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Autonomía universitaria, al día de hoy

La autonomía universitaria surgió en 1918 en Córdoba, Argentina, como producto de una lucha democrática de los estudiantes que buscaban formar parte del gobierno de su institución. En 1929 la Universidad Nacional de México se confrontó con el gobierno que le quería imponer hasta la manera de caminar. Derechas liberales e izquierdas liberales, unidas, se encararon con el gobierno y obtuvieron la victoria gracias a la persistencia de la huelga de los estudiantes. En 1932 se expidió una ley de autonomía.

La Universidad se hizo autónoma y democrática, pero su democracia fue víctima del comercio y de la corrupción. Derechas e izquierdas no pudieron lograr un campo común democrático en su histórica confrontación y arrojaron una crisis de gobierno interior. Si los votos se compraban en el Consejo Universitario era porque estaban a la venta. En medio de la crisis, se produjo la intervención del Estado, se acabó una democracia ingobernable y se impuso el autoritarismo funcional. Ese es el sistema que persiste desde 1945.

Cada universidad pública del país tuvo una historia semejante. Durante los años setenta del siglo XX, algunas universidades lograron la democracia paritaria entre estudiantes y profesores, la cual siempre fue criticada, hasta el momento en que la derribó la corrupción de mafias emergentes. Otras instituciones siguieron bajo la égida de la derecha tradicional, tipo Yunque. Otras más, continuaron bajo el esquema de mafias priistas, aunque, después, algunas sin PRI. Todas ellas son autónomas y se reúnen, para defender su propio estatus, en la ANUIES, gran interlocutor del sistema universitario nacional.

El común denominador de dicho sistema es que la democracia no aparece por ninguna parte. Algunas de esas universidades fueron precursoras de la democracia mexicana en 1968 y años posteriores. Todas ellas han quedado atrás del país al que defendieron y representaron en materia de democracia.

Existe en casi todas las universidades públicas un pacto interno, no democrático y, en consecuencia, de carácter más o menos mafioso, gracias al cual la institución funciona, pero carece de grandes propósitos. Ninguna de esas universidades ha sido en los últimos 30 años la sede de un programa de reforma de la educación superior, como antes lo habían sido varias de ellas gracias al impulso de la izquierda.

En verdad, el neoliberalismo fue una derrota casi de palmo a palmo, la cual se advierte también en las universidades públicas de México. Pero es tan contradictorio ese proceso que no puede ignorarse que la UNAM fue la cuna del movimiento anti neoliberal universitario más importante y exitoso: la huelga de 1987 contra las colegiaturas y de la posterior huelga de 1999, que también fue victoriosa, aunque la rompió la policía, pues ya había triunfado antes de su quebradura, un año después de su inicio.

México tiene en la UNAM del siglo XX tres momentos políticos estelares de la mayor trascendencia nacional. 1929: la autonomía como libertad y gobierno democrático propio. 1968: inicio de las libertades democráticas, junto con el IPN y muchas universidades públicas y privadas. 1988 y 1999: derrota del plan neoliberal de organización de la educación superior.

Hay una lista de universidades y escuelas superiores que lograron en algún momento su democratización, pero que fueron sometidas, poco a poco, por parte de grupos priistas y panistas de franca derecha.

La UNAM no fue democrática bajo la actual ley que data de 1945, la más antigua del país, pero varias de sus facultades lograron, durante periodos, el cogobierno extralegal de estudiantes y profesores. Las reformas educativas más importantes y trascendentes fueron promovidas por las izquierdas, cuando estas tomaron poder de decisión bajo métodos democráticos y gracias a ellos.

Las derechas carecen de un proyecto de reforma universitaria porque en realidad no tienen convocatoria de cambios sociales sino sólo de conservación de viejos privilegios. Pero, en tal situación, sobrevino el neoliberalismo como plaga mundial y llevó a las universidades a funcionar como empresas comerciales valedoras del sistema de que todo debe estar sometido a la relación mercantil directa. Ya no era la derecha católica reaccionaria, añorante del siglo XVIII colonial, o el liberalismo decimonónico, como tampoco el estatismo autoritario post revolucionario, sino el poder de las grandes empresas y de las estructuras monopólicas financieras que se relanzaron, luego de la última guerra, sobre la mayor parte del mundo. El neoliberalismo es el programa del capital financiero contra el Estado social de los países capitalistas. Luego, con la caída de la URSS y países socialistas incorporados, los neoliberales se quedaron prácticamente solos, hasta que vino la segunda ola del Estado social, la cual sigue su curso a través de fuertes contradicciones y duras luchas políticas, no sólo en América Latina, África y Asia, sino también en Europa, sin excluir a Estados Unidos. Vivimos un momento de gran intento de cambio mundial.

Es natural que las universidades mexicanas, como las de gran parte del mundo, hayan estado inmersas en esas luchas. Durante más de 30 años, las izquierdas pagaron todos los platos rotos del neoliberalismo galopante. También lo hizo la educación superior, cuya gratuidad fue eliminada de la Constitución bajo la presidencia de Ernesto Zedillo, repuesta hace apenas unos meses por la 4T.

La inmensa mayoría de las universidades públicas del país se “derechizaron”. Claro, excepto las que ya eran francamente de derecha. Todas ellas son “plurales” o “pluralistas”, pero eso no quita su tendencia dominante.

Algo muy feo de este proceso es que grupos universitarios de izquierda llegaron algún día a la conclusión de que el neoliberalismo (formar una oligarquía de ricos financieros y desmantelar el Estado social) era mejor que vivir para siempre en la crisis del viejo estatismo que no había podido resolver ningún problema social de fondo.

Algunos de esos intelectuales de izquierda suponen que criticar a la universidad pública mexicana, por haber abrazado el proyecto neoliberal, es un atentado a la autonomía universitaria. Uno de ellos, ex miembro de la Junta de Gobierno de la UNAM, Rolando Cordera, en lanzamiento demencial, ha escrito que hemos de volver a la gesta de la defensa de la Universidad como en 1968.

El ejercicio de la autonomía universitaria depende del grado de democracia interna en las instituciones autónomas. De nada sirve un gobierno propio (“gobernarse a sí mismas”, dice la fracción VII del artículo 3º de la Constitución) si no se ejerce de conformidad con otros principios constitucionales de carácter democrático, la igualdad política y el derecho de elegir y, también, de decidir. La democracia concursal, formalista, es de por sí deficiente y se presta, como se ha visto, a grandes manipulaciones del poder del dinero, pero ni siquiera esa existe en el sistema público mexicano de educación superior.

La reforma universitaria nacional ha de ser pronto un movimiento para ubicar a la educación superior a la altura de la sociedad, en específico, del pueblo mexicano, el cual recién ha logrado lo que otros hicieron muchas veces a través de la historia: enseñar a sus propios profesores.

Retorno a las aulas

Bajo el temor pandémico en el que vive la sociedad, casi todo asunto se hace más complicado. Entender, por ejemplo, que no es la misma situación un aumento de contagios en el momento actual que en las dos anteriores ocasiones. El punto, claro, se entiende mediante un análisis epidemiológico, el cual no está al alcance de todos, sin que las autoridades hayan puesto un empeño mayor en divulgar la información.

En cuanto al retorno a las aulas, el error original fue aquella temprana declaración del entonces secretario de Educación Pública, Esteban Moctezuma, de que el regreso a clases sería a partir de que el semáforo estuviera en verde. Como el ahora embajador no era experto, de seguro había sido aconsejado por algunos epidemiólogos, a quienes, no obstante su sapiencia, les era imposible advertir la evolución ulterior del comportamiento de la enfermedad.

Casi todo el mundo está en las aulas mientras en México existe una fuerte discusión, justo en el momento en que la vacunación avanza a un paso que pocos previeron y casi nadie creyó.

Lo que más llama la atención es que una parte de la dirigencia sindical de los profesores de educación básica, específicamente la CNTE, y no pocas autoridades universitarias, insisten en que el riesgo sería mayúsculo, por lo cual no debe haber retorno de momento.

Al respecto de aquella parte del liderazgo de los maestros de educación básica, habría que lamentar el enfoque que se maneja, pues parece más bien de carácter gremialista que educativo. Mucho menos se tiene un análisis del momento de la epidemia ni se toma en cuenta que el gobierno logró la vacunación de los profesores. Se habla de que “no hay condiciones”.

En cuanto a ciertas autoridades universitarias, lo más que se ha logrado es oírlas hablar de un retorno gradual a las aulas y laboratorios. La gradualidad se hará con base en lo mismo, es decir, en el criterio rectoral.

Quizá el miedo a la Covid-19 y la falta de confianza en la autoridad sanitaria sean factores relevantes, aunque no deberían descartarse otros motivos.

El manejo de los números estadísticos, sin análisis ni prospectiva, siempre lleva al oscurecimiento del fenómeno del que se quiere hablar. Esto ha ocurrido en muchos países y México está en esa lista. No es lo mismo 30 mil contagios diarios en un país de más de cien millones cuando la mitad de los adultos están vacunados que cuando no había vacunas, por ejemplo.

Mientras el gobierno mexicano trata de convencer que lo aconsejable es retornar cuanto antes a clases, en condiciones de mucho menor riesgo que en cualquier otro momento de la pandemia, en otros muchos países están regresando de vacaciones a las aulas y los europeos debaten sobre otra cosa: el uso del pasaporte sanitario para viajar y entrar a ciertos lugares de recreación, ante lo cual no se han hecho esperar varias airadas protestas.

Por su parte, la Organización Mundial de la Salud, que va a salir de la pandemia en su peor nivel de reconocimiento y respeto, acusa a varios gobiernos de ser permisivos y, de esa manera, provocar el aumento de los contagios.

El problema de las aulas escolares es de todas formas muy singular. Se trata también de los muchos meses en que los niños, niñas y jóvenes no han tenido una relación cercana con su comunidad escolar, ni se han podido abordar con soltura los temas académicos y los demás que son propios de los recintos educativos, incluyendo la recreación.

La humanidad no parece estar en situación de vivir como en naves espaciales. El gregarismo sigue siendo fuerte a pesar de los tres siglos de individualismo burgués, el cual no va mucho más allá de ciertas familias muy bien educadas, pero de otra forma. En las ciudades hay niños y niñas que han estado algo solos durante muchos meses, quizá cerca de sus padres, pero lejos de personas como ellos y ellas. Es lamentable que haya profesores con tan marcado sentido gremialista que no toquen este aspecto, que debería ser, por lo demás, su principal tema de momento. La escuela no se compone tan sólo de la comunicación entre profesores y alumnado, sino marcadamente entre los y las estudiantes entre sí.

Entretanto, la derecha está callada. Como en tantos otros temas, carece de un punto de vista. No se reúne a discutir asuntos del país sino sólo para mantener el “bloque de contención”. Si se les pregunta sobre algún asunto, esos reactivos dirigentes políticos responden en su mayoría con ataques al gobierno cuando no con insultos, evasivas en realidad. Por otro lado, pocos medios formales de comunicación editorializan sobre el tan importante tema del retorno al aula.

No habría medio de obligar a padres de familia a enviar a sus hijos a la escuela en situación de pandemia. Eso se sabe de sobra. Mas quizá no sólo sería bueno preguntar al respecto a los mayores sino también al alumnado. Por lo pronto, hay que abrir las escuelas y observar las respuestas de la sociedad, especialmente de los niños, niñas y jóvenes.

Ley de educación superior: el cadáver político de Zedillo

El proyecto de ley de educación superior es un intento de resurrección del cadáver político de Ernesto Zedillo. Bajo un neoliberalismo muy poco disimulado, se nos anuncia que se quiere que todo siga más o menos igual que antes y se detengan los cambios.

El derecho a la educación superior es universal. Se requiere, claro está, cubrir los ciclos educativos anteriores, los cuales también son derechos sociales. Sin embargo, el proyecto de ley enviado por el Senado a la Cámara de Diputados agrega otra cosa como condición de acceso: “que (se) cumpla con los requisitos que establezcan las instituciones de educación superior” (Art. 4). Aquí se cae todo.

Ernesto Zedillo mandó reformar la Carta Magna para que el Estado no tuviera que “impartir” educación superior, sino sólo “promoverla y atenderla”, con lo cual este tipo educativo ya no era un derecho que debiera garantizarse. Esto fue derogado por la reforma constitucional del 15 de mayo de 2019 que señala que la obligatoriedad de la educación superior corresponde al Estado, el cual debe brindar los medios de acceso a quienes reúnan los requisitos que, a todo análisis, consisten en contar con los certificados de estudios del ciclo anterior.

Según el proyecto de ley, el nuevo derecho ya no será un derecho propiamente dicho sino algo condicionado a unos requisitos impuestos por las “instituciones”, pero ni siquiera las autónomas solamente sino todas ellas. Es de seguro el examen de admisión y, quizá también, la procedencia, residencia o aspirantura de carrera, como ya lo hemos vivido. Según el proyecto de marras, tales “instituciones” determinarán por sí y ante sí el alcance de un derecho que, pensábamos, ya había sido proclamado como universal en cumplimiento de un compromiso de la 4T.

Se sabe de sobra que los exámenes de admisión siempre fueron filtros para dejar fuera a miles de estudiantes. No son parte de un sistema para conocer y mejorar la educación. Si todos los aspirantes aprobaran el examen con calificación de 10, el número de rechazados sería el mismo. Ahora, se quiere hacer de ese examen la condición legal para el ejercicio del nuevo derecho constitucional, el cual dejaría de serlo por mandato de una legislación secundaria. Es como un robo: tengo algo en la Constitución y me lo quitas en ley derivada. Eso no es algo nuevo en la historia mexicana, pero lo que se busca en concreto es mantener todo igual para impedir que lo nuevo pueda culminar.

La selección de estudiantes para la educación superior ha sido un fuerte mecanismo de clase porque en México vivimos una sociedad profundamente estratificada, lo que, precisamente, hay que reformar. Tal es el sentido, entre otros, del derecho a la educación superior.

Toda educación pública ha de ser gratuita. Por esto, Ernesto Zedillo descontó el nivel superior de aquella “impartida” por el Estado. Las colegiaturas que, sin embargo, ya existían, se buscaba elevarlas y hacerlas parte relevante y creciente del financiamiento de la educación.

En 1986-87 un poderoso movimiento estudiantil aplastó la pretensión de De la Madrid-Carpizo de aumentar las cuotas. Varios años más tarde, otra huelga universitaria que duró un año (1999-2000) hizo posible el repliegue de los neoliberales (Zedillo y compañía), pero se siguieron cobrando colegiaturas en las universidades públicas. Hoy, la Constitución tiene prohibidas las colegiaturas y es preciso resolver el problema definitivamente.

El proyecto de ley de educación superior no brinda un curso cierto para el logro de ese compromiso. Las instituciones públicas de los estados, en especial las autónomas, pretenden que todo se recargue en nuevas autorizaciones presupuestales federales, que son necesarias, pero sin rebajar sus actuales gastos prescindibles y onerosos. Más de la mitad del dinero procedente de cobros por inscripción y colegiatura es recaudada por las universidades estatales, a la vez que la Federación les aporta en promedio el 70% de su subsidio, pero no quieren hacer el menor esfuerzo en favor de la gratuidad. Así han redactado el proyecto de ley.

El llamado fondo de gratuidad de la Cámara de Diputados no puede ser sólo un aumento de subsidio sin propósito muy concreto, como lo pretende el proyecto. Eliminar las cuotas estudiantiles debe incluir un serio esfuerzo de austeridad burocrática por parte de quienes las cobran.

Casi todo el proyecto de ley de educación superior ha sido redactado dentro de la ANUIES y refleja, por tanto, la visión que tienen las dominantes burocracias institucionales.

En el texto del proyecto no se encuentra la palabra democracia, los estudiantes son inexistentes, los profesores son una vaga referencia. La educación superior y las escuelas no son aquello de lo que se habla en el proyecto de ley. Se trata de un texto redactado por las autoridades para ellas mismas.

En el Consejo Nacional para la Coordinación de la Educación Superior que se quiere crear hay 107 autoridades, pero sólo nueve estudiantes y nueve profesores, supuestamente representantes de la totalidad de instituciones educativas públicas y privadas, que serían designados por el mismo consejo. Además, éste podría funcionar legalmente –se dice claro– sin la presencia de un solo estudiante, de un solo profesor. Es la plutocracia de las autoridades y la ausencia de todo concepto de representación.

En el proyecto de ley no se trata sólo de suprimir la palabra sino de eliminar el concepto de democracia. Se pretende, así, que en la nueva legislación no existan elementos republicanos, como si viviéramos bajo una dictadura de jure.

Además, el nuevo consejo nacional, que se pretende instalar aun sin estudiantes ni profesores, no es en realidad un órgano colegiado porque carece de toda capacidad para emitir resoluciones vinculantes. ¿Para qué construir una instancia más como lugar sólo para hablar y escuchar, si acaso?

Quizá por esto mismo ha resurgido en el proyecto la “evaluación”, reducida en el nuevo texto constitucional a ser instrumento diagnóstico de un sistema de mejoramiento educativo. Hoy, se plantea el fomento de “la cultura de la evaluación y acreditación” (Art. 48), que buscaban por varios métodos los neoliberales en la reforma educativa de Enrique Peña Nieto. El liberalismo ha impulsado siempre la competencia entre estudiantes, profesores e instituciones de educación, pero en México no habíamos oído hablar tan claramente de toda una “cultura de la evaluación educativa”.

Como es característica de todo planteamiento de derecha, el proyecto de ley de educación superior no confiere derechos de participación de estudiantes y profesores para intervenir en la determinación de las condiciones de su propia labor. Nunca se dice qué abarca el ser estudiante y el ser profesor, qué funciones desempeñan unos y otros, qué deberes, qué derechos. Nada. En el proyecto de ley, alumnos y maestros no existen más que a través de muy escasas referencias desafortunadas o confusas. En especial, los alumnos son elementos absolutamente pasivos y los maestros son simples subordinados. Se pretende expedir una ley de educación superior, pero sin proceso educativo, sin personas que se relacionan y actúan juntas, sino sólo para regular relaciones formalistas entre las burocracias dominantes.

Ya en el ámbito de lo absurdo, el proyecto busca impedir que los órganos legislativos admitan iniciativas o expidan reformas a la ley de cualquier universidad sin contar con una previa “respuesta explícita de su máximo órgano de gobierno”. Pero el Congreso de la Unión carece, por una parte, de facultades para regir los procedimientos internos de los poderes legislativos de las entidades federativas y, por la otra, para negar el derecho constitucional de los legisladores y del Ejecutivo a presentar iniciativas de ley. Esta inaudita pretensión tiene el propósito de mantener viejas y caducas estructuras de las universidades, bajo la bandera de la defensa de la autonomía. Por desgracia, esa misma autonomía se confunde hoy día con algo por completo separado o de plano contrario a la democracia universitaria, sin la cual no puede cristalizarse aquella “capacidad y responsabilidad de gobernarse a sí mismas”, de la que habla la fracción VII del artículo 3º  de la Constitución en referencia a las universidades autónomas.

El proyecto de ley de educación superior se ha presentado como una obra de amplio consenso y trabajo participativo. Pero a su redacción no fueron convidados los críticos de la actual educación superior, cuya organicidad es obsoleta. Nomás estuvo presente la derecha. Es entendible que se produjera un gran acuerdo.

Los movimientos estudiantiles anteriores y posteriores a la gran lucha de 1968 por la democracia política en todo el país buscaban una educación democrática, popular y científica. Hubo mucha represión, es cierto, pero también se lograron resonantes victorias. Universidades y escuelas democratizadas en las que alumbró una nueva educación con base en la ciencia y el examen crítico de la realidad. Fueron periodos en los que en muchos lugares estudiantes y profesores decidían objeto, contenido y métodos de los procesos educativos, con libertad y en pie de igualdad. Hoy vivimos la burocratización, el elitismo, los privilegios de autoridades y un profundo repliegue de la participación democrática de estudiantes y profesores.

Una nueva legislación no sería suficiente para superar este deplorable estado, pero no es aceptable expedir una norma, dejando todo igual o peor, sólo para cubrir un requerimiento. Pronto podríamos volver sobre el tema. Lo más importante en estos días es que no se apruebe una ley neoliberal en plena 4T porque sería una concesión innecesaria e inicua.

Que no se escarbe en tierra infértil para sacar el cadáver político de Ernesto Zedillo, de sus ideólogos y corifeos neoliberales.

Reformar la Universidad Nacional

¿Qué está pasando cuando un grupo pequeño o grande de estudiantes cierra una facultad o escuela y, al mismo tiempo, el rector de la Universidad no concurre a discutir sino que sólo pronuncia discursos desde lejos?

No es tan difícil saberlo.

La UNAM aportó mucho a la conquista de la libertad política en México. Pero es una de las instituciones más atrasadas en materia de democracia interna. Esta contradicción nunca ha sido admitida por autoridad alguna. El rector vive en su Torre, así se llama, a la que llegan de vez en cuando algunos jóvenes violentos cuya presencia vandálica sólo sirve para que el mismo rector denuncie la intromisión de intereses ajenos. Nada pasa, sin embargo, por el arribo de unos y la alarma del otro. Todo sigue igual. Es una cansada esgrima sin objeto alguno.

Mientras, el acoso sexual y otros ataques mucho más graves contra las estudiantes siguen como antes o son mayores. La autoridad de cada plantel es la que debería imponer sanciones a las personas que realizan esos agravios a la dignidad y la integridad de las estudiantes. Pero los directores no quieren hacer nada, tienen miedo y, al mismo tiempo, no condenan las agresiones sexuales porque son machistas, misóginos, encubridores o simplemente pusilánimes. Durante años, esos ataques han sido moneda de uso corriente en la UNAM. Todos lo sabemos.

Ha llegado en esa Universidad el momento del ya basta. No se ha movilizado la mayoría del estudiantado porque las y los jóvenes no cuentan con agrupaciones amplias, democráticas y participativas. Todo ahí es una desolación en materia de instancias de organización, deliberación y decisión.

La UNAM tiene autoridades que no son legítimas desde un punto de vista medianamente democrático, lo cual no vale la pena discutir porque es evidente. La representación de la comunidad en el Consejo Universitario y en los consejos técnicos estriba sólo en actas pero no existe en la vida real. La Junta de Gobierno está peor, pues se encuentra integrada por 15 personas que duran en su cargo 15 años pero designan a los directores y al rector.

La Ley Orgánica de la UNAM (1945) cayó en inconstitucionalidad a partir de 1980 porque la fracción VII del artículo 3º de la Constitución otorga desde entonces la «facultad y responsabilidad de gobernarse a sí misma», mientras que la vetusta ley le impone a la Universidad, desde fuera, su estructura orgánica, es decir, las bases de su gobierno interior.

Si no existen instancias representativas y participativas en la institución, el diálogo está roto. Así ha sido durante muchos años, pero la necedad de mantener todo el andamiaje orgánico como si fuera nuevo sólo provoca el agravamiento de cada conflicto que surge.

Lo que ahora tenemos no es nada sencillo porque el machismo domina y la protesta es, de entrada, incomprendida, aunque se diga que se comparte el contenido pero no el método de realizarla. Esa es una falsedad, claro está. Las soluciones que se han ideado ante la violencia de género no funcionarán bien, aunque no sean malas, mientras la Universidad siga peleada con la democracia, la formal y, mucho más, con la participativa.

La violencia de género no hubiera hecho la crisis que estamos viendo en un medio en el que pocos o muchos plantean sus puntos y éstos se abordan por los demás a través de un entramado de discusión y decisión colectivas. Pero, gota a gota, se ha empezado a derramar el vaso ante la inexistencia de instancias en las que se resuelvan esos y todos los asuntos importantes.

¿Dónde se ha discutido el problema de la violencia contra las mujeres? En demasiados lugares, excepto en aquellos en los que se supone que deberían tomarse las decisiones en pluralidad. Para decirlo en forma más directa: el Consejo Universitario no es una instancia de deliberación y resolución de problemas generales, mientras los consejos técnicos siguen siendo sólo eso, puramente técnicos, para no contrariar el principio antidemocrático de las decisiones unipersonales del director/a.

La UNAM requiere en este momento una convocatoria a discutir organizadamente, sin mentiras, manotazos ni insultos, un proyecto de ley de la Universidad que se apegue a la autonomía consagrada en la fracción VII del artículo 3º constitucional, cuya redacción sería fácil, para que, luego, el Congreso de la Unión recoja el proyecto que de ahí surja y expida el nuevo ordenamiento. Después vendría lo difícil, la UNAM tendría que decidir qué tanta democracia quiere y cómo la necesita; qué tanta participación directa es conveniente; qué tanto diálogo desea; qué tanta organización reclama. Todo esto lo haría libremente, sin que una ley del Congreso, inconstitucional por ser orgánica, le indique cómo debe ser su gobierno interior.

Este planteamiento lo han rechazado Barros Sierra, González Casanova, Soberón, Rivero, Carpizo, Sarukhán, Barnés, De la Fuente, Narro y el actual Graue. Todos los rectores posteriores al movimiento contra el autoritarismo y el elitismo que derribó a Ignacio Chávez en 1966 han sido continuadores de la misma antidemocracia. Aunque aquella huelga estudiantil abrió el cogobierno extralegal en algunos planteles, éste se diluyó en medio de otras luchas de carácter nacional, incluyendo aquellas magníficas acciones victoriosas a favor de la gratuidad, todas las cuales nos dejaron un espléndido legado, primero, en favor de la democracia y, después, en la resistencia contra el neoliberalismo.

Como haya sido, el gran problema actual consiste en que la mayor Universidad está desfasada de su propio país al que tanto ha aportado, pero del cual no ha sabido aprender.

El Memorándum de AMLO: de la forma al fondo

Algunos, los conservadores, no se han dado cuenta de que la manera de hacer política está cambiando en aras de que cambie el contenido de la misma, el fondo. No se trata de que ese cambio sea bueno nomás por serlo, pero de que hay cambio, lo hay.

El presidente ha firmado un documento insólito: un Memorándum público dirigido a una secretaria y dos secretarios de Estado, recordándoles la política administrativa que se habrá de aplicar en lo referente a la educación básica. Como eso es desusado, luego se ha señalado como «inconstitucional» por varios opositores y algunos críticos. Un ex ministro de la Suprema Corte dijo que era recurrible: lo es todo acto conocido de la autoridad.

Los presidentes mexicanos no tenían costumbre de recordar a sus subordinados el contenido de la política de manera pública más que cuando declaraban: «he dado instrucciones para…», pero, ¿sus órdenes estaban por escrito?

El Memorándum de AMLO está firmado y es público porque es parte de una difícil negociación, en varias bandas, para abrogar la reforma educativa de Peña Nieto, tal como lo dice el texto presidencial. Ese es el fondo.

Las oposiciones tienen una iniciativa conjunta. El SNTE, que no se movilizó contra aquella reforma, nunca ha estado de acuerdo con la misma. Se encuentran de manera relevante los maestros (CNTE) que lucharon arduamente contra ella y fueron víctimas de represalias administrativas y penales. Finalmente, está el bloque parlamentario mayoritario y el gobierno de López Obrador que buscan la manera de construir el acuerdo conveniente.

La iniciativa original enviada por el Ejecutivo ha sido modificada en un proceso enredado, pero el dictamen aprobado en comisiones de la Cámara de Diputados no es del todo el texto que se requiere.

El Memorándum expresa algunos aspectos que no podrían ir tan claramente en un decreto de reforma constitucional, tales como actos de política administrativa que son necesarios: revocar ceses, tratar de cancelar procesos penales, dejar de pagar a los «aviadores», centralizar la nómina, contratar prioritariamente a los egresados de las normales, entre otros aspectos.

El actual gobierno busca, como todo mundo sabe, la abrogación de la reforma educativa. Mientras tanto, hay que tomar algunas orientaciones, pero, sobre todo, advertir que, después de la aprobación del nuevo texto constitucional, la cauda dañina de la reforma va a quedar subsanada.

Políticos y juristas acartonados parecen no entender el contexto político. No existe en el Memorándum ningún acto de gobierno contrario a la Carta Magna porque, para empezar, no se trata de un decreto, sino de un recordatorio interno sobre la orientación política del Ejecutivo en el tema.

Si esos «especialistas» escandalizados quieren defender la reforma de Peña Nieto, tal como parece, que lo digan y veremos cual es el contenido del debate. Si defienden el método de la política en lo oscurito, como era antes, que lo señalen también. Si lo que molesta es que el Ejecutivo pueda dar a conocer públicamente orientaciones internas dirigidas a su gabinete y no sólo actos concretos, pues están viviendo en otra época.

Si en lugar de Memorándum ese texto hubiera sido el de un discurso, los objetores no habrían podido decir nada por falta de firma, es decir, de formalidad. Pero entonces no tendría el alcance que se le ha dado en el marco de las negociaciones entre bandos que no se tienen confianza entre sí.

Ya no son tiempos de aquella hipocresía bajo la cual las decisiones del presidente eran grises, de tal forma que, si  acaso generaban rechazo, la culpa era del secretario de Estado del ramo. «Reservar instancia», se decía, cuando se ejecutaba algo que podría luego ser rectificado por el superior, aunque éste lo hubiera decidido desde un principio. Pura forma.

En cuanto a motivar y fundar los textos oficiales, eso opera para las órdenes, decretos, resoluciones, contestaciones y cosas por el estilo, con el propósito de hacer valer los principios de legalidad y certeza. Pero no se puede estar hablando de la misma manera para todo memorándum interno del gobierno. Cuando alguno de los secretarios que recibieron el Memorándum dicte alguna resolución, entonces de seguro dirá bajo qué norma está actuando: así podrán los juristas acartonados tomarse la molestia de ir con los jueces.

Otros han dicho que el Memorándum no tiene importancia ni trascendencia porque no es una figura jurídica. Entonces, ¿por qué lo cuestionan?

Gracias al ruido desatado sobre el dichoso Memorándum, éste ha tenido mayor resonancia. Como la discusión sobre su legitimidad es algo que no puede conducir a ningún acuerdo, entonces se ha convertido en un instrumento político de mayor alcance. La discusión es algo que a México le había hecho falta durante décadas. Ahora se discute casi todo lo formal, hasta el tiempo que duran las conferencias mañaneras del nuevo presidente.

Sin embargo, en política la forma no es fondo; sólo el fondo lo es. Lo trascendente no es la forma de memorándum sino el contenido del texto firmado y, especialmente, lo que se va a hacer.

La pugna sobre el trabajo docente

El centro de la reforma al artículo 3º de la Constitución vuelve a ser el carácter del trabajo docente. Este tema oscurece el debate más general sobre el sistema educativo. Por ello, es preciso concluirlo pronto.

El punto es cómo se organiza el ingreso y la promoción a la carrera magisterial. La reforma de Peña Nieto montó un aparato de inspección, premiación y sanción sobre cada maestro y maestra. No era un sistema para evaluar colectivos y reformar contenidos y métodos, como se dijo, sino de reestructuración administrativa para aplicar una típica receta neoliberal basada en la competencia individual, con el máximo esfuerzo, para obtener mayor utilidad.

La nueva reforma que se procesa en el Congreso postula que el ingreso, la promoción y el reconocimiento de los maestros y directivos se base en procesos de selección marcados por la ley sin que éstos se encuentren vinculados a la permanencia de los maestros y maestras en el empleo. Es decir, que la legislación no sea punitiva ni el sistema sea vertical.

La cuestión consiste entonces en que los sindicatos no podrían proponer candidatos a ingresar a la docencia o a desempeñar puestos de dirección y de supervisión. Se crearía, por tanto, un derecho académico-profesional, paralelo a los derechos laborales. Desde luego que va a existir un cruce conflictivo entre ambos derechos, como ocurre en las universidades autónomas, pero no es aceptable seguir con la gremialización de la academia, mucho menos cuando predomina un sindicalismo corrompido.

Las instituciones de enseñanza superior no han estado a salvo de burocracias académicas que administran el ingreso y la definitividad de profesores e investigadores, pero al menos no se advierte un comercio de plazas como el que se produjo en el sistema educativo básico.

Crear una nueva ley para definir las instancias y procedimientos de ingreso, promoción y reconocimiento alcanzaría justificación plena sólo si se incorpora la participación de los maestros y maestras, es decir, si se construye un sistema democrático y horizontal. Como instancia burocrática, al estilo de la reforma de Peña Nieto, la carrera docente estaría destinada a ser de nuevo totalmente instrumental, sin relación sustantiva con el proceso educativo visto en su conjunto.

La CNTE tiene razón en temer que con una nueva ley se siga sin incorporar al magisterio en los diversos procesos de selección. No hay, por el momento, manera de convencer a esa organización sindical, o a cualquier otra, que se trata de lograr que los educadores como tales vayan reasumiendo la función propiamente educativa y propiciar que los sindicatos ejerzan bien su carácter de organizaciones democráticas de defensa laboral.

En otras palabras, no es aceptable que una burocracia política controle el sistema de ingreso y promoción, pero tampoco se puede consentir que los líderes sindicales –la otra burocracia— sigan gremializando el sistema educativo nacional.

Si la desconfianza principal consiste en el contenido de una nueva ley que habrá de expedirse en los próximos meses, nada de lo que se redacte en el actual proyecto de reforma constitucional podría superar por completo los temores al respeto.

En el estira y afloja de los textos del articulado podría avanzarse en los próximos días e, incluso, en la revisión en el Senado, pero la desconfianza no desaparecerá. La política en México ha sido conducida con engaño, mentira, alevosía, ilegalidad y cinismo. Pensar que, con el reciente cambio, la impronta del sistema político mexicano se ha adelgazado como para ser sustituida por un ambiente generalizado de lealtad, honradez, transparencia y legalidad, es sin duda un buen deseo, pero de seguro algo así ha de tardar años de arduo esfuerzo.

Mientras tanto, será indispensable que la nueva ley reglamentaria de la carrera docente, al ser expedida, contenga ya un cambio democrático en la política de admisión y promoción del magisterio. Algo que en verdad aporte al gran tema de la transformación de la escuela mexicana. Los educadores profesionales son quienes deben educar, pero, para esto, ellos deben alcanzar conciencia de tales.

Entonces se habrá de reformar otra vez el artículo 3º, con el fin de sentar ahí la base de una nueva organicidad de la conducción del proceso educativo a partir de los educadores y los alumnos, de verdaderas instancias académicas colegiadas. Será lo que el movimiento estudiantil planteó desde principios de los años sesenta del siglo XX: «una educación democrática, popular y científica.»

La bancarrota del sistema educativo

La profesión de maestro en la educación básica ha sido ubicada en el escalón más bajo del trabajo intelectual. Los educadores no son  considerados como tales sino que han sido sometidos a unas burocracias sindical y gubernamental desde donde se organiza la función educativa con una muy escasa participación del magisterio.

Las condiciones materiales de los planteles educativos se encuentran por lo regular también en la ruina. Los hay pobres y los demás son paupérrimos.

Los niveles en el aprendizaje de los educandos son bajos en comparación con los observados en otros países con desarrollo semejante al nuestro.

Para completar este deteriorado cuadro, la escuela mexicana es autoritaria y, en consecuencia, no prepara a la juventud para la democracia mediante el método de la conjunción de la teoría y la práctica.

Las y los educadores sólo intervienen mediante consejos técnicos escolares, sin tomar parte en las decisiones generales. Al carecer de parámetros educativos, maestros y maestras no cuentan con instrumentos para comparar a su propia escuela con otras y evaluar al sistema educativo en conjunto. No pueden, por tanto, hacer firmes propuestas de modificación del proceso educativo. No existen consejos académicos propiamente dichos.

Durante muchos años, la ausencia de instancias de participación académica y técnica del profesorado contribuyó al gremialismo estrecho, sectario y corrupto, hostil a la democracia y, en consecuencia, orilló a la clausura de la intervención del magisterio en la forja de la materia de su propia profesión.

Muchas autoridades educativas no han sido profesores sino burócratas. El Estado no es quien debe educar sino ser educado. El Congreso debe proveer, el gobierno debe administrar.

Tampoco se integraron suficientes contenidos regionales a los programas de estudio ni se analizaron las problemáticas de los pueblos indígenas y sus derechos políticos y culturales.

El reconocimiento de que los educadores son aquellos integrantes activos del magisterio no debería ser indispensable, pero lo es, aquí y ahora, porque se niega en los hechos el carácter profesional de las maestras y maestros.

El acceso de las y los educadores a la formación académica debería ser un derecho garantizado por el Estado mediante todo un entramado institucional: la escuela de la escuela como proceso de continuo cambio e innovación.

Como trabajadores, las maestras y maestros fueron sometidos por el charrismo sindical, lo cual generó un desgastante proceso de resistencias en muchos lugares del país. Esto, como se sabe, se agudizó a partir de la reforma educativa del sexenio pasado. En lugar de construir las bases de la nueva escuela mexicana, se abrieron exámenes punitivos y promocionales a las y los educadores. La escuela, como tal, no fue evaluada y mucho menos reformada. Así ha llegado a la bancarrota.

Se precisa, por tanto, un acuerdo político nacional para acometer una transformación que abarque la reforma de la escuela y las garantías del derecho a la educación, otorgadas de manera siempre creciente por el Estado: abrir la educación, mejorar la escuela y garantizar la permanencia y éxito de los alumnos.

El magisterio y el alumnado deben ser los dos grandes protagonistas de la nueva escuela mexicana en un marco democrático y participativo.

Los gobernantes deben ser educados

Azorados algunos, preocupados otros, advierten que el próximo gobierno está dispuesto a cancelar la llamada reforma educativa impulsada por Enrique Peña Nieto. El punto de inicio del debate ha sido el de que la Constitución fue cambiada para agregar algo que no pone ni quita nada a la educación pública, a saber, que la autoridad es la encargada de contratar a los profesores.

Además, fue creado por disposición constitucional un instituto de evaluación que suele existir en otros países pero que sólo en México ha de integrarse como si fuera la suprema corte de justicia, a propuesta del Ejecutivo y con el voto de las dos terceras partes de los senadores, cuyas funciones son «diseñar mediciones», «expedir lineamientos» de evaluación y «generar y difundir información.» Todo lo cual se puede hacer sin tanta pompa y costo.

No era necesario modificar la Constitución si no hubiera sido porque el gobierno de Peña Nieto no encontró otra forma de encararse con el SNTE, sindicato con dirección «charra» con canonjías concedidas por los sucesivos gobiernos (del PRI y del PAN) para designar directores hasta el nivel de subsecretario de educación básica. En cuanto a los «comisionados» de dicho sindicato (burócratas que cobran pero no dan clases), las cosas no parecen haber cambiado demasiado.

Las leyes reglamentarias de dicha reforma constitucional son en realidad el problema mayor porque, entre otras cosas, establecen un sistema de evaluación que premia a algunos profesores con incrementos de sueldo mientras que a los demás los deja igual. Esto no es compatible con la Constitución porque el trabajo es igual pero el sueldo no, aún con antigüedades idénticas.

Los profesores, oficialistas y disidentes, consideran que el sistema impuesto por Peña Nieto es punitivo, es decir, castiga sin evaluar la educación, en otras palabras, evalúa a cada maestro sin tomar en cuenta el sistema mismo.

Se ha seguido cayendo en el error histórico de suponer que el gobierno debe educar cuando, en realidad, debe ser educado. Quienes tendrían que normar el sistema educativo, tanto en su contenido como en su organización, son justamente los educadores. Pero ellos y ellas siguen brillando por su ausencia en tales funciones.

El profesorado de primaria y secundaria ha sido alojado en la escala socioeconómica más baja del trabajo intelectual. Pero no se trata sólo del sueldo sino de su intervención en el proceso educativo del cual es una de las dos partes fundamentales, junto a los educandos.

No se ha producido ninguna reforma en los contenidos, programas y métodos de enseñanza. La escuela mexicana sigue siendo de dos clases: la pobre y la paupérrima. Las zonas más pobres tienen escuelas sin equipamiento y, a veces, sin maestros, pero el presupuesto público debería repartirse igual en los lugares menos pobres y en los más pobres de México. No es así, pero ninguna autoridad «responsable» responde en algún sentido al respecto. La escuela reproduce la pobreza extrema.

 

La «calidad de la educación» ha querido ponerse en el centro de la tal reforma, pero no se dice qué se entiende por eso. Se trata sólo de un eslogan, sin contenido.

Para hacer un cambio en la educación, además de repartir el presupuesto de manera igualitaria porque no hay motivo para diferenciar la inversión educativa como medio de castigo a los más castigados de por sí, es preciso dar la palabra a los educadores.

La evaluación de la educación no puede consistir en aplicar el peor método de educar que es el de hacer exámenes todo el tiempo y poner a competir a los alumnos. El método de la competencia es la peor forma de alcanzar una educación formativa basada en el trabajo de conjunto y la solidaridad de los grupos de estudiantes.

Los objetivos de la educación, su calidad, no deberían estar definidos mediante la capacidad de resolver exámenes sino en aprender a resolver problemas.

La reforma no es educativa sino administrativa pero en el peor sentido. La estratificación del magisterio es una forma de romper los lazos de solidaridad e impedir el trabajo colectivo. La competencia como método de aprendizaje y de organización de la enseñanza es doblemente nefasta.

Es preciso abrogar la llamada reforma educativa de Peña Nieto y redactar nuevas leyes con la concurrencia de los educadores para que ellos y no el gobierno asuman la tarea de la enseñanza.

El examen de admisión sí es una mentira

De lo dicho por Andrés Manuel López Obrador en el debate de Milenio TV se han derivado, por lo visto, varios temas. Uno de ellos es el de la educación superior. Guillermo Sheridan reacciona a lo dicho por el candidato de Morena con ironías y muchas oscuridades en su columna de El Universal del pasado martes.

Una verdad sabida es que el examen de admisión, como dijo AMLO, es una mentira, pues si todos los aspirantes obtuvieran calificación de diez, de cualquier forma no podrían ingresar porque no hay lugares suficientes. No se trata de un examen de conocimientos sino de un filtro, pues no existe calificación aprobatoria. Así ha sido desde que fue diseñado en tiempos de Ignacio Chávez, quien decía a los cuatro vientos que a la Universidad deberían ingresar sólo los mejores en el sentido de pocos y bien seleccionados.

Guillermo Sheridan rechaza la «utopía» de López Obrador en el sentido de que todos los aspirantes deben ingresar al ciclo superior. Sería como ha sido hasta ahora en Francia, desde tiempos de Napoleón: quien aprueba el examen de grado del Liceo puede ingresar en la universidad. Ahora, Emmanuel Macron, nuevo presidente neoliberal, quiere cambiar ese precepto bicentenario para que las universidades decidan a cuales aspirantes admiten y a quienes rechazan según otros parámetros, ya no igualitarios, entre ellos una pretendida reducción de la matrícula. De por sí, el filtro económico es contundente, pero siempre se busca poner otros.

Eso es lo que reivindica Sheridan. Pero en México en eso hemos vivido durante muchas décadas y, por ello, sufrimos desde entonces un desastre educativo.

Al final, Sheridan se queda en sus burlas y chistes de mala factura, pero no aporta absolutamente nada para entender uno de los más graves problemas nacionales.

Hace unos 30 años, Corea del Sur y México tenían en las aulas superiores al 25% de sus respectivas juventudes. Hoy, el país asiático tiene el 65% y el nuestro se ubica en el 28%. Esto es así a pesar de los rasgos francamente clasistas y autoritarios de la educación coreana, pero la pregunta es ¿por qué se estancó México? La respuesta es sencilla: la política educativa es nefasta.

Sheridan acusa a AMLO de querer dar órdenes a las universidades autónomas para que modifiquen sus métodos de ingreso. Pero, al respecto, las instituciones educativas carecen de política como no sea la de admitir a todos los que quepan en las aulas sin que haya calificación de ingreso sino sólo cupo. En Corea, a pesar de la brutal y enfermiza competencia existente, la calificación mínima aprobatoria es 250 sobre 400, es decir, 62.50 puntos en una escala de 100. Si en México ese fuera el mínimo de ingreso no habría bancas disponibles en las aulas. Para que un estudiante del bachillerato de la UNAM tenga pase automático dentro de su propia universidad requiere 7 de promedio en todo el ciclo.

Lo que está proponiendo AMLO es lo que se ha estado planteando durante más de 50 años, de lo cual, por lo visto, Sheridan no se ha enterado todavía. Aumentar el cupo en la educación superior para incorporar a todos los jóvenes aspirantes y elevar la proporción de ellos sobre el total de personas en edad de acceder a esos estudios. Estados Unidos y Europa están en el 75%, alto; América Latina se encuentra en el 44%, medio; México, casi en la cola mundial con su 28%.

Luego llegamos pronto a dos problemas. Uno de ellos es el presupuestal, que AMLO plantea primordialmente. El otro, que tendrán que resolver directamente las instituciones, autónomas y no, consiste en preparar a los profesores y organizar la docencia.

Esa es la utopía, según Sheridan. Pero, según el programa educativo histórico de todas las izquierdas mexicanas, sencillamente es poner fin al desastre educativo mexicano.

Hace más de 40 años, Pablo González Casanova y Manuel Pérez Rocha, uno, rector, el otro, fundador coordinador del CCH, decían una verdad de a kilo: no hay contradicción entre el tamaño y la calidad de la educación.

Una revolución educativa puede estar por empezar si se defiende con firmeza el planteamiento de que la educación es un derecho de todos los niños, niñas y jóvenes, que el Estado debe garantizar.

Los reaccionarios como Guillermo Sheridan deben pasar a la oposición y, desde ahí, seguir luchando contra la educación popular. Ese sería su derecho y su misión. Pero, mientras tanto, la realidad social de México estaría cambiando para mejorar.

El Estado no debe educar sino ser educado

 
Dice Enrique Peña Nieto que estar contra la reforma educativa de su gobierno es estar contra México. Le importa menos al presidente de la República qué clase de reforma es ésa porque lo que busca es poner a la oposición más crítica y rupturista en la tesitura de tener que estar contra México. Y como no se trata de ser declarado adversario de cualquier otra cosa, sino justamente del país al que se pertenece, entonces tenemos una excomunión no eclesial sino nacional.
 
La intolerancia de Peña es conocida, pero ese discurso para fustigar a quienes están contra su política ya fue desorbitado. Parece que para el gobierno ha llegado el momento de hacer exaltación de la propaganda del exclusivismo político y la prepotencia, es decir, de la forma priista de ser. Pero, entre más lo haga, aún menos respaldo tendrá, aunque él no lo quiera admitir por pura necedad.
 
El presidente afirma que su reforma educativa llevará a la escuela mexicana a altos niveles de calidad, de lo cual no se ha visto ni el inicio.
 
Ninguna evaluación personal es capaz de hacer mejor a un maestro o maestra. Lo que en verdad se requiere saber es cómo se encuentra el sistema educativo y eso es justamente lo que no se sabe bien, mientras lo que se sabe se oculta.
 
La escuela pública mexicana va de ser pobre a ser paupérrima. Es tanto más pobre cuanto más lo son las familias de los alumnos. El presupuesto educativo se distribuye con una franca discriminación de los más indigentes de México. Esto nunca ha sido reconocido por algún Secretario, ya fuera de Educación o de Hacienda, pero es una inconfundible consecuencia de concretas decisiones de gobierno. Y mientras no se hable con la verdad, aunque sea sólo con la más fehaciente, no podrá haber reforma educativa propiamente dicha.
 
La calidad de la educación (término inapropiado pero de uso común) se mejora a través de la definición de nuevos objetivos alcanzables, la priorización del gasto público, la corrección del sistema educacional y la organización de la comunidad escolar para lograr un desempeño solidario. Nada de esto se encuentra en la reforma educativa de Peña.
 
En cambio, se cometen tropelías como la de establecer una diferenciación de sueldos entre docentes de la misma categoría laboral y antigüedad en función del resultado de un examen, ahora llamado evaluación. Esa pauta de acción administrativa busca dividir al magisterio en la base, beneficiando sólo a una pequeña parte. A trabajo igual corresponde salario igual es un principio que se enseña en las escuelas. Sin embargo, eso no es algo respetable según Peña Nieto y los líderes de un sindicato de opereta, el SNTE. En realidad, se trata de pura manipulación política pero sin objetivos educacionales.
 
Todo cuerpo docente requiere una preparación incesante pero esa es justamente la que siguen sin tener los profesores y profesoras del sistema de educación básica.
 
La reforma de Peña no ha planteado un nuevo sistema nacional pedagógico para los maestros y maestras. Al respecto, todo está igual que antes, es decir, avanza por la ruta de la mediocridad cuando no del fracaso.
 
En el fondo del problema educativo se encuentra la misma situación siempre: la pretensión del Estado de educar a los niños y los jóvenes. En realidad, el Estado mexicano tiene que ser educado por lo cual no puede educar. Lo que debe hacer es financiar adecuadamente el sistema educativo con el fin de hacer universal el acceso a la enseñanza y dotar a éste de los instrumentos necesarios. La educación debe estar a cargo de los educadores. Para esto, no sólo se requieren sistemas propiamente educacionales sino también sistemas democráticos que promuevan la participación de los docentes, de los padres y madres de los alumnos y de estos mismos. Sin embargo, este idioma no lo pueden entender los actuales gobernantes pues nunca han estudiado el tema ni dan muestras de querer hacerlo, son políticos convencionales.
 
Mientras, habría que declararse «contra México» aunque sólo se esté contra una efímera reforma que no es más que un intento de control administrativo de la educación básica. En realidad, se trata de una recuperación política por parte del PRI, en su ropaje de gobierno, luego de que Elba Esther Gordillo se rebeló y puso changarro aparte. Convertir al secretario de Educación en el mandamás del sistema educativo básico, en lugar de una lideresa corrupta, ahora encarcelada, no resulta ser avance, menos cuando ese puesto lo ocupa Aurelio Nuño, convertido en educador de México aunque, como ya nos dimos cuenta, no puede distinguir entre astronomía y astrología.