobiernos a los requerimientos norteamericanos. Es una cara del viejo hegemonismo. Dentro de poco tiempo sabremos si se trata de una mayoría electoral.

Con aranceles violatorios del TLC, el nuevo T-MEC ni siquiera se pondría a votación en el Capitolio, como lo ha dicho la diputada Nancy Pelosi, presidenta y líder de la mayoría en la Cámara de Representantes. En eso podrían converger muchos demócratas con unos cuantos republicanos, pues el viejo TLC tendría que ser denunciado formalmente por el mismo Donald Trump, tal como él lo quería hacer en un principio. Quizá esto se encuentre dentro de los cálculos de la Casa Blanca.

El intento de obligar a un Estado fronterizo, México, a poner barreras humanas con el fin de «proteger» a Estados Unidos es una mala idea, por ser ineficaz para perseguir el objetivo de los poderes políticos estadunidenses: detener la disminución relativa de la franja blanca de la planta laboral, en especial en la industria, así como el desalojo de la actual fuerza de trabajo de puestos relativamente menos remunerados. Se busca frenar el traslado de la «ventaja comparativa» de la fuerza de trabajo mal pagada hacia el interior del territorio estadunidense, lo cual ya ocurre, generando presiones sobre el salario medio y el empleo, por lo que es preciso detener brutalmente la migración, según el actual gobierno norteamericano.

El conflicto ya no es el muro que iba a pagar México, según Donald Trump. Ahora son las murallas policiales que el mismo Trump exige que sean erigidas, en el sur y en el norte, por parte del gobierno de López Obrador. Algo así, se sabe, no es prácticamente posible ni políticamente admisible. Es un viejo sueño recurrente del poder político estadunidense.

La solución debe buscarse en otro lado: remontar las causas principales de la emigración centroamericana (y mexicana). Este tema, sin embargo, no parece interesar al actual presidente norteamericano. Veremos por cuanto tiempo más. Jugamos ajedrez, no ping-pong.

Trump, de las amenazas a los hechos

Nadie en el mundo podría concluir que las caravanas de migrantes centroamericanos con rumbo a la frontera con Estados Unidos conforman una «emergencia nacional». Millones de personas sin visa buscan cada año pasar esa frontera, por lo cual, emergencia no es.

Tampoco se trata de una simple maniobra electoral, muy adelantada porque resta más de un año para la elección presidencial.

El problema consiste en la lucha política que llevan a cabo en Estados Unidos los grupos más defensistas, encabezados por el actual presidente con su lema «primero USA» y «hacer grande a USA».

Aunque los demócratas son más reacios al libre comercio con México, Trump ya dio por cerrada esa negociación y ahora quiere dos cosas: el dinero para terminar y reforzar el muro fronterizo y la colaboración del gobierno mexicano para detener a migrantes centroamericanos y para recibir a los solicitantes de asilo que logran pasar la línea o el río en busca de ingreso legal a Estados Unidos.

Lo que quiere Trump no puede ser concedido. El Congreso no va a aprobar los fondos requeridos y seguirá combatiendo la decisión presidencial de apropiarse de otros fondos para desviarlos hacia el muro fronterizo. México, por su parte, no dará un golpe de timón en materia migratoria ni firmará un convenio de «tercer país» para hacerse cargo de los migrantes no mexicanos que pisan territorio estadunidense.

Algo podría, sin embargo, obtener Donald Trump con sus resoluciones presupuestales y sus amenazas de «cerrar la frontera» y, ahora, de imponer un arancel extraordinario de 25% a las importaciones de automotores procedentes de México.

Quizá el mandatario estadunidense no sabe de cierto lo que pueda obtener al final de sus actuales confrontaciones, pero sabe que algo tendrá que ser. Que no prosperen, por ejemplo, los recursos judiciales contra sus inconstitucionales decisiones presupuestales, por un lado, y que México acepte mayor cantidad de centroamericanos en su territorio en espera de la resolución sobre su solicitud de asilo, por el otro.

Es por eso que el tono sube y baja sólo para volver a subir. Las amenazas de Trump tienden a poner nerviosos a sus interlocutores. No obstante, la mayoría demócrata en la Cámara de Representantes y el gobierno de México han aguantado bien las arremetidas verbales de Trump.

Sin embargo, la Casa Blanca está probando suerte con medidas administrativas que hacen que algunos pasos fronterizos se hagan más lentos por falta de suficiente personal. Esta situación no es ya una declaración delirante, como la del cierre total de la frontera, sino un acto muy concreto para ir incorporando a otros actores en una posible escalada de crisis fronteriza. Ahora ya están en el problema importadores y exportadores de ambos países que pueden presionar a los diputados en el Capitolio y al gobierno mexicano.

Con un arancel a los automotores procedentes de México se trataría de provocar una reacción equivalente y, de esa forma, una escalada, la cual ya no se limitaría al tema migratorio sino que sería un problema comercial y, por tanto, industrial.

Hasta el momento, López Obrador no ha caído en las provocaciones de una parte de la prensa mexicana y de un segmento de la oposición política que le exigen rechazos verbales a las amenazas de Trump. Pero las cosas se pondrían un tanto más complicadas si el presidente de Estados Unidos lleva a cabo una escalada, pero ya no de frases sino de decisiones administrativas y comerciales tan reales como duras.

Una guerra comercial no puede ser llevada a cabo por México. Las agresiones que en esta materia puedan ser emprendidas por Trump no tendrían para qué provocar respuestas a la medida de parte de López Obrador, ya que eso sería justamente entrar al juego en el que la Casa Blanca se sabe ganadora.

Por parte de los demócratas en el Capitolio tampoco habrá una defensa militante de las importaciones mexicanas. Por tanto, si Trump convierte sus delirantes amenazas en actos de agresión comercial, México se va a ver solo, por lo cual se requeriría la más amplia solidaridad interna, una especie de inmunidad fundada en la lealtad nacional.

Empezar a pelear internamente sería una fuerte carta de victoria del gobierno de Trump.