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Revuelta social de mujeres

Crece la revuelta social de mujeres contra las violencias que les azotan. Las protestas no son nuevas pero nunca se había producido una adhesión tan grande a esas causas.

Es un acontecimiento político porque esa revuelta busca cambios en el Estado y en la sociedad para eliminar la violencia estructural contra las mujeres y también para conquistar derechos y las garantías de estos.

En México, las celebraciones del Día Internacional de las Mujeres el 8 de marzo se han llevado a cabo desde los años treinta del siglo XX. El paro de mujeres se ha realizado en los dos años anteriores. Mas festejo y protesta tenían poca trascendencia. ¿Qué ocurrió para que ese día y ese paro de mujeres se pudieran celebrar, como será sin duda, en forma multitudinaria y se ubicaran en el centro del comentario público? ¿De qué manera una vieja lucha llega a su tiempo de alcanzar enorme relevancia?

Es evidente que no existen reglas generales para responder esas preguntas. Pero, en términos concretos, tenemos una combinación de factores, desde la persistencia de la larga lucha de los movimientos feministas y agrupaciones de mujeres hasta una violencia de género mayor y que se denuncia más. Es un proceso de acumulación.

A partir de los años noventa del siglo pasado se produjo algo así como una crisis de feminicidios en Ciudad Juárez que llegó a provocar conmoción. Se sabe que no era sólo Chihuahua sino que esa entidad mostraba cifras y crueldades asombrosas. Los agrupamientos contra la violencia de género crecieron en cantidad y calidad, empezaron a crear conciencia, a precisar sus categorías y a desmontar la ideología machista que contribuía a soslayar la creciente violencia contra las mujeres.

Al tiempo, fueron avanzando organismos y movimientos de lucha en favor de derechos tanto formales como sustantivos de las mujeres.

Pero, de un momento a otro, todo aquello que era paulatino se ha convertido en revuelta social.

Los movimientos de mujeres y los feminismos mexicanos no han actuado al margen de la realidad nacional sino que forman parte de la misma. Esto que es obvio puede servir para aproximarnos a la búsqueda de relaciones entre fenómenos distintos pero contemporáneos. Las luchas de las mujeres suelen ser políticas cuando van más lejos de la exigencia concreta de justicia en tal o cual caso de violencia y se lanzan a la búsqueda de justicia en general, levantando al mismo tiempo, una y otra vez, sus banderas de derechos sustantivos.

Las décadas de acción política de los feminismos y movimientos, sus demandas de leyes, normativas, protocolos, sistemas, políticas públicas, acciones de gobierno, así como sus críticas de los medios de comunicación, sus elaboraciones teóricas, conjugadas con las incansables denuncias y protestas, se han encontrado con muy recientes apoyos que están siendo multitudinarios. Es el momento en que ya se puede hablar de algo nuevo en la conciencia y la práctica de millones de mujeres.

Lo nuevo que está enfrente debe tener también algo que ver con el cambio político nacional que se produjo en 2018. No me refiero a esa propaganda de que el gobierno actual es feminista porque eso es imposible y, por ende, decirlo carece de bases de sustentación. Aludo a un clima político nuevo, tanto porque se demostró que era factible desalojar del gobierno federal a la mancuerna conservadora, como porque estamos en un momento en que la protesta no es bien o mal vista en los medios oficiales sino que, guste o no en cada caso, se admite como parte de la realidad.

Las derechas se han fisurado ligeramente. Algunas de ellas han abrazado el «feminismo», constriñendo éste al repudio de la violencia contra las mujeres. Otras, de plano, se siguen diciendo ignorantes del contenido de género del feminicidio y otras violencias, como parte de su tradicional negación de la opresión que sufren las mujeres.

Cuando ocurren grandes cambios en la conciencia social, las derechas suelen mostrarse confundidas porque no se los explican. Eso es lo que ocurre ahora. Sin embargo, a diferencia del gobierno, los feminismos y, en general, los movimientos de mujeres no parecen mostrar preocupación de que algunas de esas derechas busquen colgarse del avance de la conciencia de quienes hacen la revuelta justamente dirigida contra el sistema de género que los reaccionarios y conservadores mantuvieron y construyeron durante tantos años de predominio.

Dentro de un análisis aún más arriesgado se podría decir que esta revuelta social añade un elemento aún más innovador dentro de la situación del país, ya que podría estar surgiendo un sujeto político de masas sin adoptar la forma de partido, sindicato, agrupación patronal, clero o poder económico, sino de algo inusitado: las mujeres. Y, en la medida en que las acciones de ellas sean amplias, frecuentes y programáticas, ese nuevo sujeto podría ser cada vez más influyente.

Tornar democrático el debate político

Se dice y se repite por casi todas partes y medios que en México, en este momento, no existe una oposición política organizada. Sin embargo, sí hay una divergencia expresada aunque aún no se haya escrito un programa alternativo.

Los conservadores siguen siendo lo que son, es decir, buscan preservar la aplicación de su propio proyecto nacional, el que hace poco fue repudiado por una amplia mayoría ciudadana. La manera en que frasean sus aspiraciones es el desprecio de lo que ha hecho hasta ahora el gobierno federal.

El punto central de esa crítica consiste en propagar que los compromisos del candidato Andrés Manuel no han sido cumplidos por el presidente López Obrador y que lo llevado a cabo ya fracasó. Los adversarios de la 4T no pueden quitarse de la boca que ésta es una «transformación de cuarta», es decir, que nada ha cambiando porque es imposible hacerlo.

En la propaganda antigubernamental en medios formales y en redes sociales no se discute el fundamento del programa de gobierno, sino actos muy concretos o situaciones demasiado puntuales con el fin de magnificar las deficiencias y negar los éxitos que se han tenido.

Existen, sin embargo, dos grandes problemas nacionales que se han ido convirtiendo en elementos centrales: la falta de crecimiento de la economía y la crisis de violencia delincuencial.

Durante un año, ambos fenómenos se han recrudecido. Aunque sus causas provienen de los sucesivos gobiernos anteriores,  no se han dado pasos efectivos para revertirlos. He aquí donde se centra la divergencia y se amarra el ataque opositor.

El hecho de que las oposiciones se manifiesten desorientadas y desarticuladas no quiere decir que no exista una crítica consistente que requiere respuestas y explicaciones. Al respecto, no basta la capacidad de réplica de López Obrador en sus comparecencias cotidianas ante la prensa. El gobierno en su amplio espectro debe intentar contestaciones y alegatos concretos frente a las diversas formas en que se expresan los grandes problemas. Más aún, se debe exponer la perspectiva que se le otorga a las acciones gubernamentales de hoy. Se antoja que las conferencias mañaneras del presidente se complementen con conferencias vespertinas de los miembros del gobierno.

También es preciso ensayar el discurso político formal desde el gobierno y con los integrantes de éste, en el que se convoque a la gente a sumarse al esfuerzo gubernamental a través de acciones y mecanismos concretos. El propagandista de un programa de gobierno no puede ser por lo regular una sola persona por más que ésta tenga mucha audiencia, sino la gente como colectivo, mucho más cuando el sistema de boca a oído se ha transformado en redes sociales de internet, amplias y veloces.

En conclusión, es preciso hacer cambios en el debate sobre la divergencia política mexicana, hacerlo democrático.

Reformar la Universidad Nacional

¿Qué está pasando cuando un grupo pequeño o grande de estudiantes cierra una facultad o escuela y, al mismo tiempo, el rector de la Universidad no concurre a discutir sino que sólo pronuncia discursos desde lejos?

No es tan difícil saberlo.

La UNAM aportó mucho a la conquista de la libertad política en México. Pero es una de las instituciones más atrasadas en materia de democracia interna. Esta contradicción nunca ha sido admitida por autoridad alguna. El rector vive en su Torre, así se llama, a la que llegan de vez en cuando algunos jóvenes violentos cuya presencia vandálica sólo sirve para que el mismo rector denuncie la intromisión de intereses ajenos. Nada pasa, sin embargo, por el arribo de unos y la alarma del otro. Todo sigue igual. Es una cansada esgrima sin objeto alguno.

Mientras, el acoso sexual y otros ataques mucho más graves contra las estudiantes siguen como antes o son mayores. La autoridad de cada plantel es la que debería imponer sanciones a las personas que realizan esos agravios a la dignidad y la integridad de las estudiantes. Pero los directores no quieren hacer nada, tienen miedo y, al mismo tiempo, no condenan las agresiones sexuales porque son machistas, misóginos, encubridores o simplemente pusilánimes. Durante años, esos ataques han sido moneda de uso corriente en la UNAM. Todos lo sabemos.

Ha llegado en esa Universidad el momento del ya basta. No se ha movilizado la mayoría del estudiantado porque las y los jóvenes no cuentan con agrupaciones amplias, democráticas y participativas. Todo ahí es una desolación en materia de instancias de organización, deliberación y decisión.

La UNAM tiene autoridades que no son legítimas desde un punto de vista medianamente democrático, lo cual no vale la pena discutir porque es evidente. La representación de la comunidad en el Consejo Universitario y en los consejos técnicos estriba sólo en actas pero no existe en la vida real. La Junta de Gobierno está peor, pues se encuentra integrada por 15 personas que duran en su cargo 15 años pero designan a los directores y al rector.

La Ley Orgánica de la UNAM (1945) cayó en inconstitucionalidad a partir de 1980 porque la fracción VII del artículo 3º de la Constitución otorga desde entonces la «facultad y responsabilidad de gobernarse a sí misma», mientras que la vetusta ley le impone a la Universidad, desde fuera, su estructura orgánica, es decir, las bases de su gobierno interior.

Si no existen instancias representativas y participativas en la institución, el diálogo está roto. Así ha sido durante muchos años, pero la necedad de mantener todo el andamiaje orgánico como si fuera nuevo sólo provoca el agravamiento de cada conflicto que surge.

Lo que ahora tenemos no es nada sencillo porque el machismo domina y la protesta es, de entrada, incomprendida, aunque se diga que se comparte el contenido pero no el método de realizarla. Esa es una falsedad, claro está. Las soluciones que se han ideado ante la violencia de género no funcionarán bien, aunque no sean malas, mientras la Universidad siga peleada con la democracia, la formal y, mucho más, con la participativa.

La violencia de género no hubiera hecho la crisis que estamos viendo en un medio en el que pocos o muchos plantean sus puntos y éstos se abordan por los demás a través de un entramado de discusión y decisión colectivas. Pero, gota a gota, se ha empezado a derramar el vaso ante la inexistencia de instancias en las que se resuelvan esos y todos los asuntos importantes.

¿Dónde se ha discutido el problema de la violencia contra las mujeres? En demasiados lugares, excepto en aquellos en los que se supone que deberían tomarse las decisiones en pluralidad. Para decirlo en forma más directa: el Consejo Universitario no es una instancia de deliberación y resolución de problemas generales, mientras los consejos técnicos siguen siendo sólo eso, puramente técnicos, para no contrariar el principio antidemocrático de las decisiones unipersonales del director/a.

La UNAM requiere en este momento una convocatoria a discutir organizadamente, sin mentiras, manotazos ni insultos, un proyecto de ley de la Universidad que se apegue a la autonomía consagrada en la fracción VII del artículo 3º constitucional, cuya redacción sería fácil, para que, luego, el Congreso de la Unión recoja el proyecto que de ahí surja y expida el nuevo ordenamiento. Después vendría lo difícil, la UNAM tendría que decidir qué tanta democracia quiere y cómo la necesita; qué tanta participación directa es conveniente; qué tanto diálogo desea; qué tanta organización reclama. Todo esto lo haría libremente, sin que una ley del Congreso, inconstitucional por ser orgánica, le indique cómo debe ser su gobierno interior.

Este planteamiento lo han rechazado Barros Sierra, González Casanova, Soberón, Rivero, Carpizo, Sarukhán, Barnés, De la Fuente, Narro y el actual Graue. Todos los rectores posteriores al movimiento contra el autoritarismo y el elitismo que derribó a Ignacio Chávez en 1966 han sido continuadores de la misma antidemocracia. Aunque aquella huelga estudiantil abrió el cogobierno extralegal en algunos planteles, éste se diluyó en medio de otras luchas de carácter nacional, incluyendo aquellas magníficas acciones victoriosas a favor de la gratuidad, todas las cuales nos dejaron un espléndido legado, primero, en favor de la democracia y, después, en la resistencia contra el neoliberalismo.

Como haya sido, el gran problema actual consiste en que la mayor Universidad está desfasada de su propio país al que tanto ha aportado, pero del cual no ha sabido aprender.

Punitivismo desbocado y crisis delincuencial

Hemos tenido durante 20 años grandes y pequeñas reformas al sistema de justicia penal, pero, durante ese tiempo, la incidencia delictiva ha seguido en aumento como nunca en la historia. ¿De qué nos habla eso? Pues de que tanto el postulado punitivista dominante, como la tesis de que las reformas legislativas pueden contener la delincuencia, son ideas falsas.

Aunque parezca increíble, seguimos en lo mismo. Nuevos proyectos de leyes punitivas van y vienen de un lado para otro. Aunque ya dijo Andrés Manuel López Obrador que él no tiene proyecto alguno en esta materia, muchos senadores, algunos diputados, el fiscal y el secretario de Seguridad traen las alforjas llenas, como si no pudieran analizar qué cosa ha sucedido con tantas reformas que no han servido.

La declaratoria de guerra de Felipe Calderón contra el narcotráfico y, en general, contra el crimen organizado, con excepción del que existía dentro del Estado, llevó a la confrontación histórica más grande entre las bandas criminales. Todos los cárteles se pusieron a disputar entre ellos los territorios y las rutas; reclutaron sicarios entre jóvenes desempleados y resentidos, así como entre desertores del Ejército; al tiempo, se empezaron a subdividir y, así, de unos cuantos cárteles, un día México se encontró con varias decenas, enfrentados entre sí, pero sin que el gobierno pudiera frenarlos en lo más mínimo. Hoy son más que antes, tienen más reclutas y están mejor pertrechados, a pesar de sus miles de muertos y encarcelados. ¡Qué desastre!

El aumento de penas, el arraigo, la prisión preventiva oficiosa, la extradición antes de terminar juicios en el país, la incomunicación de reos, la creación del delito constitucional de delincuencia organizada, la extinción de dominio, etcétera, han fracasado porque no eran respuestas adecuadas ni efectivas: a nadie detienen. Además, el Sistema Nacional de Seguridad Pública es más un precepto constitucional en el papel que algo funcional y efectivo.

Ahora se quiere extender el arraigo a otros delitos, seguir aumentando penas, incorporar nuevos ilícitos al sistema de prisión preventiva oficiosa, crear un código penal nacional, establecer una ley de justicia cívica para todo el país, regular el funcionamiento de los antros directamente por parte de la Federación (sic), más otras ideas que no son más que la prolongación de lo que ya fracasó.

Sin duda tiene razón Andrés Manuel cuando dice que la guerra de Calderón fue algo así como revolver el avispero. Mas tendríamos que agregar dos cosas: las reformas no calmaron a las avispas y ahora tenemos mayor cantidad, las cuales están más furiosas.

Hace años, Felipe Calderón nombró a una persona como procuradora y, en su comparecencia en el Senado, le pregunté sobre cuál iba a ser su plan estratégico frente a la delincuencia organizada. Me respondió que consistiría en «aplicar la ley» y nada más. Los presentes volteamos a vernos a los ojos. Ella no se inmutó en lo más mínimo. Nada hizo. Duró poco. Creo que así habían estado antes las cosas y así siguieron.

El mayor problema de la política criminológica o, como se dice, criminal, es que ninguna ha funcionado bien porque no existen cuerpos capaces de ponerla en marcha, cualquiera que ésta fuera. Parece un chiste, pero es una realidad cotidiana, inicua.

Sabemos que lo principal son las reformas sociales, el cambio en el patrón de distribución del ingreso, el aumento de salarios, el empleo formal, el acceso a los servicios de salud y la educación pública para todos, en un marco de incremento de la productividad del trabajo social. Pero, de cualquier manera, se requiere una estrategia de lucha contra el crimen organizado.

Las matanzas entre delincuentes afectan al país en muchas formas, pero lo que más perjudica directamente son los delitos contra cualquier persona: el robo en sus muchas modalidades, especialmente con arma; la extorsión, que va en aumento; los feminicidios (homicidio de mujeres por motivos de género), que también son más; las violaciones y otros delitos sexuales, cuyos números totales se desconocen; el secuestro; la trata de personas; entre otros.

Si los cárteles hicieran un pacto y dejaran de matarse entre sí, la estadística de homicidios dolosos y violentos bajaría mucho, pero, en realidad, para la sociedad, poco habría ocurrido. No es el número de esos homicidios violentos el que afecta directamente a la gente, pues en su mayoría son producto de disputas por el negocio criminal que sigue adelante sobre montones de cadáveres y cementerios clandestinos regados por casi todo el país. El mayor problema de los cárteles es que sus integrantes se dedican paralelamente a cometer delitos contra el común de la gente. Eso sí duele mucho.

Sin embargo, en ese mismo sentido, urge legalizar y reglamentar la producción, comercio, posesión y consumo de mariguana, el cual podría ser algo positivo. El prohibicionismo nos ha inundado de asesinatos y de asociaciones criminales, además de corromper al Estado, pero no solo en México, sino en todo el mundo.

Son pocos los delitos registrados del orden federal. La mayor persecución está a cargo, principalmente, de las autoridades de los estados. El problema es que éstas son extremadamente débiles y corruptas: la macabra mancuerna mexicana.

Sin embargo, no ha de ser con una disminución de potestades de las entidades federativas como se podría encarar la crisis delincuencial. Sería mejor fortalecer a los estados con una severa vigilancia y control, en el marco de la lucha efectiva contra la corrupción. De otra manera, terminaríamos en un Estado centralista, al estilo de los tiempos de Santa Anna, pero sin resolver ningún problema sino con unos nuevos, tal vez peores.

La estrategia criminológica debe ser precisada y planteada como obligatoria para todas las entidades federativas, al tiempo que éstas cuenten con los recursos suficientes para llevarla a cabo realmente, sin las simulaciones que se vieron desde Fox hasta Peña Nieto.

El camino del punitivismo legislativo está cerrado. Grande ha sido la experiencia. Sería el colmo que no se vieran los macabros errores de aquellos políticos de antes y que los de ahora cayeran en su repetición. Por ejemplo, con algunos toques de comicidad involuntaria, ha surgido inopinadamente la propuesta del control federal de todos los antros del país, bajo el argumento de que en éstos se han cometido muchos asesinatos con arma de fuego. Sin comentarios.

Si Andrés Manuel se ha deslindado de paquetes de reformas punitivistas, habría que aprovechar la coyuntura para insistir en otras posibles soluciones que están planteadas pero ignoradas.

Culiacán por doquier

El gobierno de Andrés Manuel López Obrador había anunciado una nueva política frente a la crisis de violencia delincuencial que vive México. Eso ocurrió desde que el ahora presidente era candidato.

Sin embargo, cuando se produjo el incidente de Culiacán el jueves 17 de octubre, la oposición actuó como si el país viviera bajo el gobierno de Felipe Calderón o en la guerra continuada de Enrique Peña Nieto. Para los diputados opositores el escándalo había consistido en el repliegue del operativo para detener a uno de los hijos del Chapo Guzmán y no en el despliegue del cártel de Sinaloa en todo un sector de la ciudad.

La conducta del gobierno fue comprendiéndose poco a poco, en tanto que se asimilaba la alternativa imperante en el momento del repliegue, así como el costo que hubiera sido necesario pagar con el enfrentamiento armado.

La política de López Obrador no consiste en la búsqueda del choque armado que, como ya se ha demostrado, genera más violencia y mayores daños humanos.

La nueva conducta del gobierno parte de analizar la crisis delincuencial en su complejidad social y política. Ante el colapso de la estrategia neoliberal empobrecedora y estratificadora, así como ante la crisis del Estado corrupto, entendido éste como sistema de gobierno, el fenómeno de proliferación de cárteles y de lucha entre los mismos reclama intentar aislar esa delincuencia a través de una nueva política social, un combate a la corrupción, un nuevo esquema de seguridad pública y procuración de justicia, así como una nueva actitud frente a las drogas.

La decisión del gabinete de seguridad en el sentido de ordenar el repliegue, posteriormente apoyada por el presidente, fue del todo congruente con esa nueva pauta que se tiene frente a un fenómeno que no se va a eliminar con la sola detención violenta de un capo ni con puros enfrentamientos armados.

El incidente de Culiacán no es algo aislado aunque éste haya sido especialmente grave y escandaloso. No es verdad que vaya a haber un antes y un después del 17 de octubre, ni que sea nueva la falta de control gubernamental del territorio ante la profundidad de la delincuencia armada. Lo nuevo ha sido la actitud asumida por el gobierno, su capacidad de repliegue para evitar una confrontación violenta que quizás hubiera llevado a muchas muertes, tanto de agentes del gobierno y delincuentes como de personas ajenas.

Culiacán está por doquier en alguna medida. La crisis de violencia delincuencial es profunda y extendida. Todos los días ocurren enfrentamientos, ya sea con la fuerza pública o entre los mismos cárteles o pandillas que tienen sus guerras particulares, todo lo cual conlleva daños contra la población en general.

Se ha llegado a decir que la ley debe aplicarse aun frente al inminente peligro de violencia y graves daños que se puedan generar. Este planteamiento es cuestionable de por sí aunque no sea extraño cuando lo formula la oposición política. Pero resulta condenable cuando procede, como ha sido el caso, del organismo nacional de defensa de los derechos humanos por boca de su presidente. Esta ha sido una vergüenza internacional.

Ni la elevación de penas ni la generalización de la prisión preventiva oficiosa, las cuales siguen de moda, deberían formar parte del nuevo esquema del gobierno para hacer frente a la crisis delincuencial de violencia. Así como se desechó la «guerra» contra los cárteles, se tiene que admitir a plenitud que la seguridad pública debe asentarse en reformas sociales y en una nueva política criminal.

El Culiacán que tenemos casi por doquier no será eliminado con el uso de las ametralladoras, aun cuando sean muchas veces necesarias, sino con una nueva construcción que acabe con el Estado que lo prohijó. Este camino es el que se ha abierto. No permitamos que se cierre.

La noche de Iguala: los culpables

Los muertos, desaparecidos y lesionados del 26 y la madrugada del 27 de septiembre de 2014 en Iguala, estado de Guerrero, tienen culpables directos e indirectos. Así, también, hay responsables políticos de ese crimen como producto de un Estado sometido a la delincuencia armada. Y existen culpables de las torturas contra los detenidos, la inobservancia de la ley y la falta de probidad de aquellas autoridades que, sucesivamente, tomaron el caso.

El problema no sólo consiste en la versión del Ministerio Público sobre que los cuerpos de los estudiantes fueron arrojados e incinerados en el basurero de Cocula, a pesar de no haberse encontrado restos humanos. El mayor problema es que esa versión dio por cerrada virtualmente la investigación ministerial. Es hasta hace poco, con el nuevo fiscal general, que se intenta seguir con las indagatorias.

Son muchos los inculpados por desaparición, homicidio y lesiones, pero sus testimonios ante fiscales locales y federales no han servido para responder la pregunta de porqué la policía de Iguala se lanzó en tres ocasiones sucesivas contra los mismos autobuses en los que viajaban los estudiantes de Ayotzinapa y no se les permitió salir de la ciudad, llegar hasta la carretera, cuando ya se encontraban a una cuadra de distancia. Tampoco se conoce orden de autoridad emitida para ese propósito, a pesar de que muchos jóvenes detenidos fueron conducidos a la comisaría.  Es aún más oscura la narrativa sobre la actitud tomada por el gobierno de Guerrero, incluyendo los cuerpos locales de seguridad, la Policía Federal y los efectivos militares que cuentan en Iguala con un regimiento. Todos los estratos de autoridad existentes en México estaban presentes aquella noche en Iguala.

La «verdad histórica» de Murillo Karam ha sido presentada por su propio autor como una de las más grandes investigaciones criminales de la historia de México. Sin embargo, no da respuesta a ningún asunto principal de la tragedia, entre otros, la definición de qué ocurrió exactamente y dónde se encuentran los 43 normalistas. Se habla de un basurero y sólo se exhiben restos de dos jóvenes.

Una tragedia como la de Iguala requiere una explicación amplia de los hechos en sí, como de sus motivos y propósitos. Además, es preciso ahondar en las causas y modos de esa forma de ser del aparato de seguridad y justicia, la cual consiste en que para investigar delitos se comenten delitos.

Después de cinco años existen más dudas que certezas, más versiones improvisadas que pruebas, más impunidades de delincuentes y autoridades. Es por esto que todo debe cambiar en este tema tan emblemático. El país tiene derecho a recibir un relato completo y fundamentado de la noche de Iguala. Al tiempo, los funcionarios responsables por acción u omisión, los que ocultaron evidencias o simples datos, los torturadores, los cómplices, los mentirosos deben ser convocados a rendir cuentas.

Pero hay que ir más lejos. Es preciso abordar el tema de la crisis estatal-criminal de México, la cual no se ha empezado a superar a pesar del radical cambio de gobierno. La imbricación del Estado con la delincuencia organizada permitió un inusitado aumento de las bandas y su ramificación hacia otras actividades delictivas, en especial la extorsión, que se ha convertido probablemente en el delito más frecuente de dicha delincuencia.

Desarticular la extorsión no puede ser obra de la flamante Guardia Nacional, al menos de momento, porque ésta no cuenta con un aparato de investigación a profundidad, es decir, en las calles, sino sólo tiene fuerza armada disuasiva y persecutoria. El Ministerio Público –32 locales y uno federal– tampoco podría contrarrestar la extorsión con los escasos instrumentos con los que ahora cuenta. Se requiere montar una nueva organización de investigaciones criminales, sin importar a qué institución se le asigne.

Ahora mismo, para averiguar de nuevo la noche de Iguala, se requiere de esa estructura.

Nueva policía

Se requiere una nueva policía en la Ciudad de México. Esto se ha dicho durante muchos años. Tal discurso ya ha cansado de tanto repetirse, pero mucho más enfada la ausencia de reformas profundas en el cuerpo policial capitalino.

Cuando desde una corporación de policía preventiva o «ministerial» (antes judicial) se filtran a la prensa indebidamente informaciones sobre víctimas, sin que las autoridades condenen el hecho y mucho menos persigan a sus autores, es cuando mejor se aprecia la descomposición institucional. Tal cosa ha ocurrido hace unos días, como expresión de arraigadas costumbres.

El aumento en la incidencia de delitos de violencia sexual en la CDMX ha llevado a las autoridades a actuar de la misma manera de siempre, la más primitiva. Se sigue ignorando que quien tiene la obligación de dar seguridad es el Estado, no cada persona. La violencia, incluyendo en especial la de género, es un tema de la autoridad y no se resolverá caso por caso porque el fenómeno es inconmensurable, aunque en cada evento se debe organizar el aparato de seguridad y justicia para perseguir a los culpables directos, aspecto que ni siquiera se logra por lo regular.

Sin embargo, la autoridad no parece asumir su más alta responsabilidad, sino que busca y rebusca explicaciones absurdas y repite viejas actuaciones.

El aparato policial-judicial no está hecho para crear un ambiente de seguridad pública y aplicación de la ley, sino para hacer lo que se pueda. Con solo vigilar intermitentemente el diez por ciento de las cuadras de una inmensa zona metropolitana se puede lograr disuadir la comisión de ciertos delitos, pero nada más en los lugares «patrullados». Por eso, en la CDMX hay gente que quiere patrulla en cada cuadra, el perfecto Estado policial; esos son extraviados deseos provocados por el hartazgo. Existen muchas grandes ciudades donde hay poco patrullaje pero mucho diálogo entre policía y ciudadanía, además de suficientes, cercanos y funcionales puestos de agentes.

En todo el mundo los policías tienen tareas de «inteligencia» o mínimamente de reporte sistemático y puntual de situaciones. Pero, aquí, eso no se ha empezado a hacer.

La mordida sigue campeando por toda la ciudad sin que hasta ahora se haya sentido alguna disminución. Esa corrupción, como casi todas, es un sistema; no se debe al binomio mordelón-ciudadano con el que se «arregla» el asunto de «otra manera» pero claramente ilegal. La mordida es responsabilidad última de los jefes de policía. Pero, además, hay simple cuota que paga el comerciante para mejorar el sueldo neto total de los «patrulleros» (y sus jefes), cuyos rondines, se supone, ahuyentan a los ladrones.

Con motivo de varios hechos de violencia sexual se han producido airadas protestas de muchas mujeres. En ningún caso esos actos públicos ha sido una provocación contra la policía o el gobierno. Uno o dos de ellos se han analizado así, erróneamente, debido a que la autoridad no se siente responsable de los delitos violentos que se repudian, sino que sigue pensando como antes, al viejo estilo de funcionarios sin obligaciones políticas inherentes al cargo. Se sigue presentando al autor directo del delito como el único responsable; eso expresa la falta de probidad, tradicional en el servicio público, así como la separación entre autoridad y sociedad, la conversión de los puestos en buenas chambas, la inexistencia de verdadera carrera profesional.

La reforma profunda de la policía para crear algo de verdad nuevo no podría ser dirigida por los jefes actuales. Ellos no saben qué cosa podría ser una policía nueva, solo entienden de la actual y de posibles mejorías, aunque por lo pronto todo está un poco peor.

Es necesario elaborar un programa hacia una nueva policía, que abarque organización, obligaciones, objetivos, métodos, disciplina, control interno y vínculo social. Las pocas reformas muy parciales que se han hecho hasta ahora, cuando fueron buenas, se deshicieron rápido o se hundieron en la corrupción.

Aunque con versiones diferentes, la izquierda lleva más de 20 años en el gobierno de la ciudad, pero no se ha propuesto todavía conformar una nueva policía. En el ámbito federal, López Obrador ha planteado la creación de un cuerpo de seguridad pública llamado Guardia Nacional y el Congreso ha aprobado las reformas que desde ahora están a prueba. La cuestión no consiste en el nombre ni en los uniformes sino en todo lo demás.

No conviene seguir repitiendo los fracasos sino romper con el pasado. Esa es una tarea política en toda la extensión del concepto.

Su propio presente persigue a Venezuela

Ya no hay la menor duda que Estados Unidos lidera una fuerte coalición internacional para derrocar al gobierno venezolano. Durante los últimos años, el desgaste político en el país de Bolívar ha sido constante, de manera que es su propio presente el que lo persigue: ninguno de sus problemas parece tener posibilidades de pronta solución. Da la impresión de que las cosas, a lo sumo, van a empeorar, cualquiera que sea, por lo pronto, el curso que adopte la lucha política.

Venezuela es un país de más de 30 millones de habitantes. No es nada pequeño. Su riqueza natural ha sido sostén de la economía, el petróleo, cuyo volumen de producción sigue en caída a pesar de contar con las mayores reservas en el mundo. El producto interno continúa disminuyendo mientras la inflación anual ya se mide en porcentajes de millones.

Venezuela es un país que en pocos años ha vencido el analfabetismo, brindado medicina, vivienda y escuela a quienes antes carecían de lo indispensable. Ha superado en gran medida la extrema pobreza pero, en tal proeza, se ha empobrecido como país. Esta contradicción no puede ser superada con la sola perseverancia del partido gobernante, sino que reclama un cambio en la política económica.

El centro de la disputa ha sido desde un principio la renta petrolera. Durante décadas, una burguesía triunfante se apoderó de los beneficios del petróleo, compraba todo con esas divisas en Estados Unidos mientras acaparaba el gran comercio, los medios de comunicación, los transportes y otros servicios. Los capitalistas venezolanos han sido los más parasitarios de América desde el destronamiento de los cubanos, hace más de 50 años.

El bipartidismo, posterior a la caída de la dictadura de Pérez Jiménez, impuso una democracia deforme y corrupta en cuyo centro siempre estuvo el reparto de la renta petrolera a costa de la generación de enormes centros de pobreza alrededor de las ciudades. Desde ahí bajaron un día los pobres a apoyar a Hugo Chávez, un militar golpista que había estado varios años en prisión, luego de los cuales no menguó su popularidad. Eso ocurrió hace 20 años.

En 2002, Venezuela sufrió un golpe de Estado en el que se autoproclamó presidente el líder de la organización patronal (Fedecámaras), con el apoyo de la oposición política. La asonada fue derrotada dos días después con el rescate del presidente Hugo Chávez, encarcelado en una isla. Luego se produjo una huelga petrolera ruinosa para el país y, después, un referéndum revocatorio en el cual Chávez fue confirmado. Entre cada uno de esos acontecimientos se producían frecuentemente protestas, campañas, forcejeos, bloqueos, escándalos, fuga de capitales, manipulaciones económicas: la lucha política más encarnizada en el Continente.

Las contradicciones se profundizaron a la muerte del caudillo del socialismo bolivariano. En 2013, Nicolás Maduro llegó a la presidencia con el 50.61% de los votos contra el 49.12% de su contrincante, Henrique Capriles, pero, en 2015, la Mesa de Unidad Democrática, que agrupaba a toda la oposición, obtuvo el 56.3% de la votación para elegir a los diputados. Bajo el sistema electoral venezolano se conformó una mayoría de 112 escaños de un total de 167. Tres lugares permanecieron en condición suspensiva por anulación, los cuales le impedían a los opositores controlar los dos tercios, porcentaje necesario para tomar las resoluciones más trascendentes.

Desde el día de la derrota electoral del chavismo, la unión de los opositores anunció que removería al presidente de la República por la vía de declararlo ausente. Eran los mismos que, 13 años antes, habían participado en el revertido golpe contra Chávez y todos los otros poderes constitucionales. Son los mismos que ahora han vuelto sobre sus propios pasos al declarar vacante la Presidencia del país.

No hay en América Latina una oposición política, organizada en partidos legales, que haya sido más abiertamente golpista que la venezolana.

Entre tanto, la provocación desde ambos bandos ha conducido a la frecuente represión de la fuerza pública y a la prisión política como respuestas que no mejoran en nada la posición del gobierno.

Una de las bases de sustentación de la fuerza opositora sigue siendo la disputa en pos de la riqueza petrolera, aún cuando la renta de ésta ha disminuido. Pero, además, grandes segmentos de la clase media desprecian lo mismo a los trabajadores urbanos que a todos los demás pobres. Los universitarios egresados de las escuelas de medicina se negaban a trabajar fuera de sus ciudades, luego de lo cual el gobierno tuvo que abrir planteles en otras partes con estudiantes de otros lados: hay en Venezuela una furia social poco conocida por su intensidad en el resto del Continente.

El gobierno del socialismo bolivariano se concentró en sus propios proyectos redistributivos mediante el uso de la mayor parte de la renta petrolera, con lo cual desatendió la infraestructura e ignoró casi todo el campo de las inversiones directamente productivas. Al tiempo, se introdujeron las máximas regulaciones sobre casi toda clase de empresas y el mercado exterior. Es entendible que, en tales condiciones, lo que se ha llamado la guerra económica de los ricos tuviera enormes éxitos, en especial cuando el precio mundial del crudo se redujo.

Los capitalistas venezolanos no hubieran alcanzado sus objetivos de boicot económico sin la desastrosa política del gobierno de Maduro. Ya desde antes, bajo los esquemas de utilización de la renta petrolera y de gestión de la economía trazados por Hugo Chávez, la desestabilización y la recesión se apreciaban como algo seguro. Con Nicolás Maduro, ya nadie lo podía poner en duda.

No parece existir, sin embargo, en el seno del Partido Socialista una alternativa política para modificar el camino. Los embates opositores y, ahora, las descaradas conspiraciones extranjeras, llevan al chavismo a aglomerarse detrás de la muralla.

El orden constitucional ha sido roto por una golpista oposición mayoritaria en la Asamblea Nacional y por un gobierno que desconoce al poder legislativo. Ni los diputados tienen cobertura constitucional para desconocer al titular del Poder Ejecutivo ni el gobierno puede dotar a la llamada Asamblea Constituyente, por él mismo convocada, con poderes que no sean sólo los de redactar una nueva carta magna, de la cual no se ha escrito un solo renglón.

Ningún poder se encuentra operando por entero dentro de la legalidad, excepto las fuerzas armadas que no son un poder constitucional. Este es el dato más estremecedor de la actual crisis política venezolana.

Las negociaciones entre la oposición y el gobierno de Maduro han sido infructuosas y, ahora, se observan como inviables. Los opositores quieren que se les entregue todo el poder por completo, sin condiciones ni demoras. Pero eso sólo lo podrían hacer los militares, siempre que éstos se encontraran unidos en tal propósito, luego de lo cual podrían empezar las confrontaciones armadas.

Es evidente que la represión, hoy mucho más que antes, conspira contra el represor, el gobierno. Entre más violencia se produzca, entre más peligro de confrontaciones armadas se aprecie dentro y fuera del país, mayor fuerza decisiva tendrán los militares, lo cual es justamente lo que busca Donald Trump.

Un acuerdo podría consistir en la sustitución de Nicolás Maduro por un nuevo vicepresidente ejecutivo, nombrado por el Partido Socialista y aceptado, al menos, por algunas otras fuerzas políticas, pero, para ello, se requerirían negociaciones sensatas y leales, las cuales han sido rechazadas de antemano por el ahora candidato a usurpador y por su patrocinador, el inquilino de la Casa Blanca.

No existe nada en el discurso y los actos de la coalición extranjera encabezada por Estados Unidos que no sea la exigencia de un golpe militar que derroque a Nicolás Maduro e imponga a un tal Juan Guaidó.

¿Un gobierno impuesto por Estados Unidos con el uso de las bayonetas venezolanas, que serían traidoras por definición, tendría algún futuro en la Venezuela de nuestros días? ¿Luego del derrocamiento del gobierno de Maduro y, necesariamente, del Tribunal Supremo de Justicia, podría realizarse en los siguientes 30 días (Art. 233 constitucional) una nueva elección bajo condiciones de normalidad y con un encargado del poder impuesto desde la Casa Blanca?

¿Quiénes, en México, quieren llevar al gobierno de nuestro país a ubicarse en un plano contrario a la Constitución para convertir, por vez primera, al Estado mexicano en potencia extranjera interventora aunque no tuviera que enviar tropas? Que levanten la mano bien en alto para poderlos ver.

Guardia Nacional: ¿militarización o civilidad?

No es que se busque militarizar la seguridad pública sino que ya se hizo. Bajo ese fenómeno no se han eliminado las policías civiles sino que ésas no funcionan bien; las tres: federal, locales y municipales.

Ante la agudización de la crisis de seguridad pública en casi todo el país se plantearon diversas opciones. Desde el «fortalecimiento» de la policía federal, un súper subsidio a los estados para sus cuerpos policiales, hasta el seguir con la misma dinámica que consiste en incrementar las labores del Ejército y la Armada en funciones de policía. Ninguna de estas puede convencer a nadie.

La idea de una nueva guardia no es nueva. Se ha hablado de ella durante los años del fracaso del Estado mexicano en la materia de seguridad pública. La ley de «seguridad interna» fracasó antes de ponerse en práctica, tanto porque el candidato que luego resultó triunfador había dicho que no la aplicaría, como porque la Suprema Corte la declaró inconstitucional. Hay que recordar que esa efímera ley señalaba que se nombraría un «comandante» militar al frente de todo el aparato de «seguridad» en los estados que lo requirieran. Eso era un abierto y legalizado ejercicio militar de autoridad en asuntos civiles, como parte del proceso en el que hemos estado inmersos desde hace 12 años.

La Guardia Nacional fue eminentemente ciudadana en el pasado, aunque bajo disciplina militar. Lo mismo en Francia que en México y muchos países. En otros, la guardia es profesional, como ahora en Europa y varios países de América Latina.

Se propone crear un cuerpo de seguridad pública nuevo, con perspectiva ciudadana, aunque sólo por sus funciones y compromisos, que vaya ocupando el territorio nacional, empezando por los lugares donde la crisis de inseguridad y violencia es mayor.

¿De dónde sacar a los primeros efectivos? Tendrían que salir del Ejército, la Armada y la Policía Federal, sencillamente porque no se podría hacer un súbito reclutamiento de civiles que requerirían uno o dos años de entrenamiento.

Pero no se trata de que el personal castrense se quede a vivir en la Guardia Nacional, sino que se produzca un proceso de entrenamiento y educación de nuevos reclutas, de guardias.

La Guardia Nacional sería un cuerpo de seguridad bajo leyes civiles, expedidas por el Congreso, con responsabilidad exclusivamente civil, integrada en la administración pública dentro de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana.

Luego de tres años, dice el proyecto de decreto, el Presidente de la República y del Congreso de la Unión harán una evaluación para tomar las nuevas medidas que sean necesarias, las cuales podrían ir desde la disolución de la Guardia hasta su continuación y reformas.

La idea de crear la Guardia no ofrece garantía de éxito, pero tampoco es aconsejable convertir la preocupación en premonición de fracaso y mucho menos de catástrofe. Lo que se desea es poder atender gigantescos requerimientos de seguridad pública y empezar el regreso de los militares a sus cuarteles, aunque, mientras tanto, se trasladen miles de efectivos castrenses a las filas de una guardia militarizada en su disciplina, pero civil en su relación con la sociedad, como lo son no pocas en el mundo entero.

El camino hacia la superación de la política de creciente intervención militar en la seguridad pública estará llena de obstáculos, pero hay que emprenderlo ahora mismo con lo que se tiene.

Como sea que se analice el asunto, es tanta la violencia delincuencial, que se requiere empezar a cubrir el territorio. Al menos es preciso aceptar esto y luego arriesgarse a decir de qué otra manera se podría lograr. El debate va a fortalecer la lucha contra esa violencia, ya que existe en el país un acuerdo sobre el qué y sólo debatimos los cómo.

Si la Guardia Nacional se reinstala en el país con otras formas y tareas, aquellas derivadas de la crisis de violencia, tendremos tiempo para evaluar su funcionamiento. Lo que no podemos hacer es seguir reprobando el esquema actual de seguridad pública nacional sin que se emprenda algo nuevo.

El problema, sin embargo, es que no hay soluciones ya probadas aunque fueran parciales. Lo que ahora se proponga y luego se intente llevar a cabo estará sometido al criterio de la verdad: la práctica.

UNAM: el gobierno nunca informa… tampoco ahora

La represión frente a la Torre de Rectoría es un hecho grave que debería ser motivo de sendos informes, tanto del gobierno federal, por tratarse de una institución nacional, como del gobierno capitalino, por haber ocurrido en la Ciudad de México.

Como fue un acto represivo contra el ejercicio de los derechos humanos de reunión, petición y manifestación de las ideas, perpetrado por un grupo de individuos organizados, presumiblemente una banda, aunque no fuera ésta de carácter gubernamental, es preciso saberlo todo al respecto. Es lo mínimo que debería reclamar la sociedad y, también, la misma Universidad.

Las autoridades han dicho que el Ministerio Público averigua. Mientras, un alud de exigencias se dirigen a pedir castigo para los responsables. Ya se sabe que el procurador debe intervenir, pues se han cometido delitos, lo cual implica investigaciones penales. No hace falta exigirlo.

El gobierno federal y, por lamentable extensión, el de la capital, nunca informan, son omisos en su deber de exponer y explicar lo ocurrido. Lo más que se ha atrevido a decir el jefe de gobierno de la capital es que los represores de la Rectoría llegaron en varios vehículos desde el Estado de México. El secretario de Gobernación no ha podido pronunciar ni palabra, parece que para él no hay materia; sencillamente, no gobierna.

Así como jamás nos informaron de lo ocurrido en Tlatlaya ni de los violentos sucesos de Nochixtlán, para recordar sólo dos desgarradores hechos sangrientos, tampoco nos hablan de lo que acaba de ocurrir en la Ciudad Universitaria, aunque ahí no hubieran intervenido fuerzas castrenses o policiales. ¿Para qué sirven los servicios de «inteligencia»? ¿A qué se dedican los observadores, halcones, palomas, orejas, mirones, chivatos, que por centenares tienen a su servicio el gobierno federal y el capitalino?

Es probable que los gobernantes de ambos niveles sí tengan informaciones que no quieran integrar en una versión concreta y pública. Pero es inadmisible que no se explique la naturaleza y propósitos del grupo agresor cuando el mismo rector ha expulsado de la UNAM a varios de sus probables integrantes. Por cierto, el doctor Enrique Graue se equivoca al dar a conocer los nombres de los alumnos sancionados, ya que éstos se encuentran bajo presunción de inocencia, tienen recurso para apelar la expulsión y no deberían ser estigmatizados. La Universidad debe ser la primera en respetar derechos por más que su rector tenga prisa de enviar un mensaje de severidad o algo por el estilo. No se pueden defender derechos de unos violando los de otros.

Aquí lo que importa no son los nombres de los expulsados, sino el conocimiento del entramado organizativo de los represores, sus actividades y propósitos. Tenemos derecho a saberlo todo al respecto. Luego, el Ministerio Público tendría que hacer su trabajo en relación con las personas.

Tampoco se ha explicado porqué en el momento de la agresión en la Torre de Rectoría, ninguna autoridad hizo algo para repelerla. ¿Cualquier cosa puede ocurrir bajo las barbas del rector sin que existan vigilantes o personal de resguardo y vigilancia para intervenir o, tal vez, llamar a algún cuerpo policial? Lo más que hicieron fue solicitar servicios médicos de urgencia. Esta realidad no se va a superar con la sola «suspensión» del encargado de la vigilancia de la UNAM sin dar las explicaciones del caso.

La autonomía universitaria obliga a la autoridad a llamar a la fuerza pública cuando estudiantes o profesores están siendo agredidos o reprimidos en una situación en la que el resguardo interno se muestra impotente, tal como ocurrió el pasado 3 de septiembre.

Lo que está sucediendo, con la entusiasta participación de la prensa, es una lluvia de especulaciones frente a las cuales ambos gobiernos guardan silencio porque decir algo concreto les obligaría a contarnos una historia que tal vez no desean que se conozcan o porque, de plano, la desconocen. En ambos casos estaríamos frente a autoridades incompetentes, ya fuera por acción o por omisión.

En este marco, está surgiendo lo que podría llegar a ser un movimiento estudiantil reivindicativo sobre el tema de la inseguridad y algunos otros puntos de carácter académico-administrativo, cuya atención ha estado postergada por demasiado tiempo.

La Universidad acusa un retraso en materia de democracia. Mientras en el país se han producido cambios, aunque a tropezones, el sistema de gobierno universitario sigue igual que hace 73 años. La democracia ha sido negada con el argumento de que la derecha es mayoritaria, pero, ¿y eso qué?

Por lo pronto, no sería menos importante que el estudiantado y los académicos exigieran al gobierno federal y al capitalino sendos informes, deber elemental de toda autoridad.