Discurso de Pablo Gómez en el acto sobre la reforma de la Constitución de la Ciudad de México, el 2 de septiembre de 2024, bajo la presidencia de Martí Batres, jefe de gobierno.

.

La propiedad originaria de la Nación sobre tierras y aguas no es sólo una declaración democrática, es decir, una reivindicación de poder soberano del pueblo sobre su territorio, sino que es al mismo tiempo un instrumento para reformar la sociedad, justo en los términos del mismo texto constitucional de 1917: “La nación tendrá en todo tiempo el derecho de imponer a la propiedad privada las modalidades que dicte el interés público”.

Estos conceptos han sido introducidos como precisa referencia en la Constitución de la Ciudad de México, mas no se trata de un homenaje al contenido social de la revolución de 1910-1917, expresado en la carta de Querétaro, sino de la actualización de ese legado histórico.

Hoy, en el marco de una transformación largamente esperada, adquieren nueva fuerza esos referentes de cambio social que vienen de la historia contemporánea de nuestro país y que fueron obra de las clases populares. El cambio político en curso ha sido producto genuino de sucesivas luchas de trabajadores del campo y la ciudad, de mujeres, de jóvenes, a lo largo del siglo XX.

La lucha por la democracia política condujo a la victoria del 2018, cuando se logró el cambio del gobierno nacional y se abrió un capítulo nuevo. No ha sido este cambio una modificación en las posiciones de algunos grupos políticos, como ocurrió a principios del siglo actual, sino el desplazamiento del poder de una capa política representativa de la clase socialmente dominante que implantó una dominación oligárquica y le impuso al país el programa neoliberal que resultó un valladar del progreso y el mayor instrumento de postergación, a un alto costo, de cambios sociales que ya eran apremiantes.

Como hija del proceso de lucha democrática de finales del pasado siglo, que claramente se ha reimpulsado, la transformación en curso está haciendo el recuento programático de su propio origen. Un punto relevante ha sido congelar y revertir en ciertas ramas el programa neoliberal de privatizaciones que, por cierto, como todo programa de los tiempos priistas y prianistas, llevaba el sello de la corrupción. El impulso de las industrias de energía no sólo ha sido una recuperación de riqueza pública sino la búsqueda de la independencia nacional en la materia. El viejo texto del artículo 27 constitucional ha sido desempolvado en los últimos años y eso ha ayudado, pero, como hemos visto, las resistencias de los conservadores han sido rabiosas. Ahora buscamos revertir los giros entreguistas de la llamada reforma constitucional energética votada por la alianza del PRI y el PAN, cuya entonces mayoría calificada en el Congreso nunca fue reprobada por la gran prensa, las organizaciones patronales ni las derechas neoliberales de México y del mundo. Al revés, dicha mayoría era enaltecida como expresión de “estabilidad política”, aunque en realidad era instrumento de reformas reaccionarias.

Cuando la izquierda busca lograr una mayoría suficiente para revertir lo que antes se hizo con soltura desde la derecha, se le acusa de antidemocrática e, incluso, de ilegal. Pero el pueblo sabe que la ley electoral de hoy es la misma que la de entonces, cuando los neoliberales estaban rematando la capacidad de generación eléctrica y los campos petroleros, condenando al país a depender de los mercados controlados por las trasnacionales.

En estos años de transformación casi todo ha sido un conflicto. Eso ya se esperaba. Lo que está presente es la disputa sobre quiénes han de tomar las decisiones. Eso se llama desde hace milenios la lucha por el poder. Sin embargo, un gran aporte de la nueva situación política de México y de la nueva forma de gobernar es que esa lucha por el poder no sólo se ha transparentado, sino que, además, se han hecho evidentes los verdaderos motivos de cada segmento involucrado.

No ha sido sencillo ejercer un gobierno transformador siendo obstaculizado de manera sistemática por la mayoría de quienes integran el Poder Judicial. Cuando se está en la lucha política, a veces se olvida que no sólo hay gobierno y legislatura, sino que también hay jueces, quienes no pueden hacer reformas sociales y económicas, pero pueden en cambio obstaculizarlas y que muchos han sido llevados a la judicatura justo para proteger el estatus quo, incluyendo el viejo Estado corrupto.

México tuvo uno de los sistemas judiciales más abyectos al poder político. Luchamos contra eso y no queremos volver a tan despreciable situación. Pero esa corrupción judicial que padecimos por décadas, luego que la izquierda se hizo del gobierno y de la legislatura, se convirtió en militancia oposicionista porque no sólo es la mordida que se cobra muchas veces sino los intereses sociales y políticos que se representan. ¿Qué independencia judicial existe cuando desde los tribunales se han combatido por sistema las reformas del gobierno de la transformación justamente con argumentos de la derecha y, muchas veces, en grosera violación de textos constitucionales?

Se ha llegado al extremo de que cuando la Carta Magna dice no, los ministros leen sí. De esa forma, un ministro admitió una controversia y, al mismo tiempo, suspendió el decreto de reformas electorales, pero quien presentó el recurso carecía de capacidad para eso e, incluso, lo tiene prohibido en el texto constitucional. México es el único país donde la autoridad administrativa electoral, encargada de aplicar las leyes precisamente electorales, ha logrado que deje de tener vigencia un decreto de esa materia expedido por el Congreso y promulgado por el Ejecutivo el día anterior. ¿Acaso en la Corte no han leído el artículo 105 de la Constitución? De seguro que sí, este no es un problema de sabiduría jurídica sino de conversión del Poder Judicial en un bloque de oposición.

Ahora tenemos a una juez y a un juez tratando de impedir que la Cámara de Diputados discuta un proyecto. Pero ¿es que se quiere que en el Poder Judicial se deba decidir si se enlista en el orden del día de alguna de las cámaras del Congreso un determinado asunto que no sea del agrado de ciertos juzgadores. Las comisiones dictaminadoras en el Congreso mexicano no son “autoridades”, no son capaces de realizar actos que puedan dañar derechos, intereses, propiedades, libertades, etcétera, de las personas. Elaboran proyectos a partir de iniciativas. Pero hay una jueza que considera que lo que pudiera llegar a aprobar la Cámara a partir de un proyecto de comisión es ya como un decreto expedido por el Congreso y promulgado por el Ejecutivo. Más aún, en su pretensión de suspender el trámite legislativo declara, de antemano, que el contenido del dictamen (que quiere decir opinión) es claramente contrario a los derechos humanos de los quejosos, quienes también son jueces. En la suspensión provisional ha quedado resuelto el supuesto fondo del juicio de amparo.

Lo que tenemos aquí es un intento de inhabilitación del funcionamiento del Poder Legislativo desde un par de juzgados de distrito, bajo la piadosa mirada del Consejo de la Judicatura. Y se trata de algo irónico después de que se ha renovado todo el Congreso en una elección realmente trascendente por su transparencia y por sus resultados concluyentes. Se intenta dar un golpe contra la soberanía popular que ha sido depositada para su ejercicio en representantes elegidos con capacidad para legislar.

En el marco del debate actual sobre la judicatura mexicana sobran motivos para inclinarse en favor de una regeneración del Poder Judicial. Nada asegura la honradez e independencia de jueces y juezas, pero el actual sistema de conformación de ese poder, mucho menos. Quienes defienden la estructura judicial vigente dicen que la elección popular podría no llevar a combatir la corrupción; luego, se entiende que admiten que la corrupción sí es un problema de la judicatura. ¿Qué proponen, entonces? Dejar todo como está. Así, de verdad, es muy difícil cualquier discusión interesante y constructiva.

Los llamados a realizar “acercamientos y reconciliaciones” entre los dos grandes bandos políticos del México de hoy no son viables debido al nivel de contradicciones realmente existentes y a que, por más que se oigan voces en este sentido, el asunto se ha convertido en algo impracticable. Lo que podría pactarse sería algo vinculado a la urbanidad, dejar de usar tonos ofensivos, pero para ello se tendría que renunciar a las campañas de mentiras y calumnias del bando que, por exceso de poder económico, puede gastar lo que sea para llevarlas a cabo. Como a eso no van a renunciar los económicamente poderosos, es mejor buscar la continuidad de lo más civilizado de nuestra época: la lucha política que, para la izquierda de antes y de ahora, abarca privilegiadamente la conciencia y la movilización populares.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *