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Que no sea “… demasiado tarde”

Las versiones del poema de Bertolt Brecht (o de Martin Neimöller) terminan en una desolación: “ahora vienen por mí, pero ya es demasiado tarde”. La censura, como toda persecución, es cosa de que se inicie para que luego pueda hacerse normal.

Twitter y Facebook suspendieron las cuentas del tal Donald Trump y eliminaron sus mensajes en las pantallas de millones de personas a partir del día del asalto al Capitolio. ¿Esto merece aplauso de parte de los adversarios del entonces presidente de Estados Unidos? ¿Es válido cancelar textos horrorosos bajo la aplicación del más simple criterio propio de los dueños de las empresas comunicadoras?

Han sido cuentas y frases de Trump las censuradas, pero podrían ser de otro. La amenaza culmina, como nos dice el poema, en que, si antes nada hiciste, ya llegaron por ti.

La Constitución mexicana (Art. 7) prescribe la neutralidad de la red internacional como parte de los medios a través de los cuales se realiza la libertad de difusión de opiniones, información e ideas, declarada como inviolable. La Carta Magna de México dice más: “No se puede restrigir este derecho por vías o medios indirectos, tales como el abuso de controles oficiales o particulares, de papel para periódicos, de frecuencias radioeléctricas o de enseres y aparatos usados en la difusión de información por cualesquiera otros medios y tecnologías de la información y comunicación encaminados a impedir la transmisión y circulación de ideas y opiniones”.

“Ninguna ley ni autoridad puede establecer la previa censura ni coartar la libertad de difusión”, sigue diciendo la Carta Fundamental mexicana. Los límites que pueden fijar a la libertad de difusión de opiniones, informaciones e ideas, siempre tendrían que incluirse en la ley y aplicarse por autoridad competente en el marco de otros derechos humanos.

Lo que han hecho las empresas que operan varias redes sociales, especialmente Facebook y Twitter, es lo contrario a lo que prescribe la Constitución de México, para no hablar de las leyes de otros muchos países que tampoco tienen autorizados los bloqueos arbitrarios, Estados Unidos incluido.

Cancelaron en la cuenta de una persona sus mensajes y luego suspendieron la misma. Simultáneamente, impidieron que otros y otras pudieran conocer lo que expresaba el sujeto bloqueado. La libertad consiste en emitir y poder recibir mensajes. El que hubiera sido Donald Trump es relevante, pero no determinante en el significado del hecho, puesto que se trataba de la difusión de ideas e informaciones. Todo esto no sólo abarcó a EU sino al resto del mundo interconectado en el que vivimos.

En el momento en que la autoridad de algún país restringe a Twitter, Facebook (incluido Whatsapp), Telegram u otra red en la difusión de informaciones que denuncian al gobierno, tales empresas censuradas manifiestan su inconformidad, crean un conflicto político y en su auxilio concurren otros gobiernos y hasta la ONU.

Cuando esas empresas por sí mismas censuran y cancelan cuentas mediante las cuales se difunden ideas e informaciones, no pocos gobiernos y la ONU callan porque se trata, quizá, de la libertad de comercio, de las condiciones contractuales impuestas para la prestación de los servicios de comunicación.

Sin embargo, las empresas, las que sean, no emiten leyes sino regulaciones comerciales contractuales que no pueden estar por encima del derecho humano de libre difusión de opiniones, información e ideas. Este criterio es una herencia de algunos olvidados liberales decimonónicos, el cual consiste en que es inválido aceptar la renuncia del derecho propio y que todo acto tendiente a tal propósito es ilegal y nulo de plano. Ningún contrato civil, escrito o hablado, tiene validez si abarca la excepción de derechos y libertades.

La humanidad no puede ahora depositar en unas poderosas empresas de la comunicación mundial la “inviolable libertad de difundir opiniones, información e ideas a través de cualquier medio”.

El carácter golpista que asumieron los actos del presidente de Estados Unidos el día de la toma del Capitolio no altera la validez de este principio, el cual ya es parte de los derechos humanos. Pero, además, los mayores censores suelen ser, entre otros, los fascistas, como lo son esos partidarios de Trump que buscaban impedir que el Congreso certificara la elección de Joe Biden, quien, por cierto, censuró a los asaltantes pero calló frente a Facebook y Twitter, porque los vio, quizá, como aliados, pero que cualquier día, no obstante, le podrían cancelar sus cuentas en las redes sociales.

Dar consentimiento al acto de censurar arbitrariamente, sin procedimiento ni autoridad, aunque sea tácito, admite que la misma censura pueda ser aplicada contra el aquiescente.

En el caso preciso de Donald Trump, la autoridad legítima ya ha tomado en sus manos el asunto. El aún presidente es un impeached (acusado) por segunda vez y el Senado estadunidense dictará sentencia, antes o después de la terminación de su mandato.

Pero el corte digital contra Trump también tiene otro fondo. Si en las redes se puede censurar opiniones e informaciones, entonces volvemos al esquema del imperio de los grandes medios convencionales. Dicho de otra manera, serán lo mismo Twitter y Facebook que los viejos periódicos y cadenas de radiodifusión. Es el monopolio de la información, en el cual se apoyaron durante dos siglos los poderes despóticos y las democracias formalistas de las clases dominantes.

La vieja libertad de imprenta, en el marco de la prensa escrita o hablada, se constreñía principalmente a los dueños de los periódicos y a los concesionarios de las telecomunicaciones, quienes gozaban de capacidad de difusión. Carecía de esa libertad el resto de la gente que no les podía pagar a aquellos por sus servicios. Al mismo tiempo, en México todo ese andamiaje fue controlado por el gobierno mediante compras, amenazas y represalias. Perder la libertad en las redes sociales sería una regresión.

Esto lo hizo ver el presidente de un país: México. Otros, quizá por convenencia o hipocrecía, ignoraron ese mensaje o voltearon a ver para otro lado, sin descontar a aquellos que insinuaron soezmente que la protesta de López Obrador contra esas empresas de redes sociales sería una forma de apoyo a Donald Trump.

México tiene que emitir una ley que impida la supresión y la censura previa en las redes. Si hasta ahora no se ha expedido es porque se consideraba que sería suficiente el texto constitucional. Pero como no pocos conservadores se han quedado callados frente a la acción de Facebook y el arrogante mensaje de su principal ejecutivo, entonces ya se ve que es necesario legislar y, además, convocar a todas las naciones a impedir las dos cosas: el imperio de las empresas privadas y la acción restrictiva y arbitraria de las autoridades, ya que unas y otras, juntas o separadas, son quienes poseen hoy en día capacidad de coartar la libertad en materia de difusión de opiniones, información e ideas.

Ha sido Donald Trump el acallado, por lo que no era necesario inconformarse; mañana habrá otro cualquiera y tampoco será preciso elevar la voz; al final, quizá seamos muchos y ya no habrá tiempo de detener a los arrogantes administradores de la “inviolable libertad de difundir opiniones, información e ideas”, como la denomina la Constitución mexicana. ¿La historia tiene que repetirse?

Los viejos ferrocarriles de AMLO

Si usted quiere ir a Cancún por tierra, puede llegar al río Coatzacoalcos y lanzarse a Villa Hermosa para seguir hasta Escárcega y atravesar la parte sur de la península hasta Chetumal, luego de admirar la laguna de Bacalar, tomar la carretera costera de Quintana Roo y, en unas pocas horas, llegar a las playas de Cancún o algunas mejores que están cerca, luego de pasar por otros lugares maravillosos. Si busca algo más, puede regresar por Chichen Itzá y Mérida, para tomar hacia el sur rumbo a Campeche. Usted puede hacer el viaje de ida y vuelta justamente al revés.

Dentro de poco tiempo podrá hacer todo ese periplo en tren, con mayor rapidez y comodidad.

Más de la mitad de ese ferrocarril ya existe, es muy viejo, no funciona.

En 1875 se inició un esfuerzo para ir de Mérida a Progreso en tren, lo cual se logró hasta 1881. Los ferrocarriles yucatecos tenían su gran troncal hacia el sur que llegó a Campeche en 1883 y varios ramales dentro del propio estado (la línea México-Veracruz había sido completada desde 1873). En 1906 el tren llegó a Valladolid, a 181 kilómetros de distancia. La construcción de aquellos ferrocarriles yucatecos duró 38 años. Quizá el Tren Maya pueda estar en servicio en menos tiempo.

Desde el otro lado, en 1901 se empezó a construir el Ferrocarril Central Tabasqueño, pero fue en 1935, bajo la presidencia de Lázaro Cárdenas, cuando el tendido de vías tomó cierto ritmo hasta que se detuvo en 1940 debido a la escasez de materiales provocada por la guerra.

Por fin, en 1950 se inauguró el ferrocarril completo: 738 kilómetros con 28 puentes hasta Campeche. Así, el viaje ya se podía continuar hasta Mérida. El presidente de entonces colocó el clavo del último durmiente. Era de oro… el clavo.

La mayor parte del trayecto del nuevo proyecto ferroviario de AMLO es el mismo viejo ferrocarril. La parte nueva no lo será tanto, ya que va a ser un trazo casi paralelo a la carretera que va de Escárcega a Chetumal y de ahí hasta Cancún.

Se nos quiere convencer que donde hay carreteras no puede haber vías férreas porque aquellas no afectan en nada y éstas destruyen todo: sociedad y medio ambiente. Eso es algo para pensarse varias veces.

En el Istmo de Tehuantepec existe un ferrocarril desde 1907, el cual podría cubrir la distancia de unos 200 kilómetros que separan a los dos océanos más grandes del planeta. Esa vieja vía ha sido rehabilitada y abandonada, relegada y vuelta a recuperar, pero nunca ha sido un gran corredor interoceánico. Junto a la arrumbada vía corre una carretera llena de tráilers y tanques. Nadie protesta por eso.

En México, como en otros países latinoamericanos, el ferrocarril fue emprendido en el siglo XIX y se detuvo en el siglo XX cuando aparecieron los camiones de carga pesada y se inició la construcción de carreteras y, después, de autopistas. Atrás fueron quedando los ferrocarriles por costosos, viejos y lentos.

Al abandonarse el ferrocarril se abonó otra clase de negocio con rápido retorno de la inversión y con menos trabajadores (mayor composición orgánica del capital). Todo fue para mejorar el negocio del transporte.

Llegó un momento en varios países que el ferrocarril reapareció con una velocidad de 300 kilómetros por hora o más. Sin embargo, México sigue en la película del siglo XX cuando en otros lugares del mundo ya miran otra cosa: viajar en tren es mejor que en avión, no hay largas esperas ni terminales lejanas.

Muy pocos se opusieron en el siglo XIX y en la primera mitad del XX a la construcción de ferrocarriles. Nadie protestó por árboles derribados en la vía que va desde Ojinaga hasta Topolobampo, porque todos ellos volvieron a crecer: la tala furtiva es un problema diferente.

El tren a Toluca ya se tardó demasiado por torpezas políticas, financieras y técnicas, pero eso no es fatal. Las cosas se pueden hacer de otra forma.

El gobierno debería tener ya proyectos y propuestas económicas para ligar a través de ferrocarriles modernos a las principales ciudades del norte y occidente del país con las del centro y sur. Los trazos de las troncales de los viejos sistemas ferroviarios son básicamente vigentes. La visión del siglo XIX se ha hecho presente en el siglo XXI.

Las inmensas inversiones que se requieren pueden ser gestionadas. Los proyectos Maya y del Istmo, financiados a través del presupuesto, son excepcionales. Para hacer posible obras mucho mayores se requiere financiamiento, lo cual permitiría hacerlas pronto y pagarlas lentamente a partir de sus propios ingresos. Esos son los créditos que sí hay que contratar.

El hecho de que casi todas las vías se encuentren concesionadas a empresas privadas no debería ser un obstáculo porque, aunque son buenos negocios (mucho más lo han sido, espectacularmente, en el primer trimestre del coronavirus), no dejan de ser unos fierros del pasado. Hay dos grandes concesionarios, Ferromex y Kansas City. Para una gran modernización no tendría que haber impedimento legal o económico. Entre varios se puede lograr un gran cambio. Es posible encontrar unas vías hacia el progreso.

Deberían construirse más viejos ferrocarriles de AMLO.