En casi todos los países, el dueño del suelo no lo es del subsuelo. Por tanto, la nación es propietaria de lo que está debajo hasta el centro inexpugnable de la Tierra. México es uno de ésos. Pero lo es desde antes de la expropiación de los bienes de las compañías petroleras, las cuales operaban como concesionarias: Cárdenas les expropió sus bienes mas no los yacimientos, que ya eran de la nación.
Nadie, ciertamente, pide que ese régimen jurídico de propiedad sea modificado, pero sólo aparentemente. Lo que se busca es que los productos posibles del subsuelo —como ocurre con la minería— sean concesionables, pero no directamente como antes del decreto del general Cárdenas, sino de manera indirecta, lo cual quiere decir engañosa, tramposa. Y, para ello, hay maneras de privatizar sin decir que se privatiza.
Los contratos de riesgo, prohibidos por la Constitución, tienen ahora otro nombre: “contratos incentivados”. La dificultad estriba en que éstos no están permitidos por la ley, por lo cual todos los firmados hasta ahora por Pemex son, como dice la norma vigente, “nulos de pleno derecho”.
Dichos “contratos incentivados” no sólo abarcan obras de exploración y perforación, sino también la producción durante todo el tiempo en que el pozo esté activo. Así, el concesionario opera para siempre y cobra según la capacidad productiva del yacimiento.
Para abrir la industria petrolera más allá de la prestación de servicios concretos con contraprestaciones determinadas —como dice la ley vigente— se necesita cambiar la legislación si se quiere llevar la práctica ilegal al plano de la legalidad, aunque nunca de la constitucionalidad. Es por ello que se ha planteado la reforma de la Carta Magna.
Privatizar no quiere decir por fuerza la conversión de Pemex en una sociedad anónima con o sin mayoría del capital privado, sino abrir la ganancia industrial petrolera —todos los hidrocarburos— al capital privado. Es pueril ese argumento tan repetido de que no se quiere privatizar, sino compartir con el capital privado un recurso que es propiedad de la nación. El país que concesiona comparte y el que “incentiva” también comparte: es lo mismo con denominación diferente.
Lo que se busca, en síntesis, es ir al fondo del Golfo de México a buscar crudo con la “ayuda” de las transnacionales, las cuales exigen contratos de riesgo: me pagas por lo que extraigo; si el pozo está seco no pagas nada. Pero la Constitución y la ley prohíben ese trato: no se puede pagar a un contratista con base en el volumen de lo producido ni en su valor, sino por la obra realizada con independencia del hidrocarburo, tal como se hace al contratar la construcción de un puente en cualquier remoto lugar.
El argumento es que el Estado no tiene recursos para aumentar, sin endeudamiento, las inversiones en la industria petrolera. Pero es que los ingresos de Pemex se los come el gasto corriente del gobierno federal, por lo que ese organismo público carece de suficientes recursos propios de inversión. El gobierno federal cubre gran parte de su gasto corriente con petróleo: así de simple.
Nota para los periodistas y comentaristas falsarios por acelere, ignorancia, cochambre ideológico o conveniencia: privatizar no sólo es vender propiedad pública, sino también entregar a privados una riqueza nacional.