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Autonomía universitaria, al día de hoy

La autonomía universitaria surgió en 1918 en Córdoba, Argentina, como producto de una lucha democrática de los estudiantes que buscaban formar parte del gobierno de su institución. En 1929 la Universidad Nacional de México se confrontó con el gobierno que le quería imponer hasta la manera de caminar. Derechas liberales e izquierdas liberales, unidas, se encararon con el gobierno y obtuvieron la victoria gracias a la persistencia de la huelga de los estudiantes. En 1932 se expidió una ley de autonomía.

La Universidad se hizo autónoma y democrática, pero su democracia fue víctima del comercio y de la corrupción. Derechas e izquierdas no pudieron lograr un campo común democrático en su histórica confrontación y arrojaron una crisis de gobierno interior. Si los votos se compraban en el Consejo Universitario era porque estaban a la venta. En medio de la crisis, se produjo la intervención del Estado, se acabó una democracia ingobernable y se impuso el autoritarismo funcional. Ese es el sistema que persiste desde 1945.

Cada universidad pública del país tuvo una historia semejante. Durante los años setenta del siglo XX, algunas universidades lograron la democracia paritaria entre estudiantes y profesores, la cual siempre fue criticada, hasta el momento en que la derribó la corrupción de mafias emergentes. Otras instituciones siguieron bajo la égida de la derecha tradicional, tipo Yunque. Otras más, continuaron bajo el esquema de mafias priistas, aunque, después, algunas sin PRI. Todas ellas son autónomas y se reúnen, para defender su propio estatus, en la ANUIES, gran interlocutor del sistema universitario nacional.

El común denominador de dicho sistema es que la democracia no aparece por ninguna parte. Algunas de esas universidades fueron precursoras de la democracia mexicana en 1968 y años posteriores. Todas ellas han quedado atrás del país al que defendieron y representaron en materia de democracia.

Existe en casi todas las universidades públicas un pacto interno, no democrático y, en consecuencia, de carácter más o menos mafioso, gracias al cual la institución funciona, pero carece de grandes propósitos. Ninguna de esas universidades ha sido en los últimos 30 años la sede de un programa de reforma de la educación superior, como antes lo habían sido varias de ellas gracias al impulso de la izquierda.

En verdad, el neoliberalismo fue una derrota casi de palmo a palmo, la cual se advierte también en las universidades públicas de México. Pero es tan contradictorio ese proceso que no puede ignorarse que la UNAM fue la cuna del movimiento anti neoliberal universitario más importante y exitoso: la huelga de 1987 contra las colegiaturas y de la posterior huelga de 1999, que también fue victoriosa, aunque la rompió la policía, pues ya había triunfado antes de su quebradura, un año después de su inicio.

México tiene en la UNAM del siglo XX tres momentos políticos estelares de la mayor trascendencia nacional. 1929: la autonomía como libertad y gobierno democrático propio. 1968: inicio de las libertades democráticas, junto con el IPN y muchas universidades públicas y privadas. 1988 y 1999: derrota del plan neoliberal de organización de la educación superior.

Hay una lista de universidades y escuelas superiores que lograron en algún momento su democratización, pero que fueron sometidas, poco a poco, por parte de grupos priistas y panistas de franca derecha.

La UNAM no fue democrática bajo la actual ley que data de 1945, la más antigua del país, pero varias de sus facultades lograron, durante periodos, el cogobierno extralegal de estudiantes y profesores. Las reformas educativas más importantes y trascendentes fueron promovidas por las izquierdas, cuando estas tomaron poder de decisión bajo métodos democráticos y gracias a ellos.

Las derechas carecen de un proyecto de reforma universitaria porque en realidad no tienen convocatoria de cambios sociales sino sólo de conservación de viejos privilegios. Pero, en tal situación, sobrevino el neoliberalismo como plaga mundial y llevó a las universidades a funcionar como empresas comerciales valedoras del sistema de que todo debe estar sometido a la relación mercantil directa. Ya no era la derecha católica reaccionaria, añorante del siglo XVIII colonial, o el liberalismo decimonónico, como tampoco el estatismo autoritario post revolucionario, sino el poder de las grandes empresas y de las estructuras monopólicas financieras que se relanzaron, luego de la última guerra, sobre la mayor parte del mundo. El neoliberalismo es el programa del capital financiero contra el Estado social de los países capitalistas. Luego, con la caída de la URSS y países socialistas incorporados, los neoliberales se quedaron prácticamente solos, hasta que vino la segunda ola del Estado social, la cual sigue su curso a través de fuertes contradicciones y duras luchas políticas, no sólo en América Latina, África y Asia, sino también en Europa, sin excluir a Estados Unidos. Vivimos un momento de gran intento de cambio mundial.

Es natural que las universidades mexicanas, como las de gran parte del mundo, hayan estado inmersas en esas luchas. Durante más de 30 años, las izquierdas pagaron todos los platos rotos del neoliberalismo galopante. También lo hizo la educación superior, cuya gratuidad fue eliminada de la Constitución bajo la presidencia de Ernesto Zedillo, repuesta hace apenas unos meses por la 4T.

La inmensa mayoría de las universidades públicas del país se “derechizaron”. Claro, excepto las que ya eran francamente de derecha. Todas ellas son “plurales” o “pluralistas”, pero eso no quita su tendencia dominante.

Algo muy feo de este proceso es que grupos universitarios de izquierda llegaron algún día a la conclusión de que el neoliberalismo (formar una oligarquía de ricos financieros y desmantelar el Estado social) era mejor que vivir para siempre en la crisis del viejo estatismo que no había podido resolver ningún problema social de fondo.

Algunos de esos intelectuales de izquierda suponen que criticar a la universidad pública mexicana, por haber abrazado el proyecto neoliberal, es un atentado a la autonomía universitaria. Uno de ellos, ex miembro de la Junta de Gobierno de la UNAM, Rolando Cordera, en lanzamiento demencial, ha escrito que hemos de volver a la gesta de la defensa de la Universidad como en 1968.

El ejercicio de la autonomía universitaria depende del grado de democracia interna en las instituciones autónomas. De nada sirve un gobierno propio (“gobernarse a sí mismas”, dice la fracción VII del artículo 3º de la Constitución) si no se ejerce de conformidad con otros principios constitucionales de carácter democrático, la igualdad política y el derecho de elegir y, también, de decidir. La democracia concursal, formalista, es de por sí deficiente y se presta, como se ha visto, a grandes manipulaciones del poder del dinero, pero ni siquiera esa existe en el sistema público mexicano de educación superior.

La reforma universitaria nacional ha de ser pronto un movimiento para ubicar a la educación superior a la altura de la sociedad, en específico, del pueblo mexicano, el cual recién ha logrado lo que otros hicieron muchas veces a través de la historia: enseñar a sus propios profesores.

Retorno a las aulas

Bajo el temor pandémico en el que vive la sociedad, casi todo asunto se hace más complicado. Entender, por ejemplo, que no es la misma situación un aumento de contagios en el momento actual que en las dos anteriores ocasiones. El punto, claro, se entiende mediante un análisis epidemiológico, el cual no está al alcance de todos, sin que las autoridades hayan puesto un empeño mayor en divulgar la información.

En cuanto al retorno a las aulas, el error original fue aquella temprana declaración del entonces secretario de Educación Pública, Esteban Moctezuma, de que el regreso a clases sería a partir de que el semáforo estuviera en verde. Como el ahora embajador no era experto, de seguro había sido aconsejado por algunos epidemiólogos, a quienes, no obstante su sapiencia, les era imposible advertir la evolución ulterior del comportamiento de la enfermedad.

Casi todo el mundo está en las aulas mientras en México existe una fuerte discusión, justo en el momento en que la vacunación avanza a un paso que pocos previeron y casi nadie creyó.

Lo que más llama la atención es que una parte de la dirigencia sindical de los profesores de educación básica, específicamente la CNTE, y no pocas autoridades universitarias, insisten en que el riesgo sería mayúsculo, por lo cual no debe haber retorno de momento.

Al respecto de aquella parte del liderazgo de los maestros de educación básica, habría que lamentar el enfoque que se maneja, pues parece más bien de carácter gremialista que educativo. Mucho menos se tiene un análisis del momento de la epidemia ni se toma en cuenta que el gobierno logró la vacunación de los profesores. Se habla de que “no hay condiciones”.

En cuanto a ciertas autoridades universitarias, lo más que se ha logrado es oírlas hablar de un retorno gradual a las aulas y laboratorios. La gradualidad se hará con base en lo mismo, es decir, en el criterio rectoral.

Quizá el miedo a la Covid-19 y la falta de confianza en la autoridad sanitaria sean factores relevantes, aunque no deberían descartarse otros motivos.

El manejo de los números estadísticos, sin análisis ni prospectiva, siempre lleva al oscurecimiento del fenómeno del que se quiere hablar. Esto ha ocurrido en muchos países y México está en esa lista. No es lo mismo 30 mil contagios diarios en un país de más de cien millones cuando la mitad de los adultos están vacunados que cuando no había vacunas, por ejemplo.

Mientras el gobierno mexicano trata de convencer que lo aconsejable es retornar cuanto antes a clases, en condiciones de mucho menor riesgo que en cualquier otro momento de la pandemia, en otros muchos países están regresando de vacaciones a las aulas y los europeos debaten sobre otra cosa: el uso del pasaporte sanitario para viajar y entrar a ciertos lugares de recreación, ante lo cual no se han hecho esperar varias airadas protestas.

Por su parte, la Organización Mundial de la Salud, que va a salir de la pandemia en su peor nivel de reconocimiento y respeto, acusa a varios gobiernos de ser permisivos y, de esa manera, provocar el aumento de los contagios.

El problema de las aulas escolares es de todas formas muy singular. Se trata también de los muchos meses en que los niños, niñas y jóvenes no han tenido una relación cercana con su comunidad escolar, ni se han podido abordar con soltura los temas académicos y los demás que son propios de los recintos educativos, incluyendo la recreación.

La humanidad no parece estar en situación de vivir como en naves espaciales. El gregarismo sigue siendo fuerte a pesar de los tres siglos de individualismo burgués, el cual no va mucho más allá de ciertas familias muy bien educadas, pero de otra forma. En las ciudades hay niños y niñas que han estado algo solos durante muchos meses, quizá cerca de sus padres, pero lejos de personas como ellos y ellas. Es lamentable que haya profesores con tan marcado sentido gremialista que no toquen este aspecto, que debería ser, por lo demás, su principal tema de momento. La escuela no se compone tan sólo de la comunicación entre profesores y alumnado, sino marcadamente entre los y las estudiantes entre sí.

Entretanto, la derecha está callada. Como en tantos otros temas, carece de un punto de vista. No se reúne a discutir asuntos del país sino sólo para mantener el “bloque de contención”. Si se les pregunta sobre algún asunto, esos reactivos dirigentes políticos responden en su mayoría con ataques al gobierno cuando no con insultos, evasivas en realidad. Por otro lado, pocos medios formales de comunicación editorializan sobre el tan importante tema del retorno al aula.

No habría medio de obligar a padres de familia a enviar a sus hijos a la escuela en situación de pandemia. Eso se sabe de sobra. Mas quizá no sólo sería bueno preguntar al respecto a los mayores sino también al alumnado. Por lo pronto, hay que abrir las escuelas y observar las respuestas de la sociedad, especialmente de los niños, niñas y jóvenes.

Derechos Humanos en la Constitución

INTERVENCIÓN DEL DIP. PABLO GÓMEZ EN LA MESA DE DIÁLOGO “REFLEXIONES A DIEZ AÑOS DE LAS REFORMAS CONSTITUCIONALES EN MATERIA DE AMPARO Y DERECHOS HUMANOS”

10 de junio de 2021.

El coloquio sobre la génesis del actual texto constitucional relativo a los derechos humanos, al que hemos sido convocados por la Cámara, se realiza el día del 50 aniversario de la masacre del 10 de junio de 1971. La coincidencia obliga a ligar este hecho violatorio de los derechos humanos con la efeméride a examen porque es el mismo tema.

La matanza del “Jueves de Corpus” es uno de los actos de violación de derechos humanos realizado en el espacio público y con el mayor cinismo por el régimen represivo del priismo que azotó al país durante décadas. A través de esos años, el Estado mexicano fue un violador persistente de los derechos humanos con múltiples atentados en diversos espacios, miles de víctimas mortales, presos políticos, desaparecidos y perseguidos. En aquel estado de permanente violación de derechos, las masacres fueron muy relevantes no obstante la normalización del régimen represivo impuesta por la fuerza, la amenaza, el miedo y la impotencia. Sigue entre nosotros la impronta de las matanzas públicas dejada en la conciencia nacional.

El jueves 10 de junio de 1971, el presidente de la República y el jefe del gobierno de la ciudad decidieron enviar a las calles a su propio grupo parapolicial, denominado “los halcones”, con el propósito de matar, lesionar y detener estudiantes. Cuando los gobernantes ordenan asesinar personas cometen un delito gravísimo y, al mismo tiempo, ubican al Estado en la situación de violación extrema de los derechos humanos.

A la luz de los conceptos constitucionales anteriores a la reforma del artículo 1º  de la Constitución del año de 2011 y del código penal de entonces, así como de los tratados firmados por México, quienes ordenaron y ejecutaron la matanza, como todas las demás llevadas a cabo bajo el mismo esquema del poder priista, debieron ser enjuiciados. Sin embargo, el juicio abierto al entonces presidente Luis Echeverría, muchos años después, fue cancelado al declararse que el homicidio había prescrito.

Pregunto. ¿Comete simplemente el delito de homicidio quien ordena desde el poder una matanza contra un grupo de la sociedad? En ningún tribunal independiente y decente del mundo se hubiera admitido esa especie. Más de 30 años después de la Matanza del Jueves de Corpus, el Poder Judicial de la Federación volvía por el camino de la violación de los derechos humanos involucrando de nueva cuenta al Estado mexicano. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos, por su lado, nunca se ha pronunciado frente a la denuncia presentada contra esas violaciones. Ha ocurrido lo mismo que en otras masacres del régimen priista, como la del 2 de octubre de 1968: negativa a la acción judicial y total impunidad.

Cuando se redactó en el Senado el segundo párrafo del actual artículo 1º de la Constitución, aquellas matanzas estaban en el recuerdo de al menos algunos senadores y senadoras, pero no sólo, sino también las largas décadas de negación de libertades y derechos que siempre habían formado parte de la Constitución o que se encontraban en los tratados suscritos por México, todo lo cual ya integraba el sistema de derechos humanos. Nada de eso fue respetado bajo los gobiernos del PRI, los cuales fueron interrumpidos desde el año 2000 hasta el 2012, pero tampoco estuvo claro que en la nueva situación política nacional tuvieran vigencia plena los tan invocados derechos humanos.

El contenido de ese segundo párrafo del artículo 1º constitucional, cuya aprobación y puesta en vigencia ha sido considerado histórico, fue necesario porque en el Estado mexicano no se respetaban por lo regular los derechos humanos, al grado de ignorar el alcance de las normas y la obligatoriedad de los tratados internacionales, al tiempo que se prefería el interés del Estado por encima de la debida protección de las personas.

Las normas relativas a los derechos humanos se interpretarán de conformidad con esta Constitución y con los tratados internacionales de la materia favoreciendo en todo tiempo a las personas la protección más amplia.

Se produjo entonces un debate soterrado pero que se quería utilizar como medio para detener el nuevo texto. Juristas y legisladores conservadores opinaban que era inaceptable ubicar en el mismo plano a la Carta Magna y los tratados, debido a que eso llevaba a admitir también las derivaciones de estos últimos. El origen diverso de los textos constitucionales y de los tratados era también un argumento. Por parte de los adversarios, se dejaba de lado que la reforma hablaba de los tratados internacionales de la materia de derechos humanos y no de todo instrumento, y que, además, para ser aprobados por el Senado, deben ser congruentes con la Carta Magna mexicana.

El principio de progresividad de los derechos humanos, incorporado en el siguiente párrafo, el tercero, es también una clave, ya que, al suscribir México nuevos tratados en la materia, se puede lograr que los derechos humanos se amplíen y se mejoren sus garantías, sin necesidad de realizar a cada paso una reforma constitucional.

En realidad, mucho de lo que dice la Constitución saldría sobrando si en México hubiera habido un Estado democrático de derecho. Pero no lo hubo. Así que debía ser incluido todo lo posible, aunque fuera obvio, como eso de que toda autoridad tiene obligación de promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos, claro que “en el ámbito de sus competencias”.

Se agrega en el párrafo tercero: “En consecuencia, el Estado deberá prevenir, investigar, sancionar y reparar las violaciones a los derechos humanos en los términos que establezca la ley”. ¿Por qué este párrafo? Es que ordena que se haga lo que no se había hecho, debiéndose hacer. Al incluir lo de reparar, sí se agregaba un concepto que, aunque no era del todo nuevo, quedaba incorporado ya al bloque de derechos humanos directamente.

La impronta del régimen priista ha sido tan profunda en el México de la segunda mitad del siglo XX e, incluso, hasta nuestros días, que hay que repasar las líneas una y otra vez. La arbitrariedad es prima hermana de la corrupción y, con ambas, el Estado de derecho no puede funcionar. Al menos, así fue en México.

Volver por tercera vez al tema de la discriminación en el siglo XXI era algo como para pensar de nuevo sobre lo que había sido el país. Pero se tuvo que reescribir el último párrafo del artículo 1º, aunque se sostenía que desde el siglo anterior había quedado prohibida toda discriminación. La homofobia supuestamente no existía para el Estado, pero a algunos miembros del PAN no les gustó, en esa tercera vuelta de 2011, que a la palabra “preferencias”, como posible motivo de discriminación prohibida, se le agregara la de “sexuales”, para dar concreción y exactitud al texto anterior que dejaba el tema vago. Ahora, habría que sustituir “preferencias” por “orientaciones” para dar a la expresión un completo significado.

Durante muchas décadas, en México siempre estuvieron en vilo toda libertad y todo derecho, así como sus respectivas garantías. La menos atropellada era la libertad de comercio. Fuera de ésta, que a veces no se podía tampoco hacer valer, las demás eran “relativas”, al extremo de que podían o no ser respetadas por el Estado. Existía, si acaso, una democracia de mercaderes, cuyas huellas están aún entre nosotros. Peor situación existía en el campo de los derechos humanos propiamente dichos.

Esto me lleva a cerrar este comentario sobre la reforma de 2011 con el punto con el que arranqué. ¿Por qué Luis Echeverría y Alfonso Martínez Domínguez hubieron de ordenar a los halcones que dispararan contra los estudiantes aquel trágico 10 de junio, hace 50 años exactamente? La represión contra el movimiento de 1968 era un dato constante en aquellos días. Los estudiantes buscaban reivindicar su libertad de manifestación y protesta. El gobierno estaba decidido a impedir la marcha de los jóvenes y tenía a los halcones como cuerpo no uniformado que podía infiltrarse para provocar o reprimir. Sin duda alguna, Luis Echeverría y Alfonso Martínez Domínguez urdieron personalmente un plan para disfrazar la represión violenta y sangrienta como enfrentamiento entre estudiantes que supuestamente rivalizaban. Así lo declaró el regente de la ciudad a los periodistas, quienes, sin embargo, no le creyeron una palabra porque habían atestiguado otra cosa por completo diferente. El propósito político de fondo era decretar por vía de hechos que el derecho de manifestación seguía cancelado en México bajo posible pena de ejecución extrajudicial. Punto.

No fue la intervención de autoridad alguna desde donde se hizo posible voltear de cabeza la versión del gobierno, sino mediante el testimonio de varios reporteros. Además, había fotos y películas. El regente fue removido y, poco después, el PRI le colocó como gobernador del estado de Nuevo León, de seguro en agradecimiento por los servicios prestados en el mantenimiento del régimen represivo y antidemocrático del priismo nacional, contrario a los derechos humanos.

La historia del texto vigente del artículo 1º de la Constitución es una historia de sangre, represión, persecución, desapariciones forzadas, prisión política y, al mismo tiempo, de luchas sucesivas contra el oprobioso sistema priista. 50 años después de aquel 10 de junio, el PRI sigue sin hacer la crítica, mucho menos ha pedido perdón, por las represiones del siglo XX, ni por aquellas de ya entrado el XXI, realizadas desde sus sucesivos gobiernos federales y locales. Esto dice mucho, pero no sólo en cuanto a la siempre inexistente autoridad moral de esa corriente política, sino respecto de su presente.

Ley de educación superior: el cadáver político de Zedillo

El proyecto de ley de educación superior es un intento de resurrección del cadáver político de Ernesto Zedillo. Bajo un neoliberalismo muy poco disimulado, se nos anuncia que se quiere que todo siga más o menos igual que antes y se detengan los cambios.

El derecho a la educación superior es universal. Se requiere, claro está, cubrir los ciclos educativos anteriores, los cuales también son derechos sociales. Sin embargo, el proyecto de ley enviado por el Senado a la Cámara de Diputados agrega otra cosa como condición de acceso: “que (se) cumpla con los requisitos que establezcan las instituciones de educación superior” (Art. 4). Aquí se cae todo.

Ernesto Zedillo mandó reformar la Carta Magna para que el Estado no tuviera que “impartir” educación superior, sino sólo “promoverla y atenderla”, con lo cual este tipo educativo ya no era un derecho que debiera garantizarse. Esto fue derogado por la reforma constitucional del 15 de mayo de 2019 que señala que la obligatoriedad de la educación superior corresponde al Estado, el cual debe brindar los medios de acceso a quienes reúnan los requisitos que, a todo análisis, consisten en contar con los certificados de estudios del ciclo anterior.

Según el proyecto de ley, el nuevo derecho ya no será un derecho propiamente dicho sino algo condicionado a unos requisitos impuestos por las “instituciones”, pero ni siquiera las autónomas solamente sino todas ellas. Es de seguro el examen de admisión y, quizá también, la procedencia, residencia o aspirantura de carrera, como ya lo hemos vivido. Según el proyecto de marras, tales “instituciones” determinarán por sí y ante sí el alcance de un derecho que, pensábamos, ya había sido proclamado como universal en cumplimiento de un compromiso de la 4T.

Se sabe de sobra que los exámenes de admisión siempre fueron filtros para dejar fuera a miles de estudiantes. No son parte de un sistema para conocer y mejorar la educación. Si todos los aspirantes aprobaran el examen con calificación de 10, el número de rechazados sería el mismo. Ahora, se quiere hacer de ese examen la condición legal para el ejercicio del nuevo derecho constitucional, el cual dejaría de serlo por mandato de una legislación secundaria. Es como un robo: tengo algo en la Constitución y me lo quitas en ley derivada. Eso no es algo nuevo en la historia mexicana, pero lo que se busca en concreto es mantener todo igual para impedir que lo nuevo pueda culminar.

La selección de estudiantes para la educación superior ha sido un fuerte mecanismo de clase porque en México vivimos una sociedad profundamente estratificada, lo que, precisamente, hay que reformar. Tal es el sentido, entre otros, del derecho a la educación superior.

Toda educación pública ha de ser gratuita. Por esto, Ernesto Zedillo descontó el nivel superior de aquella “impartida” por el Estado. Las colegiaturas que, sin embargo, ya existían, se buscaba elevarlas y hacerlas parte relevante y creciente del financiamiento de la educación.

En 1986-87 un poderoso movimiento estudiantil aplastó la pretensión de De la Madrid-Carpizo de aumentar las cuotas. Varios años más tarde, otra huelga universitaria que duró un año (1999-2000) hizo posible el repliegue de los neoliberales (Zedillo y compañía), pero se siguieron cobrando colegiaturas en las universidades públicas. Hoy, la Constitución tiene prohibidas las colegiaturas y es preciso resolver el problema definitivamente.

El proyecto de ley de educación superior no brinda un curso cierto para el logro de ese compromiso. Las instituciones públicas de los estados, en especial las autónomas, pretenden que todo se recargue en nuevas autorizaciones presupuestales federales, que son necesarias, pero sin rebajar sus actuales gastos prescindibles y onerosos. Más de la mitad del dinero procedente de cobros por inscripción y colegiatura es recaudada por las universidades estatales, a la vez que la Federación les aporta en promedio el 70% de su subsidio, pero no quieren hacer el menor esfuerzo en favor de la gratuidad. Así han redactado el proyecto de ley.

El llamado fondo de gratuidad de la Cámara de Diputados no puede ser sólo un aumento de subsidio sin propósito muy concreto, como lo pretende el proyecto. Eliminar las cuotas estudiantiles debe incluir un serio esfuerzo de austeridad burocrática por parte de quienes las cobran.

Casi todo el proyecto de ley de educación superior ha sido redactado dentro de la ANUIES y refleja, por tanto, la visión que tienen las dominantes burocracias institucionales.

En el texto del proyecto no se encuentra la palabra democracia, los estudiantes son inexistentes, los profesores son una vaga referencia. La educación superior y las escuelas no son aquello de lo que se habla en el proyecto de ley. Se trata de un texto redactado por las autoridades para ellas mismas.

En el Consejo Nacional para la Coordinación de la Educación Superior que se quiere crear hay 107 autoridades, pero sólo nueve estudiantes y nueve profesores, supuestamente representantes de la totalidad de instituciones educativas públicas y privadas, que serían designados por el mismo consejo. Además, éste podría funcionar legalmente –se dice claro– sin la presencia de un solo estudiante, de un solo profesor. Es la plutocracia de las autoridades y la ausencia de todo concepto de representación.

En el proyecto de ley no se trata sólo de suprimir la palabra sino de eliminar el concepto de democracia. Se pretende, así, que en la nueva legislación no existan elementos republicanos, como si viviéramos bajo una dictadura de jure.

Además, el nuevo consejo nacional, que se pretende instalar aun sin estudiantes ni profesores, no es en realidad un órgano colegiado porque carece de toda capacidad para emitir resoluciones vinculantes. ¿Para qué construir una instancia más como lugar sólo para hablar y escuchar, si acaso?

Quizá por esto mismo ha resurgido en el proyecto la “evaluación”, reducida en el nuevo texto constitucional a ser instrumento diagnóstico de un sistema de mejoramiento educativo. Hoy, se plantea el fomento de “la cultura de la evaluación y acreditación” (Art. 48), que buscaban por varios métodos los neoliberales en la reforma educativa de Enrique Peña Nieto. El liberalismo ha impulsado siempre la competencia entre estudiantes, profesores e instituciones de educación, pero en México no habíamos oído hablar tan claramente de toda una “cultura de la evaluación educativa”.

Como es característica de todo planteamiento de derecha, el proyecto de ley de educación superior no confiere derechos de participación de estudiantes y profesores para intervenir en la determinación de las condiciones de su propia labor. Nunca se dice qué abarca el ser estudiante y el ser profesor, qué funciones desempeñan unos y otros, qué deberes, qué derechos. Nada. En el proyecto de ley, alumnos y maestros no existen más que a través de muy escasas referencias desafortunadas o confusas. En especial, los alumnos son elementos absolutamente pasivos y los maestros son simples subordinados. Se pretende expedir una ley de educación superior, pero sin proceso educativo, sin personas que se relacionan y actúan juntas, sino sólo para regular relaciones formalistas entre las burocracias dominantes.

Ya en el ámbito de lo absurdo, el proyecto busca impedir que los órganos legislativos admitan iniciativas o expidan reformas a la ley de cualquier universidad sin contar con una previa “respuesta explícita de su máximo órgano de gobierno”. Pero el Congreso de la Unión carece, por una parte, de facultades para regir los procedimientos internos de los poderes legislativos de las entidades federativas y, por la otra, para negar el derecho constitucional de los legisladores y del Ejecutivo a presentar iniciativas de ley. Esta inaudita pretensión tiene el propósito de mantener viejas y caducas estructuras de las universidades, bajo la bandera de la defensa de la autonomía. Por desgracia, esa misma autonomía se confunde hoy día con algo por completo separado o de plano contrario a la democracia universitaria, sin la cual no puede cristalizarse aquella “capacidad y responsabilidad de gobernarse a sí mismas”, de la que habla la fracción VII del artículo 3º  de la Constitución en referencia a las universidades autónomas.

El proyecto de ley de educación superior se ha presentado como una obra de amplio consenso y trabajo participativo. Pero a su redacción no fueron convidados los críticos de la actual educación superior, cuya organicidad es obsoleta. Nomás estuvo presente la derecha. Es entendible que se produjera un gran acuerdo.

Los movimientos estudiantiles anteriores y posteriores a la gran lucha de 1968 por la democracia política en todo el país buscaban una educación democrática, popular y científica. Hubo mucha represión, es cierto, pero también se lograron resonantes victorias. Universidades y escuelas democratizadas en las que alumbró una nueva educación con base en la ciencia y el examen crítico de la realidad. Fueron periodos en los que en muchos lugares estudiantes y profesores decidían objeto, contenido y métodos de los procesos educativos, con libertad y en pie de igualdad. Hoy vivimos la burocratización, el elitismo, los privilegios de autoridades y un profundo repliegue de la participación democrática de estudiantes y profesores.

Una nueva legislación no sería suficiente para superar este deplorable estado, pero no es aceptable expedir una norma, dejando todo igual o peor, sólo para cubrir un requerimiento. Pronto podríamos volver sobre el tema. Lo más importante en estos días es que no se apruebe una ley neoliberal en plena 4T porque sería una concesión innecesaria e inicua.

Que no se escarbe en tierra infértil para sacar el cadáver político de Ernesto Zedillo, de sus ideólogos y corifeos neoliberales.

Que no sea “… demasiado tarde”

Las versiones del poema de Bertolt Brecht (o de Martin Neimöller) terminan en una desolación: “ahora vienen por mí, pero ya es demasiado tarde”. La censura, como toda persecución, es cosa de que se inicie para que luego pueda hacerse normal.

Twitter y Facebook suspendieron las cuentas del tal Donald Trump y eliminaron sus mensajes en las pantallas de millones de personas a partir del día del asalto al Capitolio. ¿Esto merece aplauso de parte de los adversarios del entonces presidente de Estados Unidos? ¿Es válido cancelar textos horrorosos bajo la aplicación del más simple criterio propio de los dueños de las empresas comunicadoras?

Han sido cuentas y frases de Trump las censuradas, pero podrían ser de otro. La amenaza culmina, como nos dice el poema, en que, si antes nada hiciste, ya llegaron por ti.

La Constitución mexicana (Art. 7) prescribe la neutralidad de la red internacional como parte de los medios a través de los cuales se realiza la libertad de difusión de opiniones, información e ideas, declarada como inviolable. La Carta Magna de México dice más: “No se puede restrigir este derecho por vías o medios indirectos, tales como el abuso de controles oficiales o particulares, de papel para periódicos, de frecuencias radioeléctricas o de enseres y aparatos usados en la difusión de información por cualesquiera otros medios y tecnologías de la información y comunicación encaminados a impedir la transmisión y circulación de ideas y opiniones”.

“Ninguna ley ni autoridad puede establecer la previa censura ni coartar la libertad de difusión”, sigue diciendo la Carta Fundamental mexicana. Los límites que pueden fijar a la libertad de difusión de opiniones, informaciones e ideas, siempre tendrían que incluirse en la ley y aplicarse por autoridad competente en el marco de otros derechos humanos.

Lo que han hecho las empresas que operan varias redes sociales, especialmente Facebook y Twitter, es lo contrario a lo que prescribe la Constitución de México, para no hablar de las leyes de otros muchos países que tampoco tienen autorizados los bloqueos arbitrarios, Estados Unidos incluido.

Cancelaron en la cuenta de una persona sus mensajes y luego suspendieron la misma. Simultáneamente, impidieron que otros y otras pudieran conocer lo que expresaba el sujeto bloqueado. La libertad consiste en emitir y poder recibir mensajes. El que hubiera sido Donald Trump es relevante, pero no determinante en el significado del hecho, puesto que se trataba de la difusión de ideas e informaciones. Todo esto no sólo abarcó a EU sino al resto del mundo interconectado en el que vivimos.

En el momento en que la autoridad de algún país restringe a Twitter, Facebook (incluido Whatsapp), Telegram u otra red en la difusión de informaciones que denuncian al gobierno, tales empresas censuradas manifiestan su inconformidad, crean un conflicto político y en su auxilio concurren otros gobiernos y hasta la ONU.

Cuando esas empresas por sí mismas censuran y cancelan cuentas mediante las cuales se difunden ideas e informaciones, no pocos gobiernos y la ONU callan porque se trata, quizá, de la libertad de comercio, de las condiciones contractuales impuestas para la prestación de los servicios de comunicación.

Sin embargo, las empresas, las que sean, no emiten leyes sino regulaciones comerciales contractuales que no pueden estar por encima del derecho humano de libre difusión de opiniones, información e ideas. Este criterio es una herencia de algunos olvidados liberales decimonónicos, el cual consiste en que es inválido aceptar la renuncia del derecho propio y que todo acto tendiente a tal propósito es ilegal y nulo de plano. Ningún contrato civil, escrito o hablado, tiene validez si abarca la excepción de derechos y libertades.

La humanidad no puede ahora depositar en unas poderosas empresas de la comunicación mundial la “inviolable libertad de difundir opiniones, información e ideas a través de cualquier medio”.

El carácter golpista que asumieron los actos del presidente de Estados Unidos el día de la toma del Capitolio no altera la validez de este principio, el cual ya es parte de los derechos humanos. Pero, además, los mayores censores suelen ser, entre otros, los fascistas, como lo son esos partidarios de Trump que buscaban impedir que el Congreso certificara la elección de Joe Biden, quien, por cierto, censuró a los asaltantes pero calló frente a Facebook y Twitter, porque los vio, quizá, como aliados, pero que cualquier día, no obstante, le podrían cancelar sus cuentas en las redes sociales.

Dar consentimiento al acto de censurar arbitrariamente, sin procedimiento ni autoridad, aunque sea tácito, admite que la misma censura pueda ser aplicada contra el aquiescente.

En el caso preciso de Donald Trump, la autoridad legítima ya ha tomado en sus manos el asunto. El aún presidente es un impeached (acusado) por segunda vez y el Senado estadunidense dictará sentencia, antes o después de la terminación de su mandato.

Pero el corte digital contra Trump también tiene otro fondo. Si en las redes se puede censurar opiniones e informaciones, entonces volvemos al esquema del imperio de los grandes medios convencionales. Dicho de otra manera, serán lo mismo Twitter y Facebook que los viejos periódicos y cadenas de radiodifusión. Es el monopolio de la información, en el cual se apoyaron durante dos siglos los poderes despóticos y las democracias formalistas de las clases dominantes.

La vieja libertad de imprenta, en el marco de la prensa escrita o hablada, se constreñía principalmente a los dueños de los periódicos y a los concesionarios de las telecomunicaciones, quienes gozaban de capacidad de difusión. Carecía de esa libertad el resto de la gente que no les podía pagar a aquellos por sus servicios. Al mismo tiempo, en México todo ese andamiaje fue controlado por el gobierno mediante compras, amenazas y represalias. Perder la libertad en las redes sociales sería una regresión.

Esto lo hizo ver el presidente de un país: México. Otros, quizá por convenencia o hipocrecía, ignoraron ese mensaje o voltearon a ver para otro lado, sin descontar a aquellos que insinuaron soezmente que la protesta de López Obrador contra esas empresas de redes sociales sería una forma de apoyo a Donald Trump.

México tiene que emitir una ley que impida la supresión y la censura previa en las redes. Si hasta ahora no se ha expedido es porque se consideraba que sería suficiente el texto constitucional. Pero como no pocos conservadores se han quedado callados frente a la acción de Facebook y el arrogante mensaje de su principal ejecutivo, entonces ya se ve que es necesario legislar y, además, convocar a todas las naciones a impedir las dos cosas: el imperio de las empresas privadas y la acción restrictiva y arbitraria de las autoridades, ya que unas y otras, juntas o separadas, son quienes poseen hoy en día capacidad de coartar la libertad en materia de difusión de opiniones, información e ideas.

Ha sido Donald Trump el acallado, por lo que no era necesario inconformarse; mañana habrá otro cualquiera y tampoco será preciso elevar la voz; al final, quizá seamos muchos y ya no habrá tiempo de detener a los arrogantes administradores de la “inviolable libertad de difundir opiniones, información e ideas”, como la denomina la Constitución mexicana. ¿La historia tiene que repetirse?

¿Quiénes deben combatir la discriminación?

Quienes tienen el encargo de garantizar la igualdad de todos y todas y de que nadie sea discriminado son las autoridades del país. Todas. Eso dice la Constitución en su artículo primero.

Por exigencia de personas defensoras de derechos humanos, pero también como forma de descargar la responsabilidad de las autoridades en materia de igualdad, se creó el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred). La generalidad de los entes de gobierno se desentienden del punto porque dicen que ya existe una pequeña dependencia descentralizada que se encarga de todo. ¿Qué es todo?

La discriminación en México se expresa a cada paso y en todas partes. Es imposible que una sola oficina se encargue de prevenir y mucho menos de combatir ese fenómeno ancestral de la vida de México.

Cuando Gilberto Rincón Gallardo, fundador del Conapred, asumió el cargo, fue a la Cámara de Diputados a quejarse de que Vicente Fox y Santiago Creel no gestionaban el presupuesto que él consideraba mínimo. Los diputados no le dieron más que lo solicitado por el Ejecutivo. En realidad, el gasto para prevenir la discriminación pudiera ser tan grande como los presupuestos de las entidades públicas que ejercen funciones de autoridad, porque todas ellas son competentes de alguna manera en el tema.

Esto es algo muy diferente a las funciones de investigar y perseguir delitos que solo tiene a su cargo el Ministerio Público, aunque éste también debe garantizar la igualdad. Además, no se requiere tener facultades de imponer directamente sanciones administrativas como condición para prevenir la discriminación. Cualquier autoridad tiene la obligación de denunciar los actos que vayan en contra de la observancia de la ley, no sólo los delitos.

Ahora bien. Hay varias leyes en México contra la discriminación. En cada Estado, en los bandos y ordenanzas municipales, en la legislación federal. Hay también autoridades que pueden imponer sanciones, multar, clausurar, etcétera. El problema es que los gobiernos de todos los niveles no promueven el respeto a la igualdad y no combaten la discriminación.

Carece de sentido que haya un consejo central para combatir la discriminación porque siempre será inoperante en el mar de tratos desiguales, ofensas racistas, clasistas, sexistas, por edad, género, preferencias, aspecto, gustos, cultura, etcétera, etcétera. En realidad, ningún país con alta discriminación, como existen tantos en el mundo, puede resolver algo mediante el funcionamiento de una inocua oficina.

El problema no es el presupuesto asignado al Conapred. Decir eso es una exageración y carece de sentido práctico. En cambio, es correcto considerar que, dentro del gobierno federal, le corresponde a la Secretaría de Gobernación, directamente y no a través de una extraña figura desconcentrada, hacerse cargo de las responsabilidades de organizar la atención oficial de ese tan relevante asunto.

Lo que hoy tenemos es que la gente se queja ante el Conapred y el gobierno chifla en la loma y se hace el que la virgen le habla. En los hechos ha ocurrido lo que el gobierno de Fox creyó que sería mejor: una oficina donde llegaran las quejas mientras que el aparato público siguiera viviendo en el disimulo. El Conapred ha sido usado por los gobernantes para quitarse un problema de encima. Pero, además, ningún nivel de gobierno le hace caso al Conapred porque ninguno está en la lucha contra la discriminación, considerada como un terreno espinoso.

La discriminación es un tema de la sociedad pero especialmente del Estado porque éste tiene deberes constitucionales, en especial el de hacer valer los derechos humanos.

La atomización del Estado es una manera de crear compartimentos inoperantes, es la distribución de cargos sin perspectiva alguna. No debe haber un pequeño y arrumbado organismo especializado en asuntos de igualdad y no discriminación cuando estos abarcan tanto. Especialistas en el tema deben estar en todas las dependencias públicas. Lo que sí se requiere es una secretaría de Estado, así como las de carácter local y municipal, que sea autoridad en la materia y tenga el mandato expreso y directo de organizar a las demás entidades públicas para aplicar los programas conducentes a la lucha contra la discriminación.

Toda política pública debe tener un contenido de igualdad, tanto en su confección como en su aplicación. Todas las entidades deben contar con el correspondiente protocolo de comportamiento en esta materia. Ningún servidor público puede tener licencia para discriminar. Toda queja debe ser gestionada y asesorada debidamente.

Conapred no cuesta al Estado dinero. Lo que le cuesta mucho al país es la inoperancia del aparato estatal mexicano para contrarrestar y combatir la discriminación. Por ello, son inmensas las tareas legislativas y administrativas que al respecto deben emprenderse.

Hay que ubicar este debate en sus verdaderos términos. Por ahí se tiene que empezar.

Lucha política en tiempos de olas migratorias

El mayor tropiezo político que ha tenido el gobierno de Andrés Manuel López Obrador ha sido la emergencia de olas migratorias procedentes de América Central. El problema ya lo había encarado la anterior administración, pero sin que se llegara al borde de una ruptura económica de parte de la Casa Blanca.

De los temas principales planteados por Donald Trump, el gobierno de México aceptó recibir a solicitantes de asilo en trámite en Estados Unidos, lo que ya se había hecho desde poco antes, y la prohibición formal de que los migrantes fueran admitidos en México en condición de tránsito hacia el norte.

Al tiempo, las autoridades mexicanas han reforzado la aplicación de la ley que obliga a todo extranjero a solicitar alguna forma legal de internamiento.

Esta reciente tensión en las relaciones entre los dos países ha tenido dos nuevos elementos políticos muy relevantes: la presión de Washington mediante la amenaza de imponer ilegalmente aranceles hasta el 20% a «todas las importaciones» procedentes de México y la muy sonada movilización de la novísima Guardia Nacional hacia las dos fronteras.

La inseguridad prevaleciente en el territorio mexicano y las altas tarifas de las bandas delincuenciales propiciaron un esquema de caravanas. Pero no sólo eso, sino que otra causa ha sido la agudización de la violencia social y la pobreza en los tres países centroamericanos expulsores de emigrantes. El fenómeno migratorio centroamericano sólo es nuevo en su forma y cuantía. En consecuencia, también en su repercusión política.

La crisis motivada por las olas migratorias como expresión extrema de la migración, va a seguir presente con o sin ellas porque aquélla es un fenómeno social y, en tanto, seguirá siendo motivo de confrontación entre los gobiernos de EU y México.

Por su lado, a diferencia de Estados Unidos, México no puede asimilar con normalidad entre 500 mil y un millón de migrantes por año. Su infraestructura, economía y sociedad no están preparados para eso. Aunque sería imposible que tales números se mantuvieran mucho tiempo, en sólo cinco años se podría tener que acomodar a más de tres millones de personas.

Es acertado el planteamiento de López Obrador en el sentido de que es preciso encarar la migración centroamericana con empleo, mejor salario y crecimiento económico, mediante inversiones en cooperación internacional. Sin embargo, no puede haber respuesta económica de consecuencias inmediatas ante este fenómeno. Mientras se integra un plan de largo aliento, sólo puede haber política migratoria.

A pesar del acuerdo signado en Washington entre los gobiernos de México y Estados Unidos, siguen existiendo divergencias entre ambos. México elude declararse formalmente como «tercer país», por lo cual no quiere hacerse cargo de deportados desde el norte para regresarlos a sus respectivos países.

El otro punto significativo de la política mexicana tiene que ser la apertura hacia una emigración que no se aglomere en la frontera norte esperando una oportunidad de paso, sino que se arraigue, al menos de momento, en zonas donde sea posible obtener empleo y alojamiento.

En este contexto destaca el trato a los migrantes. De ninguna manera el gobierno de México debería admitir la erección de barreras policiales en el sur o en el norte. No se debe impedir que los migrantes ingresen al territorio nacional ni se debe bloquear que lo abandonen, como ha sido el sueño dorado de los gobiernos estadunidenses. Las deportaciones deben ser estrictamente las indispensables y legales.

En un marco de respeto a los derechos de las personas y a los principios constitucionales en materia de ingreso y salida del territorio, podrían darse pasos de carácter económico y social para afrontar la migración centroamericana, no sólo la que llega en olas sino aquella que va a continuar indefinidamente a pesar de que pudiera mejorar la situación en los países de origen.

Un problema adicional es la llegada de migrantes procedentes del Caribe y de África. Estos no podrían aceptar un arraigo en México porque para eso mejor se hubieran quedado en sus países. Es gente cuyo viaje fue costoso y, por tanto, muchos tenían condiciones personales diferentes a las que predominan entre los desempleados y subempleados centroamericanos.

En el fondo, la respuesta estadunidense a esta crisis migratoria expresa un agotamiento de la capacidad subjetiva de absorción de migrantes de parte de la sociedad norteamericana. El racismo siempre ha estado presente con fuerza en Estados Unidos, pero ahora tenemos una xenofobia de expulsión, la cual está entrando hasta en sectores de procedencia migrante. Algo semejante ocurre en Europa. Es tanto así que el tema se ha convertido en uno de los problemas más agudos de la lucha política.

Las proyecciones que se hacen podrían estar indicando que la composición étnica y religiosa de algunos países capitalistas desarrollados terminaría por cambiar dentro de algunas décadas. No existe la suficiente cultura de la igualdad humana, el liberalismo ha sido engañoso al respecto. Por ello, surgen partidos xenófobos cada vez más fuertes y se han producido relevos de gobierno como el que se dio en Estados Unidos, aunque con un presidente de minoría, el cual levanta otra vez la bandera de la xenofobia y la «grandeza de US» para buscar un nuevo mandato.

Las potencias económicas no cuentan con una política dirigida a fomentar el crecimiento, productividad y distribución del ingreso de los países desde donde provienen las olas migratorias. Se encuentran de momento en disputas entre ellas. Donald Trump ha llegado para complicar el panorama porque está peleado con casi todo mundo y pasando toda clase de facturas, pero se sigue metiendo en los conflictos propios y ajenos, creando además otros nuevos. Más que nada, parece que resurge una nueva versión del hegemonismo estadunidense como falaz medio de volver a la grandeza, otra vez.

Desde México se debe empezar a hacer política en Estados Unidos y no sólo con Estados Unidos. Las dos economías están integradas, la nación mexicana sólo se ha expandido hacia el norte, las cercanías culturales han ido a más, el flujo humano en ambos sentidos es cada vez mayor. En este marco, a quien más debería preocupar el predominio político de una derecha troglodita es a México como Estado, país y sociedad.

Hacer política en EU es una tarea que deben emprender cuanto antes el gobierno de México y los partidos mexicanos. Y, por cierto, esa no se realiza a través de los consulados, es directa y abarcadora del entramado social o no lo será.

La CNDH se asoma a un precipicio

El presidente de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, Raúl González Pérez, tiene una percepción mensual neta de 170 373 pesos. Si la Cámara de Diputados llegara a aprobar una remuneración menor para el presidente de la República, como está propuesto, aquel sueldo tendría que ser reducido.

Esto sería consecuencia de que el artículo 127 de la Constitución establece, desde 2009, que ningún servidor público del Estado mexicano puede ganar más que el Presidente de la República. Además, dicha remuneración es determinada por la Cámara de Diputados, la cual «no podrá dejar de señalar la retribución que corresponda a un empleo que esté establecido por la ley», según ordena el artículo 75 de la misma Carta Magna. Sólo si, «por cualquier circunstancia», se omitiera hacerlo, el sueldo sería el mismo que el año anterior, pero eso ya no ocurre nunca y no debe ocurrir porque sería una transgresión de la norma.

No obstante, la CNDH ha interpuesto una Acción de Inconstitucionalidad contra la Ley Federal de Remuneraciones de los Servidores Públicos, recién expedida por el Congreso, con el propósito de que ésta sea declarada inconstitucional.

Un problema nada menor consiste en que la persona que firma dicho recurso ante la Suprema Corte de Justicia tiene interés personal en el asunto. Se trata del presidente de la CNDH, cuya remuneración actual corre peligro de contracción.

Supongamos que la Suprema Corte decide declarar la inconstitucionalidad de la ley mencionada, Raúl González no podría impedir que la Cámara de Diputados obedeciera el mandato del artículo 127 de la Carta Magna, ya que la Corte está incapacitada para declarar inconstitucional a la Constitución. De cualquier forma, al reducirse la remuneración del Presidente de la República, el resto de las retribuciones sólo podrían ser iguales o menores. La norma constitucional debe ser respetada, con o sin ley reglamentaria, porque es tan clara y directa que no requiere ninguna disposición secundaria para tener validez plena.

El argumento que usa la CNDH es que, con la ley de remuneraciones, se están violando derechos humanos. Esto es sin duda falso, pero si la Corte la cancelara, de igual forma, la remuneración de Raúl González a partir del 1º. de enero del próximo año no podría rebasar un solo peso el sueldo del Presidente de la República. Por ello, se está buscando que la misma Corte ordene a la Cámara de Diputados otorgar una remuneración a López Obrador en 2019 igual a la señalada para Peña Nieto en 2018.

Esto es lo que busca Raúl González en abierto reto a la institucionalidad democrática, el voto ciudadano, el mandato político de la mayoría y la vigencia del sistema político de la Constitución. Pero, lo que es peor es que se busca que la Corte ordene a los diputados y diputadas hacer algo indebido, contrario a sus facultades expresas, lo que provocaría un choque absurdo, por innecesario, entre poderes.

El ataque a la ley de remuneraciones sería inoperante ante el predominio de la Constitución, pero se quiere torcer el tronco de la legalidad desde una pretendida defensa de los derechos humanos. Esto último es lo que en realidad duele.

Se invoca un derecho humano de gozar siempre de una remuneración igual o mayor, y nunca menor, aunque sin precisar cuales serían sus actuales garantías constitucionales aplicables a los más altos servidores públicos. Esto es tanto más ofensivo contra el Congreso cuando las y los legisladores se han reducido ya sus propias remuneraciones, acto que no ha sido controvertido por parte de la CNDH ni por nadie por supuesto ataque a derechos humanos y a una buena interpretación de la Carta Magna.

Entre 2009 y 2017 el salario mínimo se ha reducido, tal como en la década anterior. Ha pasado de 54.8 a 88.36 pesos diarios con una inflación acumulada mayor que la suma de los aumentos nominales. La CNDH no ha interpuesto ninguna acción de inconstitucionalidad ante la Suprema Corte contra los sucesivos actos de disminución salarial en términos reales, realizados por el organismo público encargado de fijar los salarios mínimos.

Más en concreto, la CNDH considera que reducir la remuneración del Presidente de la República, en el marco del artículo 127 constitucional que fija a ésta como la máxima, sería una trascendente violación de derechos humanos.

En su texto de 108 folios, la CNDH nunca defiende los salarios en general, sino sólo de los servidores públicos y, por su contexto, exclusivamente de aquellos que ahora están percibiendo más que el sueldo propuesto por López Obrador para el presupuesto de 2019. No se trata de los nuevos funcionarios sino sólo de aquellos que han sido designados para un periodo transexenal, entre ellos, el presidente de la CNDH.

¿De qué se trata la maniobra? De hacer declarar la inconstitucionalidad de la Ley de Remuneraciones bajo el argumento de que ésta no impide que se rebaje el sueldo del Presidente de la República y, por lo mismo, tratar de impedir tal rebaja por la vía jurisdiccional, por orden de un tribunal.

Si la Ley de Remuneraciones hubiera fijado de alguna manera la remuneración del Presidente de la República o hubiera limitado su cuantía, como lo quiere Raúl González, entonces sí sería una ley inconstitucional porque desobedecería a la Carta Magna, la cual confiere sólo a la Cámara de Diputados la función de señalar la «retribución» correspondiente.

Lo que la Cámara de Diputados no podría hacer es rebajar el sueldo de los trabajadores, cuyos parámetros están relacionados en leyes, contratos, convenios que rigen las relaciones laborales, ya que esas normas se encuentran permanentemente en vigor y son de acatamiento obligatorio.

La CNDH pretende que se confundan las cosas y que el sueldo de su propio presidente sea considerado como algo determinado en un contrato laboral, lo cual, todos lo sabemos, no es así. El sueldo de Raúl González se fija cada año en el Presupuesto de Egresos de la Federación, de acuerdo con el artículo 75 de la Carta Magna, precepto que no es tomado en cuenta en el texto enviado a la Suprema Corte por parte de la CNDH.

Aunque parezca increíble, Raúl González hace abstracción de que se votó el pasado 1 de julio y se eligió a un nuevo presidente de la República, quien ha integrado un nuevo gobierno, el cual tiene una nueva política que va a proponer, en términos de un nuevo Presupuesto de Egresos, a una también nueva Cámara de Diputados, la cual cuenta con la facultad constitucional exclusiva de aprobar los egresos.

Es deber de todo ciudadano y toda ciudadana coadyuvar con los organismos de derechos humanos, entre ellos la CNDH, la cual se ha distinguido muchas veces por cumplir con su deber constitucional. Pero para seguir respetándola es preciso que ésta se respete a sí misma, se ciña a sus tareas, asuma el sistema democrático de decisión popular y los mandatos políticos de la ciudadanía, entre los cuales se encuentran los de la conducción de la administración pública.

El actual sueldo de Raúl González no tiene relación con un derecho humano sino es producto de la decisión política de la Cámara de Diputados que le asignó la cantidad neta de 5 679.10 pesos diarios. Según se infiere del mensaje y la conducta de la CNDH, cuando esa cantidad se aprobó por parte de los diputados y diputadas era justa, aunque millones ganaban la mísera cantidad de 88.36 al día, 64 veces menos que aquél, sin que algún órgano del Estado, ni los de derechos humanos, intentara alguna acción.

La Comisión Nacional de los Derechos Humanos se asoma a un precipicio al proteger el sueldo de su presidente. Sus prerrogativas constitucionales no fueron otorgadas para tal propósito. Defendámosla porque le pertenece a los seres humanos.

 

UNAM: el gobierno nunca informa… tampoco ahora

La represión frente a la Torre de Rectoría es un hecho grave que debería ser motivo de sendos informes, tanto del gobierno federal, por tratarse de una institución nacional, como del gobierno capitalino, por haber ocurrido en la Ciudad de México.

Como fue un acto represivo contra el ejercicio de los derechos humanos de reunión, petición y manifestación de las ideas, perpetrado por un grupo de individuos organizados, presumiblemente una banda, aunque no fuera ésta de carácter gubernamental, es preciso saberlo todo al respecto. Es lo mínimo que debería reclamar la sociedad y, también, la misma Universidad.

Las autoridades han dicho que el Ministerio Público averigua. Mientras, un alud de exigencias se dirigen a pedir castigo para los responsables. Ya se sabe que el procurador debe intervenir, pues se han cometido delitos, lo cual implica investigaciones penales. No hace falta exigirlo.

El gobierno federal y, por lamentable extensión, el de la capital, nunca informan, son omisos en su deber de exponer y explicar lo ocurrido. Lo más que se ha atrevido a decir el jefe de gobierno de la capital es que los represores de la Rectoría llegaron en varios vehículos desde el Estado de México. El secretario de Gobernación no ha podido pronunciar ni palabra, parece que para él no hay materia; sencillamente, no gobierna.

Así como jamás nos informaron de lo ocurrido en Tlatlaya ni de los violentos sucesos de Nochixtlán, para recordar sólo dos desgarradores hechos sangrientos, tampoco nos hablan de lo que acaba de ocurrir en la Ciudad Universitaria, aunque ahí no hubieran intervenido fuerzas castrenses o policiales. ¿Para qué sirven los servicios de «inteligencia»? ¿A qué se dedican los observadores, halcones, palomas, orejas, mirones, chivatos, que por centenares tienen a su servicio el gobierno federal y el capitalino?

Es probable que los gobernantes de ambos niveles sí tengan informaciones que no quieran integrar en una versión concreta y pública. Pero es inadmisible que no se explique la naturaleza y propósitos del grupo agresor cuando el mismo rector ha expulsado de la UNAM a varios de sus probables integrantes. Por cierto, el doctor Enrique Graue se equivoca al dar a conocer los nombres de los alumnos sancionados, ya que éstos se encuentran bajo presunción de inocencia, tienen recurso para apelar la expulsión y no deberían ser estigmatizados. La Universidad debe ser la primera en respetar derechos por más que su rector tenga prisa de enviar un mensaje de severidad o algo por el estilo. No se pueden defender derechos de unos violando los de otros.

Aquí lo que importa no son los nombres de los expulsados, sino el conocimiento del entramado organizativo de los represores, sus actividades y propósitos. Tenemos derecho a saberlo todo al respecto. Luego, el Ministerio Público tendría que hacer su trabajo en relación con las personas.

Tampoco se ha explicado porqué en el momento de la agresión en la Torre de Rectoría, ninguna autoridad hizo algo para repelerla. ¿Cualquier cosa puede ocurrir bajo las barbas del rector sin que existan vigilantes o personal de resguardo y vigilancia para intervenir o, tal vez, llamar a algún cuerpo policial? Lo más que hicieron fue solicitar servicios médicos de urgencia. Esta realidad no se va a superar con la sola «suspensión» del encargado de la vigilancia de la UNAM sin dar las explicaciones del caso.

La autonomía universitaria obliga a la autoridad a llamar a la fuerza pública cuando estudiantes o profesores están siendo agredidos o reprimidos en una situación en la que el resguardo interno se muestra impotente, tal como ocurrió el pasado 3 de septiembre.

Lo que está sucediendo, con la entusiasta participación de la prensa, es una lluvia de especulaciones frente a las cuales ambos gobiernos guardan silencio porque decir algo concreto les obligaría a contarnos una historia que tal vez no desean que se conozcan o porque, de plano, la desconocen. En ambos casos estaríamos frente a autoridades incompetentes, ya fuera por acción o por omisión.

En este marco, está surgiendo lo que podría llegar a ser un movimiento estudiantil reivindicativo sobre el tema de la inseguridad y algunos otros puntos de carácter académico-administrativo, cuya atención ha estado postergada por demasiado tiempo.

La Universidad acusa un retraso en materia de democracia. Mientras en el país se han producido cambios, aunque a tropezones, el sistema de gobierno universitario sigue igual que hace 73 años. La democracia ha sido negada con el argumento de que la derecha es mayoritaria, pero, ¿y eso qué?

Por lo pronto, no sería menos importante que el estudiantado y los académicos exigieran al gobierno federal y al capitalino sendos informes, deber elemental de toda autoridad.

Conspiración contra los derechos humanos y la Constitución

 

Es el Estado, incluyendo sus aparatos armados, quien debe garantizar a las personas el ejercicio de sus derechos. Con el proyecto de Ley de Seguridad Interior, las cosas se plantean al revés: se quieren otorgar «garantías» a los jefes del Ejército y la Armada, entendidas ésas como un medio para sustraer sus propias actividades del sistema jurídico general del país y crear de tal forma una burbuja normativa.

Dice el artículo 18 del proyecto: «En ningún caso, las Acciones de Seguridad Interior que lleven a cabo las Fuerzas Armadas se considerarán o tendrán la condición de seguridad pública». Esto quiere decir que las funciones de policía que desempeñen los militares sólo serán tales en la realidad, pero nunca según la ley. Todas las disposiciones vinculadas con la seguridad pública, incluyendo las relacionadas con detenidos y el uso de la fuerza, quedarían sin aplicación para los militares.

Para una mayor claridad, en el artículo 10 se dice que «la materia de Seguridad Interior queda excluida de lo dispuesto en la Ley Federal del Procedimiento Administrativo», en la cual se encuentran reglas de la función pública y derechos de las personas, empezando por el de petición.

El artículo 30 permite a los militares llevar a cabo funciones de inteligencia de carácter civil. Además, señala que, «al realizar» tales tareas, las fuerzas federales (policía) y las fuerzas armadas «podrán hacer uso de cualquier método lícito de recolección de información», lo cual permitiría, por ejemplo, solicitar directamente, sin el Ministerio Público, la intervención de comunicaciones o llevar a cabo interrogatorios. La cuestión se redondea cuando el artículo 32 señala que «en materia de Seguridad Interior, las autoridades federales y los órganos autónomos (!) deberán proporcionar la información que les requieran las autoridades que intervengan en los términos de la presente Ley». Esas otras «autoridades» son los comandantes (así llamados) de las operaciones de seguridad interior, militares nombrados por el presidente de la República a quien deben rendir sus informes, de acuerdo con el proyecto de ley. Con esto, tales jefes podrían ordenar, por ejemplo, que se les entregue información de seguridad nacional (CISEN), fiscal, bancaria, ministerial, electoral (listados de electores e identificación de los mismos) y cualesquiera otras que requieran para sus «tareas de inteligencia». Lo anterior se aplica también a las entidades federativas, bajo las figuras llamadas «deberes de colaboración».

En cambio, el proyecto de ley declara que la información sobre «seguridad interior» queda protegida como si fuera de Seguridad Nacional, con lo cual, la deja durante años fuera del sistema de transparencia.

Así, los comandantes, bajo el esquema de seguridad interior, serán las personas más poderosas del país.

El proyecto habla de una Declaratoria de Protección a la Seguridad Interior (siempre prorrogable y que puede ser innecesaria en situaciones «de grave peligro»), emitida por el presidente de la República, por sí o a petición de las entidades federativas. Además, se señala en el artículo 6 que «las autoridades federales incluyendo a las Fuerzas Armadas… implementarán sin necesidad de Declaratoria… políticas, programas y acciones para identificar, prevenir y atender oportunamente… los riesgos contemplados en la Agenda Nacional de Riesgos…». Con esto, la nueva ley estaría en aplicación de manera permanente, en el colmo de la flexibilidad normativa, es decir, bajo la discrecionalidad total.

«La seguridad interior –dice el proyecto– es la condición que proporciona el Estado mexicano que permite salvaguardar la permanencia y continuidad de sus órdenes de gobierno e instituciones, así como el desarrollo nacional…». Es decir, el concepto no sólo abarca al Estado sino a todo lo relacionado con el país: su «desarrollo». Esa sería una ley sin límites.

El Ministerio Público, institución constitucional encargada de hacer las investigaciones y perseguir a los delincuentes, no aparece en la pretendida Ley de Seguridad Interior más que en un precepto (art. 27), como instancia a quien los militares le informan cuando haya delitos y, a través de la policía, le entregan a los detenidos, pero sin definir en qué momento.

Lo que se quiere es que esta ley sea la «carta de garantías» exigida por los generales y almirantes, quizá no todos, pero al menos el alto mando.

Se trata de una legalización de funciones que no corresponden a las fuerzas armadas, pero con la cual se quiere empeorarlo todo mediante una enorme centralización de poder.

Este proyecto no ha ido acompañado de una autocrítica sobre la política de seguridad pública aplicada a través de los cuerpos de policía y de las fuerzas armadas, la cual ha fracasado. Ahora es mayor la delincuencia organizada y la violencia.

En lugar de aprobar una ley dentro del mismo desastroso esquema, hay que llevar al Estado nacional, todo éste, a un examen riguroso y honrado de la crisis de seguridad.

Mas, por lo pronto, el punto de partida de cualquier cambio sería que no se extienda esa pretendida «carta de garantías».

Por otro lado, el proyecto de Ley de Seguridad Interior pretende hacer un fraude a la Constitución porque, siendo que el Congreso tiene facultad para legislar en materia de Seguridad Nacional (art.73. XXIX-M), carece de facultad para «… regular la función del Estado (Federación, entidades federativas y municipios) para preservar la Seguridad Interior, así como establecer las bases, procedimientos y modalidades de coordinación entre los Poderes de la Unión, las entidades federativas y los municipios, en la materia», como lo pretende el proyecto de marras en su artículo 1. Por tanto, el contenido general de la pretendida ley es inconstitucional debido a la ausencia de facultades del Congreso en esa materia, la cual, por lo demás, ni siquiera existe como tal. Lo anterior, no obstante que en ese mismo artículo 1 se diga que «las disposiciones de la presente Ley son materia de Seguridad Nacional», lo que evidentemente no es verdad, pues se trata de seguridad pública.

El proyecto se contradice también con los artículos 21 y 129 de la Constitución; el primero de ellos, sobre la seguridad pública como algo de carácter civil y, el segundo, sobre las autoridades militares, las cuales no pueden tener más funciones que las exactamente militares.

Es tarea urgente derrotar esa conspiración contra los derechos humanos y el orden constitucional.