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REFORMA POLÍTICO-ELECTORAL

Texto leído por Pablo Gómez el 28 de abril de 2022 en la conferencia “mañanera”, del presidente Andrés Manuel López Obrador en Palacio Nacional.

La iniciativa de reformas constitucionales que presenta al Congreso el Presidente de México en materia político-electoral tiene como propósitos principales los siguientes:

  1. Dotar al país de un sistema electoral que brinde seguridad, respeto al voto, honradez y legalidad. Por vez primera, en las elecciones de 2021, el gobierno federal no compró votos ni asignó dinero para que otros lo hicieran. Estamos de plano en la lucha efectiva contra la compra del sufragio, pero es necesaria una nueva reforma para lograr que ningún gobierno, ningunas empresas, ningunos poderes económicos puedan comprar votos, como tampoco utilizar instrumentos ilícitos para sesgar la voluntad popular.
  • Erigir autoridades administrativas y jurisdiccionales honestas e imparciales que no sean protagonistas adicionales de la lucha por el poder. Es necesario superar la situación en la que las autoridares electorales se encontraban vinculadas de una forma u otra al gobierno en turno, lo cual, recientemente, se modificó al ubicarse esas mismas autoridades en el plano de la oposición abierta al gobierno. Ambas cosas son indebidas y dañosas para el país. Es necesario que las autoridades electorales, administrativas y judiciales, sean imparciales y se apeguen a la legalidad y los principios democráticos: que sean personas ciudadanas y no profesionales de la política.
  • Garantizar la libertad política para todos los ciudadanos y ciudadanas, sin censuras de ninguna especie. En estos tres años, ningún comunicador ha sido reprimido por el gobierno federal ni se ha perseguido a ningún partido o candidato. Gozamos del más amplio espacio de libertades en estas materias. Sin embargo, existen instancias públicas, organismos que supuestamente deben defender esas mismas libertades y hay también poderosas corporaciones privadas que pretenden acallar la crítica que procede del gobierno y de personas que se encuentran en el campo de la lucha por la transformación del país. “La libertad de difundir opiniones, información e ideas, a través de cualquier medio”, consagrada con esta claridad en el artículo 7º de la Constitución, debe ser efectivamente “inviolable”, como lo marca la misma Carta Magna, y, por tanto, ser defendida también en todos los campos de la vida republicana de México.
  • Construir un ámbito nacional en el que partidos y candidaturas independientes cuenten con garantías para su libre participación en la lucha por el poder político. Los partidos deben existir legalmente sólo con base en el voto popular que obtengan y las candidaturas independientes deben tener la suficiente cobertura para su existencia y representar a sus votantes en los órganos del poder, al igual que los partidos políticos.
  • Conformar un sólo mecanismo electoral nacional con instituciones administrativa y judicial únicas, bajo el principio de la austeridad republicana. Ya se ha demostrado que el camino hacia la federalización de las instituciones electorales, proceso iniciado hace ya décadas, es correcto. El problema, sin embargo, es que no se ha culminado. Se plantea, por tanto, una sola legislación y unos organismos administrativos y judiciales únicos encargados de las funciones electorales, lo que, al mismo tiempo, disminuirá el gasto público que ahora se destina a la duplicidad de funciones.
  • Designar mediante voto secreto, directo y universal a las máximas autoridades electorales administrativas y a las jurisdiccionales, a través de la postulación de candidaturas a cargo de los poderes de la Unión. Es preciso que las instancias encargadas de organizar las elecciones y de decir el derecho electoral adquieran una dimensión ciudadana, para lo cual se propone que sus integrantes sean designados mediante votación popular, es decir, voto universal, libre y secreto.
  • Crear un nuevo sistema de elección en el que cada quien vote por sus representantes directos y todos los votos válidos se vean representados en los órganos colegiados del poder público, a través de una proporcionalidad pura. Uno de los mayores cambios políticos del momento actual consistiría en darle mayor representatividad a los órganos legislativos y municipales del país, para lo que se necesita que todos los votos válidos emitidos tengan el mismo peso y que los electores conozcan a los candidatos por quienes pueden votar directamente en cada entidad federativa y en cada municipio.
  • Elegir a ambas cámaras del Congreso de la Unión mediante votación en cada una de las entidades federativas, con el uso del método de listas postuladas por los partidos y listas de candidaturas independientes. Igual forma se aplicaría en cada elección legislativa local. Desaparecen las cinco circunscripciones plurinominales; en cada entidad federatriva se elegirán tantos integrantes de la Cámara como lo determine su población. De definirá la forma de votar dentro de cada lista para que los y las votantes de la misma determinen el orden de las y los candidatos.
  • Fijar en 300 el número de integrantes de la Cámara de Diputados y en 96 el del Senado. Asi mismo, establecer un tope máximo de 45 curules en las entidades más grandes para conformar sus legislaturas y un tope máximo de 9 integrantes en los mayores ayuntamientos. Se debe reconocer que el creciente número de representantes populares no mejora la calidad de la representación popular sino que sólo aumenta el gasto burocrático y la disputa por el mismo.
  1. Limitar el financiamiento de los partidos políticos solamente para gastos de campaña electoral, suprimiendo el llamado financiamiento ordinario que se entrega cada mes durante todos los años. Al tiempo, regular las aportaciones de las personas a los partidos y el uso de tales recursos por parte de éstos. Los gastos en burocracia partidista sólo promueven que los partidos se abstengan de cobrar cuotas y gasten dinero en actividades que no están vinculadas a la democracia, ya que son parasitarias pero pagadas con fondos públicos. El financiamiento público de partidos y candidaturas independientes debe realizarse sólo para hacer menos dispareja la contienda electoral, es decir, durante las elecciones, pero sin subsidiar preferentemente a las burocracias partidistas.

Con esta propuesta se busca fortalecer la democracia y garantizar el cumplimiento de la voluntad popular. La autoridad electoral administrativa y judicial debe ser independiente del poder político, pero también de los partidos y grupos económicos. En los últimos dos años, el país ha vivido un proceso que nunca se había visto. El INE fue pasando de ser frecuente instrumental del gobierno en turno y de algunos partidos a convertirse en actor de la lucha política. Un grupo de integrantes de su Consejo General asumió esa conducta, la cual no pudo revertirse con la designación de la Cámara de Diputados de dos nuevas consejeras y dos nuevos consejeros. El órgano de gobierno del Instituto llegó al extremo de anular candidaturas aprobadas y no impugnadas, a través de oscuros e inaceptables procedimientos de fiscalización de pequeñeces. Quedó por los suelos el derecho al voto pasivo de quienes contaban con las calidades legales para aspirar a cargos de elección popular. Esa fue una ofensa principalmente contra el electorado, aún antes que contra los candidatos y sus partidos. Ningún consejo general se había atrevido a llegar a tal extremo, aunque también es cierto que sabía de antemano que contaría con la complicidad de una mayoría de magistrados. De esa forma, se produjo dentro del INE un insospechado cambio de reglas. Una de esas reglas consistía en que la autoridad no tenía derecho a relevar candidaturas para allanar el camino de otro partido o coalición y que, a pesar de la peculiar integración del órgano, el derecho formal al voto pasivo siempre debía ser respetado por poseer carácter fundamental. Esto ha dejado de ser vigente.

Junto con esos escandalosos acontecimientos, se han producido otros muchos que, aunque con diversas connotaciones y circunstancias, hablan de una crisis del Instituto y del Tribunal.

La conducta reciente de las autoridades electorales frente al mecanismo de revocación de mandato es elocuente por sí mismo, como antes lo fue con motivo de la consulta popular. Los mecanismos de participación ciudadana con los que simpatiza el actual gobierno son tratados de la peor forma justamente por la instancia constitucional que tiene a su cargo la organización del procedimiento democrático. Centenares de millones de pesos de dos fondos que no lo son, pues proceden del desvío de partidas subejercidas con otros objetos de gasto, fueron esterilizados antes de ponerlos al servicio de aquellos dos inéditos eventos de democracia directa. El número de casillas donde el pueblo vota sin distingos se redujo en dos tercios debido a que la oposición estaba obstruyendo, por su propio lado, la concurrencia a las urnas. El INE actuó como un opositor más. Esta es una violación formal suprema de todos los pactos político-electorales que se han firmado en México desde 1977. La crisis es profunda y no sólo es de “credibilidad”, sino de ausencia de legitimidad y legalidad, pues, antes que el cumplimiento del deber, ha predominado el enfoque faccioso pretendidamente justificado con un lenguaje mendaz. Al final de ese camino tortuoso, ha quedado al descubierto la sencilla verdad de que el INE contaba sobradamente con los recursos públicos necesarios para cumplir el mandato legal de instalación de casillas.

Se requiere volver a empezar en muchos aspectos, saliendo del hoyo cavado durante los últimos tiempos. Se propone crear el Instituto Nacional de Elecciones y Consultas como autoridad electoral independiente sin militancia política y con capacidad de articular su acción con las instituciones originales del Estado mexicano.

Camino de la Cuarta T

La Cuarta Transformación culmina la mitad del sexenio presidencial de Andrés Manuel López Obrador. No tendría sentido discutir si se ha notado el cambio respecto de los gobiernos anteriores, pues los opositores, representativos de lo viejo, son quienes más lo sienten y lo resienten, con añadidas muestras de añoranza de lo de antes.

El programa de la 4T se ha puesto en práctica en el momento en que la política neoliberal, con sus prácticas políticas y sus rasgos culturales francamente de derechas, se encuentra en repliegue mundial. En México, luego de más de tres décadas de padecimientos sin fin, había que empezar tratando de borrar las improntas neoliberales e iniciar la edificación del Estado social.

Redistribuir una parte grande y creciente del ingreso captado por el fisco hacia el gasto social más urgente: pensión básica universal, aumento progresivo (anual) del salario mínimo general, educación (becas incluidas), atención médica universal y gratuita a los no asegurados, subsidio directo al empleo de jóvenes, trabajo asalariado a campesinos en la reforestación de un millón de hectáreas, mejoramiento de vivienda precaria, precios de garantía de granos, restablecimiento de estímulos fiscales y duplicación del salario mínimo en las fronteras, cobertura vitalicia de una renta a menores discapacitados permanentes, créditos a la palabra para microempresas.

Mas desmontar la política neoliberal abarca también la cancelación de la entrega de bienes públicos a la clase minoritaria: detener la privatización de recursos naturales, acabar con las asociaciones público-privadas, prohibir las condonaciones fiscales, restringir los subsidios virtuales, cobrar debidamente los impuestos, impedir sistemas de precarización de la fuerza de trabajo formal, como el outsourcing, y combatir el oprobioso sometimiento de los obreros agrícolas.

El programa democrático de la 4T ha tenido que cubrir un requisito explícito: apartar del gobierno a la gran burguesía y, en especial, a su capa oligárquica. Los grandes capitalistas ya no mandan en Palacio (antes Los Pinos). Sin esto no hubiera sido posible encarar las contradicciones entre la política económica y la política social. Pocos gobiernos en América Latina han demostrado que es posible la estabilidad macroeconómica y la redistribución del ingreso. Las concesiones a los ricos han venido disminuyendo al ritmo del impulso de la política social y de nuevas inversiones directas del Estado, así como del fortalecimiento del sector productivo paraestatal.

Esta limitación del poder de la gran burguesía se expresa en aspectos relevantes como la libertad sindical, con el derecho de los trabajadores a votar su propio contrato colectivo y su sindicato. La insistencia en la consulta popular y la revocación de mandato forma parte de la creación de una nueva institucionalidad democrática, mucho antes que de asuntos de coyuntura.

Un elemento esencial del programa democrático ha sido dejar de lado la represión. Ya no existe la prisión política como instrumento de gobierno, ni se persiguen las luchas sociales, como tampoco se busca castigar a los críticos y opositores. Esos periodistas que dicen estar acosados se refieren a que el gobierno ya no les paga por sus servicios, silencios o maquillajes. Confunden la respuesta verbal con la represalia física.

El punto de la democracia es algo muy complicado para la 4T porque el país no cuenta con un vigoroso sistema de organizaciones sociales de lucha, ni las instituciones están basadas en la participación social. Se encuentran vigentes derechos formales, largamente demandados, pero no existen sistemas participativos. La escuela mexicana sigue sin ser democrática; el magisterio ha sido gremializado y carece de proyecto educativo propio. El sindicalismo aún está dominado por las anteriores estructuras, mientras que muchas dirigencias de izquierda se comportan casi igual que el viejo charrismo. En el campo, los viejos liderazgos exigen al gobierno el retorno a las intermediaciones de subsidios y al reparto jerárquico de bonificaciones.

Morena llegó al gobierno sin el apoyo directo de las organizaciones sociales de obreros, empleados y campesinos, las cuales no estuvieron nunca en la lucha por el poder, ya fueran priistas o de izquierda. Las universidades que hace ya muchos años lograron conquistar sistemas democráticos, aterrizaron al final en la creación de mafias endurecidas que impiden la participación de estudiantes y profesores.

La democracia no debe seguir alojándose sólo en la consulta electoral. Esto lo sabe de sobra el actual presidente de la República, pero la 4T no puede decretar por magia la democracia en todas partes porque ésta tiene que surgir de las bases, para no regresar nunca a las estáticas estructuras jerárquicas de las organizaciones sociales, incluyendo, por cierto, las patronales.

Por lo pronto, el marco de libertades se ha ensanchado como nunca. Así también, en las recientes elecciones no fluyó dinero procedente del gobierno federal: primera vez en la historia.

En este marco, la 4T lleva a cabo una acción en contra de otro de los grandes anclajes del viejo régimen: la corrupción. Nada de la vida pública y de las relaciones mercantiles estuvo al margen este fenómeno. En casi todas partes aún existe corrupción, pero ese no es el peculiar problema de México, sino que durante 60 años se construyó un Estado corrupto, lo cual es otra cosa. Hoy, el gobierno se siente satisfecho de que no se observe la corrupción dentro del gabinete y su entorno inmediato, pero se sabe que existe como gran lastre que debe ser combatido en todo tiempo, lugar y circunstancia.

El Estado corrupto abarca la función pública en conjunto. Se trata, en efecto, de una organización para el reparto de recompensas y otros ingresos dentro de las estructuras del aparato estatal, especialmente basado en el peculado y la mordida. El Estado corrupto es parte del sistema de gobierno. Por ello, la corrupción se enraizó en casi todas partes. Su extinción como estructura tendrá que ser producto de reformas de enorme profundidad, no sólo de carácter institucional o de control práctico, sino de funcionamiento de las entidades públicas y de las relaciones de éstas con la clase dominante que goza del poder del dinero. La 4T es un buen comienzo, pero aún no estamos en el periodo de culminación de tan grande propósito.

El otro capítulo es la violencia. No es México el país con mayor delincuencia, pero sí lo es con mayor violencia delincuencial. Es una crisis que ha durado 15 años, conjunción de varios factores: 1) productor y abastecedor del mayor mercado de drogas prohibidas; 2) sucesivas crisis económicas, precarización del trabajo y empobrecimiento; 3) deficiente sistema educativo público en extensión y contenidos; 4) resentimiento social de gran parte de la sociedad, en especial de la juventud, la cual carece de expectativas de mejor futuro; 5) gobiernos corruptos; 6) estructura policial inexistente; 7) sistema judicial (jueces y Ministerio Público) sometido a la corrupción; 8) exaltación de la narco delincuencia en los grandes y pequeños medios de comunicación y amarillismo de la prensa. No son estos unos factores inconexos, sino que se amarraron durante la larga decadencia moral del poder, la cual se conoce ahora como prian.

La Guardia Nacional no va a disolver a la delincuencia más violenta, sino que se trata de una nueva institución para dotar al país de un verdadero cuerpo de policía que antes no existió. El trabajo policial es necesario, pero no resuelve ninguna crisis social y moral. Así que las bases que se han sentado por la 4T tienen que ver principalmente con las reformas sociales: ingreso, trabajo, pensiones, educación, salud y vivienda.

La política económica del gobierno ha sido la menos entendida por economistas académicos y analistas calificadores de riesgos; los primeros sufren desorientación teórica y política; los segundos pierden su tiempo tratando de chantajear al gobierno con el cuento de la vulnerabilidad de la deuda de Pemex.

No se puede negar que en casi tres años ha existido algo así como una huelga calculada y silenciosa de inversiones de parte de la llamada iniciativa privada, desde los medianos hasta los muy grandes empresarios. Esto se complicó con la pandemia, pero antes ya había empezado. Quienes no le vieron sentido a esa huelga fueron los inversionistas extranjeros que aplican parte de sus ganancias en nuevas inversiones dentro del país.

El gobierno no quiere tres cosas en el plano macroeconómico: seguir aumentando la deuda pública, elevar las tasas impositivas y encarecer los energéticos. Eso fue lo que hizo el binomio Peña Nieto-Videgaray, pero resulto muy mal.

Hoy, desde el presupuesto se financia la mayor parte de la inversión pública federal, aunque el problema es que ésta sigue siendo reducida. En la segunda parte del sexenio se deberán encontrar mecanismos que permitan aumentar las inversiones públicas productivas (con retorno), con o sin socios privados. Se tiene que emprender la reforma de la banca de desarrollo, aunado a nuevos sistemas de presupuestación de largo plazo de la Federación y las entidades.

México tiene una conformación industrial con alto componente de maquila para el mercado internacional. Eso puede ser mejor aprovechado si, al mismo tiempo, se desarrolla una tecnología propia y se compite con los “socios” de las metrópolis. La burguesía mexicana no lo va a hacer porque no sabe cómo y le interesa muy poco el tema cuando tiene sus propios oligopolios internos. Sólo el Estado lo lograría. La cuestión depende de que la 4T inicie pronto el camino de una nueva industrialización tecnológica, con un nuevo sistema de financiamiento y un enorme plan de infraestructuras, para aprovechar los pactos comerciales que ya se tienen con medio mundo.

Con suficiencia energética y alimentaria, que hoy se busca afanosamente, México podría sentar las bases de una industrialización de nuevo tipo, sin someterse a los tonos marcados por las grandes trasnacionales, sino en un plano de intercambio y competencia, como suele ocurrir entre naciones. La apertura comercial puede lesionar el mercado interno (ya lo vimos en México), pero la competencia con el mundo obliga a expandirlo, como ya se ha comprobado en varios países. Sólo el Estado democrático puede ordenar el proceso de acumulación con el fin de atender prioridades sociales nacionales. Así ha sido a través de la historia del capitalismo.

No podría ser sencillo construir el basamento de una transformación iniciada mediante un cambio pacífico y electoral como el que se produjo en 2018, pero nada indica que la cosa no vaya a funcionar. Es cuestión, como siempre en la vida, de seguir luchando sin dejarse desviar por cantos engañosos y sin sentir miedos inducidos por las tendencias conservadoras, con sus viejos y nuevos intelectuales.

Neoliberalismo corrupto

El primer lugar en desastres socio-económicos de finales del siglo XX y principios del XXI lo ocuparon países con sistema político dictatorial en los que el neoliberalismo se entronizó; el segundo lugar correspondió al esquema neoliberal corrupto. Este último azotó a México durante 35 años, aderezado con escandalosos fraudes electorales y otras muchas violencias políticas.

Desde la creación de la Comisión Federal de Electricidad (CFE; 1937) y mucho después de la llamada nacionalización de la industria eléctrica (1960) bajo la presidencia de Adolfo López Mateos, el Estado concedía subsidios a consumidores domésticos, como lo sigue haciendo, pero transfería mucho más a las empresas industriales. Esto último era parte de la política de fomento de la industrialización y de la sustitución de importaciones, aunque también había corrupción en la condonación de adeudos.

El abandono del fomento de la industria nacional para promover la extranjera, en el marco de la gran apertura comercial, obligaba a restringir el subsidio eléctrico y acotar el desequilibrio costo-precio. Pero no hay muchos países como México. Aquí se fue reduciendo el subsidio a la industria en general para concentrarse en nuevas empresas productoras de electricidad que aparecían conforme se aceleraba la defenestración de la CFE.

Los neoliberales lanzaron, para empezar, la figura de “productores independientes” que usan el llamado ciclo combinado que quema fósiles. Estos venden por contrato a la CFE pero en el acuerdo no se abarca la proporción correcta de la reserva eléctrica que es preciso cubrir, es decir, aquella parte de la planta productora de energía que no opera siempre porque realiza el papel de respaldo. Ningún sistema eléctrico funciona sin capacidad de suplir una caída de la generación por cualquier causa.

Como esa reserva es costosa, se postula que deba ser pagada en su mayor parte por la nación. Así se piensa y eso ocurre. Esto apareció con mayor énfasis luego de la “reforma energética”, con la entrada de nuevos productores de electricidad, entre ellos los que utilizan sistemas de viento e insolación, quienes tienen asegurado su ingreso en el reparto de electricidad, a pesar de que no generan energía todo el día de todos los días, sino de manera intermitente. Para ellos opera una parte del respaldo a cargo del Estado mediante contratos leoninos que los protegen.

Las cosas han llegado a extremos inusitados. La CFE vende sólo el 35.4% de la demanda de electricidad, pero posee más de la mitad de la capacidad nacional de generación. El problema es aún más serio cuando se advierte que la política eléctrica durante los cuatro anteriores sexenios llevó al país al absurdo de tener una capacidad instalada de casi el doble de lo que se consume, es decir una reserva cercana al 50%, cuando la recomendación internacional es de 20%. ¿Por qué este desperdicio de infraestructura productiva industrial? La respuesta es sencilla pero lacerante: porque se ha venido desplazando artificialmente a la empresa pública para beneficiar a las privadas. Eso no es un mercado propiamente dicho; es una costosa política privatizadora.

El neoliberalismo mexicano repudió la empresa pública, considerada irreformable, no rentable y altamente dañina por ser monopólica, pero redistribuyó subsidios, antes amplios, para concentrarlos hacia ciertas empresas. Así se creó un sistema de generación de electricidad paralelo al del Estado pero que depende del mismo, no sólo en el aspecto técnico de transmisión y distribución, sino en la rentabilidad. Esto último no es frecuente en otros países. Es difícil lograrlo porque hay que tener una cara muy dura para atentar contra los intereses nacionales desde el gobierno con el engaño de que se le hace un bien al país y a la sociedad, la cual paga los costos en aras de que exista un “mercado libre”. Pero tal mercado, idolatrado por los neoliberales, no aplicó, debido a que fue sustituido por contratos cerrados y subsidios selectivos para patrocinar empresas con el fin de acelerar el bombardeo sobre una entidad pública productiva, la CFE.

El escándalo de la planta Agronitrogenados no es algo del todo diferente. Así como Pemex compró a una empresa privada, Altos Hornos de México (AHMSA), una vieja planta industrial muy endeudada y nada rentable, por un monto de 200 millones de dólares, diciendo que era para mejorar la operación de la paraestatal, así también se otorgaron a granel autorizaciones para instalar productoras de electricidad subsidiada por el Estado mismo. Recién, se ha usado también el argumento de que hay que dejar de quemar materia fósil y ayudar al planeta, pero, de paso, se transfiere riqueza pública a manos privadas, en especial si se trata de compañías extranjeras. A esto podría llamársele corrupción verde.

Se ha dicho que la CFE desprecia la energía llamada limpia, es decir, sin gases ni partículas contaminantes, pero se oculta neciamente que la empresa estatal sigue siendo la mayor generadora de esa clase de energía: hidroeléctrica, geotérmica y nuclear.

Desde un principio, el neoliberalismo mexicano se expandió en medio de la corrupción porque el viraje programático se dio sin ruptura política, es decir, dentro del viejo Estado corrupto. Por eso, las izquierdas, al exigir democracia y rechazar la política económica, también denunciaban la corrupción. Ese fue el movimiento encabezado por Cuauhtémoc Cárdenas en 1988 y la misma plataforma básica de 2018 con López Obrador.

En México, las privatizaciones no se hicieron igual que en Gran Bretaña, sino que se aplicó la tecnología de Margaret Thatcher, pero con mordidas y favoritismos. En la venta de Telmex, por ejemplo, pudieron comprarse acciones a crédito al tiempo de que con el 5.5% del capital social fue suficiente para tomar el control total de la compañía. ¡Qué fácil! Así, cualquiera. La cuestión consistía en ser comprador designado. Un monopolio estatal se convirtió en un monopolio privado, pero en nombre del mercado libre. Así fue.

Además, la modernización de la industria eléctrica mexicana se dejó en su mayor parte a empresas extranjeras, pero sobre la base de otorgarles un trato privilegiado en detrimento de la CFE, con el propósito de irla achicando por decreto, tal como el plan contra Pemex.

Empezar a revertir esa situación es lo que se busca con la reforma de la ley de la industria eléctrica que ha propuesto el presidente de la República. Ya se había tardado un poco.

Dos años después

El peor argumento de los conservadores consiste en que el nuevo gobierno ha dejado todo igual que antes. Lo han repetido los portavoces conservadores en todos los medios. De esta forma, admiten que antes, con los gobiernos de ellos, el país estaba mal y requería con urgencia un cambio. Es esa quizá una de las pocas coincidencias que tienen con el gobierno actual, pero la única que confiesan. De todas formas, es un triunfo no previsto de la 4T.

Lo que no pueden demostrar los conservadores es que estemos peor, pandemia aparte, naturalmente, ya que ésta no puede ser atribuida al gobierno, aunque pretenden que lo sea.

Estos dos años son los primeros en décadas en que el salario mínimo ha empezado a recuperar su capacidad adquisitiva. Durante el neoliberalismo siempre hubo pérdidas para los trabajadores. Ahora viene el golpe al outsourcing, mecanismo de negación de derechos laborales y precarización masiva del trabajo asalariado. Viene también la elevación de la cuota patronal al sistema pensionario y la concentración de la cuota social sólo hacia los salarios bajos.

Nunca se había tenido una fuerza gobernante que llevara a la Constitución el derecho universal de los adultos mayores a una pensión alimentaria, ni otorgara la garantía de ayuda monetaria vitalicia a los jóvenes discapacitados permanentes. Desde 1996 ningún gobierno había querido estampar en la Constitución la obligación del Estado de impartir educación superior. Jamás se había tampoco establecido la beca universal en el bachillerato ni propuesto llevar ésta a otros niveles educativos, como ya empezó a hacerse.

El derecho constitucional a la atención médica no había tenido nunca la garantía de ser un servicio con carácter universal. Jamás gobierno alguno había presentado un plan para brindar servicios médicos y medicamentos gratuitos para todas las personas que se encuentran fuera de los institutos de seguridad social: la otra mitad de la sociedad mexicana.

El actual es el primer gobierno que admite que en México hemos tenido un Estado corrupto y que es prioritario desmantelarlo. Esto implica acabar con relaciones de reparto y entramados entre gobernantes y entidades económicas a través de los que se repartieron privilegios y ganancias ilícitas. El Estado corrupto contiene extensas formas de operar basadas en la inclusión de mucha gente con el ofrecimiento de obtener beneficios ilegales en un marco de impunidad. Eso es lo que ha empezado a eliminarse a través de la acción de gobierno.

Es la primera vez en que la lucha contra la crisis delincuencial se expresa principalmente en subsidiar el empleo legal y productivo de los jóvenes y de los campesinos arruinados.

Ningún programa social opera ya a través de intermediarios que lucraban con la necesidad de la gente y conformaban burocracias parasitarias. Muy en especial, se acabaron los “moches”, patético sistema consistente en atomizar el gasto público presupuestal para asignar pedazos a entidades y personas cercanas a legisladores y gobernantes a cambio de recompensas. En un solo día de diciembre de 2018, en San Lázaro se acabaron los lucrativos “moches” y se liberaron decenas de miles de millones de pesos para poder atender grandes propósitos de una nueva política de gasto.

Así también se prohibieron las condonaciones fiscales, las cuales llegaron a comprender cientos de miles de millones en regalos a grandes contribuyentes, quienes podían dejar de pagar sus impuestos de la manera más cómoda con la sola bendición del poder político.

Todo lo anterior es ignorado por las oposiciones conservadoras. Como si eso no existiera, las críticas se dirigen hacia la reducción del PIB y la pérdida de empleos en el marco de un parón de la economía, decretado por la autoridad sanitaria, el cual fue aplicado de una u otra forma por casi todos los países. No ha sido nada fácil y todo se ha alterado. Pero, al menos, en México no hemos recurrido a nuevas deudas para financiar o subsidiar a grandes capitalistas, con lo cual, claramente, se ha subrayado la consigna de no volver a cometer las atrocidades del pasado, tales como el gran robo del Fobaproa.

Los subsidios son ahora dirigidos a quienes tienen necesidad verdadera de ellos.

La austeridad republicana no es una política para gastar menos sino para gastar más, pero en lo verdaderamente importante, necesario y trascendente. Acabar con el derroche no es meter el dinero público debajo del colchón sino destinarlo a otra cosa, a lo que se requiere desde hace mucho tiempo pero que no se había atendido.

Las bases de una nueva administración comprenden la eliminación de costosos organismos de intermediación en el ejercicio del gasto, como los llamados fideicomisos que, al tiempo en que esterilizaban recursos públicos guardándolos de manera por completo innecesaria, otorgaban inservibles empleos a los amigos de los gobernantes.

Los conservadores quieren, lógicamente, mantener, pero eso ha costado mucho al país. La 4T fue votada en las urnas para destruir el edificio de la corrupción, el derroche, la transferencia de más riqueza a la oligarquía y la brutal concentración del ingreso, en el marco de la reivindicación de derechos sociales y la vigencia de sus garantías.

A la 4T le ha hecho falta una reforma fiscal para cobrar tasas mayores a las más altas ganancias y rebajar los impuestos de los ingresos medios, cuyas tasas impositivas se encuentran ahora cerca de las que tienen los archimillonarios, quienes, además, pagan tasas efectivas mucho menores porque cuentan con otros privilegios fiscales.

También le ha hecho falta al nuevo gobierno un plan propio de construcción de infraestructuras, con una amplia cobertura de financiamiento, que atienda proyectos de las entidades federativas para promover el crecimiento de la economía y el empleo, mediante un mecanismo de carácter nacional y centralizado que logre impedir el desvío de recursos y la creación de nuevas burocracias parasitarias. No todo debe ser subsidio sino principalmente inversiones capaces de generar ingresos necesarios para cubrirlas.

El Estado debe ubicarse más y mejor dentro de la economía y no sólo regularla, pero al margen del viejo estatismo que terminó repartiendo canonjías y corruptelas por todos lados y, quizá lo peor, prohijó una oligarquía que se adueñó del país entero.

La mejor manera de estimular las inversiones privadas, indispensables para impulsar el crecimiento económico, consiste en tener planes propios que coadyuven a una redistribución del ingreso. Los llamados megaproyectos son una especie de señal, pero no alcanzan aún a colmar la magnitud de la obra que debe llevar a cabo el gobierno federal directamente.

Los conservadores de la derecha tradicional y sus inexplicados nuevos socios, pero de vieja trayectoria, los líderes priistas, están colgados tétricamente de los más de cien mil fallecidos por causa directa de la pandemia. Dentro de esa gran tragedia, no admiten el formidable logro de contar con una infraestructura médica adecuada frente al Covid, con la cual se ha tenido capacidad de atender a los enfermos.

Esa derecha y sus socios no dan el menor consejo para reanimar la economía sino que se regodean con el hecho de que el parón haya conducido a una mayor disminución del PIB. Cuanto más sea la caída del producto, mayor será la victoria de las oposiciones, según creen sus líderes, pero sin considerar que lo peor para el país no puede ser lo mejor ni siquiera para ellos.

Esa derecha vive en la amargura de su derrota del año de 2018, pero sin perspectiva porque no ofrece una nueva acción, otro camino que se reputara diferente pero nuevo y mejor, sino que sólo lanza acusaciones, falsas en su inmensa mayoría, para tratar de crear un ambiente de confusión. No se dan cuenta que pocos quieren volver al pasado y que al nuevo gobierno no le puede ir mal cuando lo de antes va quedando atrás, a pesar del enorme tropezón provocado por la pandemia.

Es tanta su amargura que los conservadores se quejan de la más amplia libertad de difusión de ideas y opiniones. Nadie ha sido molestado, acosado, bloqueado y mucho menos perseguido por sus planteamientos y críticas. Cuando se produce el debate con la prensa, es el mismo presidente el que lo encabeza. Ya no hay mensajes a los comunicadores y tampoco embutes convincentes. Quienes se quejan del debate, de la réplica pública, no están acostumbrados a relaciones políticas limpias, sino que han vivido en los cenáculos del influyentismo y la corrupción. Es un pasado que añoran quienes fueron sus beneficiarios.

Dos años es un lapso corto para un país soberano con 200 años de historia propia. Lo que no se puede negar es que se ha vuelto a hacer historia en el sentido de alcanzar un momento de quiebre, de ruptura. Los próximos dos años serán de mayores confrontaciones políticas y probablemente de mayores reformas.

Fuero y contrafuero

El llamado fuero constitucional consiste en que para dar inicio a un procedimiento judicial penal contra ciertas personas es preciso, antes, obtener el desafuero del sujeto, es decir, la resolución de un órgano legislativo que separe al funcionario del cargo (lo expulse del foro) y lo entregue a la autoridad competente. Se llama inmunidad procesal penal. No abarca, por tanto, asuntos civiles o administrativos.

La Cámara de Diputados envió al Senado recientemente un proyecto, iniciado por el Ejecutivo, para reformar el segundo párrafo del artículo 108 de la Constitución, con el objeto de que el presidente de la República pueda ser acusado por cualquier ilícito penal, ya que hasta ahora ese precepto sólo abarcaba los delitos graves. El Senado, por fin, ya lo ha aprobado, pero no se trata del fuero constitucional, como han dicho, sino de la imputabilidad penal del titular del Ejecutivo. Es otra cosa.

En la actualidad, el presidente puede ser acusado por parte de la Cámara de Diputados (se llama impeachment) ante el Senado, donde se le enjuicia y, en su caso, se le remueve del cargo para ser sometido a un proceso penal en tribunales ordinarios. Con la nueva reforma constitucional, ese juicio ya podrá llevarse a cabo por cualquier ilícito penal. Con esto, se acaba la impunidad presidencial en relación con la mayor parte de los delitos. Tal es el sentido de la enmienda ya aprobada en el Congreso, la cual se ha enviado a las legislaturas locales.

Sin embargo, se dice equivocadamente que se trata de la eliminación del fuero y que también es preciso extender dicho nuevo precepto a los legisladores y no sólo al presidente. El problema que tienen quienes así piensan es que con la nueva reforma ni se elimina el fuero ni es necesario abarcar a otros altos funcionarios porque la Constitución ya los considera como sujetos responsables de cualquier delito, sin excepción.

La verdadera discusión sobre el fuero ha sido por completo otra. La inmunidad procesal penal del artículo 111 de la Constitución debería ser eliminada para que los altos funcionarios (legisladores, secretarios de Estado, gobernadores, ministros de la Corte, consejeros de la judicatura, magistrados electorales, fiscal general y consejeros del INE) pudieran ser procesados inmediatamente en un juzgado penal sin que la Cámara de Diputados tuviera que desaforarlos. Si no hubiera fuero no habría desafueros.

Pero no. Las oposiciones se han unido para exigir que el acusado no sea removido de su cargo hasta que su sentencia se encuentre confirmada en última instancia, es decir, años después, en un tribunal superior. Ahí está la discrepancia.

No es fácil admitir que un funcionario de alto rango pueda seguir como si nada en el desempeño de su cargo aun después de ser sentenciado por un juez. Esa situación sería peor que el actual fuero, ya que, bajo el sistema vigente, la Cámara de Diputados puede rápidamente aprobar la procedencia (así se llama), remover de su cargo al funcionario y entregarlo a la autoridad para que responda a las acusaciones. Ya se ha hecho hace poco.

Lo que en realidad quieren las oposiciones es un contrafuero, el cual consistiría en que cuando un legislador, ministro, miembro del gobierno, etcétera, fuera señalado como posible responsable de un delito, siguiera en su cargo, pero no hasta la sentencia, sino hasta que perdiera el amparo, es decir, podría mantenerse en funciones todo su periodo de tres o de seis años, pues tenemos un país donde tal procedimiento va a paso de tortuga y durante su desahogo existen múltiples recursos: el túnel negro de la industria del amparo. El contrafuero sería un mayor privilegio que el fuero.

El 10 de diciembre de 2019 las oposiciones votaron en contra del proyecto de abolición del fuero en la Cámara, por lo que no se completaron los dos tercios necesarios para aprobarlo. Luego de ver desechado su propio proyecto, la mayoría parlamentaria se ha negado a admitir el contrafuero porque este sería peor que el fuero, es decir, podría haber una suerte de impunidad temporal durante periodos completos de la gestión de los funcionarios enjuiciados.

El fuero se convirtió en un privilegio porque el Ministerio Público lo veía como una barrera y, eventualmente, la Cámara de Diputados era usada para castigar o perdonar. En ocasiones se activó el desafuero, pero siempre por órdenes del presidente en turno, ya fuera para encarcelar a un exfuncionario, como el caso de Jorge Díaz Serrano, o para inhabilitar a un próximo candidato, como fue la acusación contra Andrés Manuel López Obrador, desaforado a dos manos por el PRI y el PAN, pero rebotado en sede judicial y en las calles, con multitudinarias protestas.

Mientras la Cámara de Diputados tenga una composición como la de ahora, en la que ya no deciden los viejos partidos transas, todo pedido de desafuero presentado por el Ministerio Público –ya por fin independiente– sería atendido y, por esa vía, se entregaría a quienes deban ser enjuiciados por posibles delitos, siempre que no sean venganzas ni maniobras políticas de inhabilitación.

En tales circunstancias, entre el fuero y el contrafuero, por lo pronto mejor dejamos el primero de ellos y, tan luego se pueda, habrá que crear el nuevo sistema que está propuesto.

México-USA, vecinos antitéticos

Los vecinos territoriales donde se confrontan la América europea y la mestiza son países en los que no suelen analizarse las cosas desde un mismo lado. Su frontera, violentamente recorrida hace 173 años, es a la vez geográfica y epistemológica. Se sienten y se entienden las mismas cosas en forma diferente.

En el sur, la idea de independencia y autodeterminación se vino a engarzar con la de no intervención y, después, con la de no injerencia. Esto forma parte de una dialéctica de las relaciones entre México y Estados Unidos, la cual, de tan sabida, ha llegado a ser para los neoconservadores algo superfluo, una especie de decoración nacional.

Cuando Andrés Manuel López Obrador, como presidente, afirmó que iba a esperar para felicitar al presidente electo de Estados Unidos, los viejos conservadores y, sorpresivamente, los neoconservadores que proceden de la izquierda pusieron el grito en el cielo diciendo que los principios constitucionales en materia de política exterior no podían esgrimirse en la coyuntura, mucho menos ante el apresurado aplauso internacional al candidato demócrata a la Presidencia de Estados Unidos.

Sin embargo, tales principios, quizá excesivamente subrayados por AMLO, tienen que ver con el injerencismo contemporáneo en la política mexicana. En la elección presidencial de 1988, como en la de 2006, se produjeron unos aludes internacionales de apoyo al resultado oficial de los comicios en momentos en que se exigía el recuento de votos y se documentaban alteraciones en los cómputos, amén de violaciones descaradas a las normas del proceso electoral. Esto es historia y, por tanto, origen.

Decir que el presidente de México felicitará al presidente electo de Estados Unidos tan luego como terminen de contarse los votos y se resuelvan los recursos legales, es lo mismo que se pidió a ese y otros países en aquellas ocasiones, aunque sin el menor éxito. No hay nada diferente en la postura del hoy presidente de México. ¿De dónde viene tanta tribulación?

La nación mexicana existe en dos países. Su influencia en Estados Unidos se expresa en forma cotidiana y, a veces, en la lucha política, como ha sucedido relevantemente el pasado día de elecciones, el martes 3 de noviembre. Pero el gobierno de México no puede hacer lo mismo.

Si se ha de rechazar todo injerencismo desde el norte, en el sur se debe guardar una rigurosa distancia oficial frente a los asuntos en los que se dirime el conflicto político en Estados Unidos. Esto puede disgustar a los neoconservadores que parecían comportarse como militantes del Partido Demócrata, pero se llama consistencia y consecuencia.

Existen otros asuntos muy concretos relacionados con la reciente elección en Estados Unidos vista desde el gobierno mexicano. Uno de ellos es que el actual presidente lo seguirá siendo hasta el 20 de enero de 2021. Mientras, conserva su capacidad de emitir órdenes, resulten o no plenamente legales. La capacidad dañina de la Casa Blanca ha sido muy grande. Es parte de la historia y tenemos amplia conciencia al respecto. El gobierno de México no puede ser fuerte ante el vecino si no toma en cuenta esta realidad.

Es del todo comprensible que el presidente mexicano no haya explicado lo que es capaz de hacer el presidente saliente de Estados Unidos durante el último mes de su mandato, pero tampoco era necesario. Todos lo sabemos, incluyendo a los intelectuales neoconservadores, irritados porque López Obrador no felicitó a Joe Biden el 7 de noviembre, tal como lo hicieron Emmanuel Macron y Boris Johnson, gobernantes del eje europeo de la Alianza Atlántica y cuya relación con Estados Unidos es de carácter estratégico mundial. Esa es una historia diferente. México se encuentra en otro lugar del mundo y en otra situación.

Hay algo más. Las relaciones de México con el próximo gobierno de Joe Biden no serán acarameladas, como nunca lo han sido entre los gobiernos de uno y otro lado, con independencia de quienes hayan estado al frente.

En el tema migratorio, las diferencias entre demócratas y republicanos no consisten en abrir o no la frontera del sur, sino versan sobre el método para regular la llave de entrada; lo mismo ocurre con la política de deportaciones, cuyas cifras record las tiene el gobierno de Barack Obama, en el cual Joe Biden era vicepresidente. En el plano de la defensa del empleo, los demócratas son más duros sobre la apertura de productos manufacturados porque representan orgánicamente a los sindicatos. En lo que toca a la lucha contra el narcotráfico, unos y otros políticos estadunidenses quieren que México selle su frontera, aunque no sepan cómo podría hacerse algo así. En relación con el tráfico de armas, los fracasos de Barack Obama en cuanto a regular la libertad comercial no se debieron sólo a la influencia de la asociación del rifle entre los republicanos sino también hacia no pocos demócratas.

Joe Biden será un presidente débil pero no sólo por su falta de definiciones nuevas de política social y de fiscalidad, sino también por su precario triunfo. Dentro de la norma histórica plenamente vigente con la que los delegados elegidos en los estados designan al presidente, el candidato demócrata obtuvo 306 votos contra 232 de su contrincante, pero con una diferencia de apenas unos 100 mil votos sumados en cuatro estados decisivos, Arizona, Georgia, Pensilvania y Wisconsin, que poseen en conjunto 57 votos electorales. Joe Biden se llevó todos esos grandes electores con décimas de punto porcentual de diferencia en cada uno de ellos, con las cuales superó a Donald Trump en la elección nacional.

Desde México, el respeto de Estados Unidos es pensado con varios componentes principales: no injerencia en asuntos internos; negociación pública y abierta de los temas bilaterales; no utilización unilateral de la fuerza en las relaciones económicas; defensa de los derechos humanos de las y los mexicanos; cooperación en propósitos comunes; cordura ante la política internacional mexicana. Hay muchos aspectos más, pero quizá la mayoría giren en torno a estos vectores.

Estados Unidos vive una profunda crisis de integración nacional porque carece de objetivos comunes, mientras que los dos grandes bandos electorales no tienen tampoco un programa completo, sino definiciones generales. Hay más confusión que certezas. Entre tanto, el ingreso y la riqueza se han concentrado a ciencia y paciencia de una clase política a la que le falta representatividad. Por el otro lado, la opción socialista y democrática, la cual ya es de masas, en especial de jóvenes, aún no alcanza a hacerse presente en la vida política cotidiana del país ni ha logrado integrar a las grandes corrientes que luchan por el respeto a sus derechos: afroamericanos y mexicanos.

Los próximos años podrían ser de encuentros entre grandes conglomerados que fijen un programa básico común. Hay terreno fértil para eso. Entonces quizá los dos países vecinos sean menos antitéticos y empiecen poco a poco a ver desde un mismo punto.

¡Auxilio!

Conforme se acercan las elecciones del año 2021 arrecian las llamadas de auxilio para evitar, se dice, la extinción de las libertades y la caída de la democracia. Otra vez el peligro para México, vieja canción con nueva letra. Pero, como antes, ésta no es otra cosa que un montaje para defender privilegios caducados o que están cerca de ser por fin abolidos.

El peligro de que la libertad de expresión (Art. 6º) -no se habla inexplicablemente de la libertad de difusión de las ideas por cualquier medio (Art. 7º)— sea aplastada por la 4T no tiene ningún elemento vinculable. El gobierno no ha silenciado a nadie. No hay censura alguna. Lo que molesta es la réplica del, ahora, objeto principal de la crítica, el presidente, pero esa también es un derecho constitucional que no se quiere reconocer a plenitud o sin regateos.

El presidente de la República habla mucho. Sí, pero eso no disminuye el derecho de quienes también hablan o escriben todos los días. La prensa, escrita, videada y hablada, tuvo el monopolio durante años, pero a costillas del poder político. Cuando un medio era hostil o sencillamente crítico sistemático, el gobierno se encargaba de cerrarle el paso, negarle todo mecanismo de financiamiento y atemorizar a sus dueños. Hubo muchos casos de periodistas acallados, los cuales carecieron de la solidaridad discursiva de sus colegas apoltronados.

El pleito entre Andrés Manuel López Obrador y la prensa que él llamaba fifí y ahora sólo le dice conservadora es tan viejo como la participación de aquel en las filas de la oposición. Ha sido un pleito de mucha gente que ha promovido el ejercicio de libertades porque es un medio de negarse a ser silenciado. Ha sido también parte de la lucha política por el poder.

Esto nos lleva a un asunto de mayor fondo. Dicen los conservadores (hayan sido alguna vez de izquierda o sigan siendo de derecha) que la 4T, en concreto AMLO, debería ser respetuoso, cauto, institucional, modosito y nada respondón. El que puede llamarle pendejo al presidente de la República es Aguilar Camín, como ya lo ha hecho, sin que sus viejos y nuevos amigos lo hayan criticado ni con el pétalo de una lamentación. Quizá esos opositores crean que el estilo “caminesco” sí denota un alto nivel discursivo.

Lo que desean los críticos sistemáticos de la 4T es que el presidente no responda desde la Presidencia, sino que use a otros políticos de dentro o de fuera del gobierno. Añoran las prácticas del pasado. Son nostálgicos, pero por pura conveniencia.

Es justamente la libertad de difusión (Art. 7º) la que brinda por igual una robusta base a las críticas de los conservadores y a las respuestas del gobierno. No podemos seguir en una democracia de simulaciones en la que muchos periodistas mercaban con la dosificación de su crítica mientras el gobierno les pagaba para que no fueran demasiado lejos. Cuando algunos avanzaron, los hicieron caer para que callaran.

Una democracia concursal y formalista como la mexicana no puede seguir viviendo, como antes, dentro de una crítica acotada y una respuesta ritual de parte del gobierno. Ya nadie se va a quedar callado. Luego entonces avanzamos algo y la neutralidad del internet ayuda.

El mayor problema no es que los conservadores quieran volver a ese convenio de hipocresía y complicidad entre los críticos mediáticos y el poder político, sino que tanto las oposiciones como los intelectuales conversos critican poco los actos concretos del gobierno y sus omisiones, pero gritan que está en peligro el mantenimiento de las libertades de las que gozan sin límite alguno. Claman auxilio para combatir amenazas difusas.

La plataforma de las oposiciones de derecha y de los nuevos conservadores atolondrados consiste en llamar a derrotar a Morena en las elecciones de 2021 para impedir, dicen, el aplastamiento de la democracia.

Pero ¿qué cosa proponen? No confiesan su programa propio. No pueden decir con nitidez que piensan, por ejemplo, que el gobierno regala dinero al reconocer derechos sociales y otorgar las garantías de éstos. No pueden oponerse al combate a la corrupción y el robo al fisco. No les conviene defender el derroche y el atraco en el ejercicio del gasto público. Carecen de argumentos para criticar el aumento real de salarios. Se les hace complicado promover políticas de gobiernos anteriores que llevaron a desastres y cuya impronta sigue presente en la vida nacional. No tienen el valor de proclamar a las claras que es preciso seguir subsidiando al gran capital para promover el crecimiento de la economía. No, lo que dicen es que la democracia está en peligro y gritan auxilio. Pero ¿qué institución verdaderamente democrática ha sido cancelada? ¿Qué derecho se ha negado? ¿Qué libertad ha sido reprimida? No se sabe. Lo que mucho les molesta es que se critique al INE a pesar de su historia de permisiones y su presente de corruptelas, dispendios y arrogancias, pero ahí ya también empezaron los cambios.

En verdad, la plataforma electoral de la alianza opositora que se está formando es para detener lo nuevo y restaurar lo viejo. Buscan ahogar al gobierno de la 4T en riñas interminables en el Congreso para impedir más cambios. Pero eso no lo podrían conquistar con mentirosos gritos de auxilio sino con un programa alternativo que, por lo visto, no existe, ya que esos opositores no pueden ser tan descarados como para proclamar abiertamente la defensa de los regímenes anteriores, bajo los cuales vivían en la felicidad. Se nota, sin embargo, que experimentan una fuerte añoranza.

Si de libertades y democracia tuvieran que hablar, esos conservadores (hay muchos de plano reaccionarios) tendrían que rebatir el hecho de que se ha ampliado el ejercicio del derecho de crítica, se han frenado los actos represivos, se han abierto las puertas para la libre organización y la posición de gobierno se expresa al día y es directa. El gobierno no va a permitir el uso de fondos públicos en la competencia electoral, que antes fue una regularidad solapada por las autoridades encargadas de perseguirlo.

Para confort de esos conservadores, aún no tenemos una democracia participativa de base ciudadana y social, que llevara a la gente a decidir con frecuencia en todas partes y no sólo a elegir de vez en cuando. Mas si ellos fracasaran en sus pretensiones restauradoras, podríamos acercarnos a reformas democráticas que ampliaran las libertades y ensancharan el camino hacia una gran redistribución del ingreso. Este es el fondo del llamado de auxilio de parte de quienes buscan frenar el presente para volver al pasado.

Ir a la Casa Blanca

No existe evidencia que pudiera llevar a presumir que la visita de un jefe de gobierno extranjero a la Casa Blanca haya influido alguna vez en la elección presidencial en los Estados Unidos. Esa discusión, por tanto, carece de sentido. En realidad, es enteramente especulativa.

La visita de Andrés Manuel López Obrador a Donald Trump podría ser parte de una relación normal entre los jefes de gobierno de ambos países. No se mira así por las características del actual presidente de Estados Unidos. Sin embargo, algo anda mal en esa forma de observar la situación.

A pesar del discurso antimigrante y antimexicano de Trump, el actual gobierno estadunidense ha deportado menos mexicanos que Barack Obama durante los dos peores años de la administración de éste, quizá debido a la creciente falta de cooperación de muchos gobiernos locales en las cacerías de migrantes sin visa. El muro fronterizo que fue construido pacientemente durante anteriores gobiernos demócratas y republicanos, bajo Trump sólo ha crecido en 16 kilómetros y ha sido reparado en unos 300, pero con muchos discursos demagógicos. Es tan viejo que se está cayendo solo.

Entre la inoperancia oficial y la resistencia popular, no parece ir bien la aplicación de la política de Trump respecto al tema de migración, tal como lo demuestran sus fracasos en la pretensión de cancelar el mecanismo de demora para los dreamers ordenado por Barack Obama, el cual, por cierto, no implica la concesión de residencia y mucho menos de ciudadanía. A esos «extremos» nunca llegó aquel presidente.

El protofascista Donald Trump ha realizado dos acuerdos con México: la reforma del tratado comercial trilateral y el relativo a la migración centroamericana. Quien cedió más en el primero fue el gobierno de Estados Unidos que estaba decidido a denunciarlo (cancelarlo), pero reculó ante fuertes presiones empresariales internas y un posible escenario económico poco menos que catastrófico; gran parte de la oposición demócrata no quería seguir con el tratado (nunca apoyó el TLC desde 1994), por lo que algunos de esos diputados, al final, pusieron sus condiciones en el nuevo T-MEC. Quien cedió más en el segundo fue México, ante la amenaza de imponer aranceles generalizados al margen y en transgresión del TLC, ya que el gobierno mexicano no deseaba asumir la estancia en la frontera sur de los solicitantes de asilo a EU y no quería confinar migrantes en el sureste del país; recién, un tribunal estadunidense declaró ilegal mantener en un tercer país a los migrantes que buscan asilo en EU; el día menos pensado, un tribunal mexicano declarará inconstitucional impedir a los migrantes el libre tránsito dentro del territorio nacional.

Ambos acuerdos no significan victorias resonantes de ninguna de las partes porque son abigarrados, aunque el pacto comercial es formal y será más duradero, a diferencia del acuerdo migratorio respecto de América Central que es endeble y de circunstancia.

La promesa electoral de Trump fue cancelar el TLC pero era demasiado perjudicial para su país. Así que el déficit comercial de EU con México se mantendrá, ya que su reversión sería producto de otros factores económicos pero no directamente del nuevo tratado (T-MEC).

Otra promesa electoral de Trump fue concluir el muro fronterizo, cuyo costo sería cubierto por México, «aunque (éste) todavía no lo sabe», según dijo entonces. El muro no crece, pero las obras de mantenimiento se han pagado con fondos presupuestales de Estados Unidos, pues los diputados demócratas le han autorizado a Trump algo de dinero, ya que a fin de cuentas la barrera también es de ellos. El resto de los fondos se los ha quitado a las fuerzas armadas, de manera ilegal dice la sentencia de un tribunal federal de Washington. En resumen, un fracaso: ahora están empezando a «levantar» un muro electrónico, una alarma, mucho más barata y menos contundente.

La antipatía de México (en su mayor parte) hacia Donald Trump no es algo personal, sino de carácter político. Ese presidente tiene un discurso hostil y realiza actos odiosos. Sin embargo, no le ha ido muy bien en su política supremacista, como ya se está viendo con el repudio al lacerante racismo, pero tampoco en las relaciones comerciales con el resto del mundo, su «guerra comercial» que, según había dicho, siempre será más barata.

El anterior presidente, Enrique Peña, tuvo que cancelar dos veces su visita a la Casa Blanca ante la insistencia demagógica de que México iba a pagar el proyecto de alargar el muro, lo cual, naturalmente, no admitía discusión. Trump ya se la había hecho a Peña en ocasión de la invitación de éste a Los Pinos. De regreso a su país, el candidato republicano afirmó que México sí iba a pagar el fabuloso muro.

En Estados Unidos nunca en la historia ha habido un presidente que tuviera genuina simpatía por México. Franklin D. Roosevelt es, quizá, el único que podría considerarse como algo amigable. Esto no se debe a las personas sino a los intereses estadunidenses del momento, los cuales son, se sabe bien, aquellos que corresponden a la gran burguesía norteamericana. En el fondo, este no ha sido nunca principalmente un asunto nacional sino de clase.

La visita de AMLO a Washington cuando en Estados Unidos, México y Canadá se ha promulgado y ha entrado en vigor el nuevo acuerdo comercial –a jalones como todos—, no debería verse como algo «peligroso», «indebido», «inoportuno», «entreguista» o «sospechoso».

Está claro también que la conversación no versará sólo sobre el tema del T-MEC sino que puede ampliarse a cualquier otra cosa. Recién ha dicho el secretario de Estado de EU que Washington espera que México colabore en el establecimiento de instituciones democráticas en Venezuela. Ya no es el mismo discurso que cuando EU quería obligar a México a mantenerse dentro del inefable y ridículo Grupo de Lima en el que antes se había inscrito Peña Nieto, pero tampoco ese es tema mexicano en las relaciones con Estados Unidos. México seguirá en la doctrina de la no intervención porque es una defensa frente al norte.

En el nuevo tratado, el cual en realidad contiene más del viejo TLC, hay cláusulas que van a repercutir, pero no al punto de modificar en su conjunto el entramado del libre comercio tripartita tal como ha sido hasta ahora. Tampoco será un instrumento que propicie, por sí mismo, el crecimiento del volumen de la producción en México ni mucho menos el incremento de la capacidad productiva del trabajo social. Sin embargo, a muy corto plazo, podrá favorecer la inversión productiva y en cartera en tanto que brinda tranquilidad a algunas empresas para expandirse.

Ha surgido en este marco el tema de porqué un gobierno de rompimiento con el neoliberalismo firma un tratado comercial con Estados Unidos.

La mayoría de la izquierda mexicana no se opuso al TLC sino a varios de sus capítulos. En especial los granos, con cuyo motivo el plazo para el comercio libre del maíz se ubicó en 10 años.  Pero el problema también consistía en lo que el tratado eludía, en especial, un acuerdo migratorio, la fuerza de trabajo que va de un país a otro sin reglas, derechos ni responsabilidades. Este tema sigue abierto, nada se ha avanzado, excepto quizá un poco con Canadá.

El Tratado de Libre Comercio (TLC) fue precedido de una apertura comercial unilateral del gobierno de México (Carlos Salinas), en el marco de una libertad cambiaria pero con control oficial del tipo del cambio, cuyos objetivos eran, entre otros, bajar la inflación y propiciar la inversión extranjera directa e indirecta. Se vio que del esquema no funcionaba tan bien cuando vino la crisis provocada por ese mismo gobierno en 1994.

El TLC trajo una desindustrialización parcial del país, el abandono de la producción de granos, la más completa apertura a las trasnacionales estadunidenses, así como un alineamiento con el cual México no estaba familiarizado: «nuestros socios comerciales». Recién apenas se ha entendido que eso de «socios» no es más que una relación entre competidores con reglas comunes, ya que sólo una ínfima parte de los propietarios mexicanos son en verdad socios de los estadunidenses.

Por otra parte, la economía mexicana alcanzó un superávit comercial frente a Estados Unidos y mantuvo un déficit con el resto del mundo. Los grandes exportadores son por lo general los grandes importadores, pero, además, las empresas mexicanas que venden mucho en EU exportan también capital hacia allá mismo u otros paraísos.

Más de las dos terceras partes del comercio de México se hace con Estados Unidos y casi todo bajo reglas comunes de comercio. Sería absurdo pretender el rompimiento de tales reglas, lo que no impide aplicar una política de diversificación de las relaciones económicas.

Los elementos principales del retraso de México han estado relacionados, ante todo, con la política económica y social de los anteriores gobiernos. Con una política salarial catastrófica, el mercado interno era lo secundario frente a las gigantescas exportaciones. Ante la economía maquiladora, han carecido de importancia el desarrollo tecnológico y la productividad. La gran potencia automotriz, México, no tiene ni patentes ni marcas; no hay un solo automóvil mexicano porque el negocio es la maquila de autopartes y el ensamble, todo por cuenta de trasnacionales.

México es un gran consumidor de toda clase de productos importados en tanto que su capacidad exportadora ha seguido creciendo. El mercado interno zozobra. En consecuencia, se ha ampliado la brecha en la distribución del ingreso, tenemos una sociedad cada vez más desigual, lo que genera mayor pobreza. Además, el empleo formal es ya menor que el informal, el cual se caracteriza por su ínfima productividad. Eso es un colapso social.

Este resultado no es de la entera responsabilidad de los sucesivos gobiernos neoliberales, sino también de la clase dominante y especialmente de sus capas hegemónicas, oligárquicas. La gran burguesía mexicana carece de proyecto nacional propio, vive del Estado y de la vecindad. No merece dominar en una sociedad como la mexicana que tiene historia, identidad, geografía y demografía.

 La relación entre México y Estados Unidos posee, entre otras, la característica de una presencia dentro de este último de varios millones de mexicanos. La cultura de México está cada vez más presente en Estados Unidos, pero no por la influencia de los medios, sino debido al influjo de una nación que se expande hacia el norte.

Por más horrible que parezca el actual inquilino de la Casa Blanca, bajo cualquier presidente de Estados Unidos van a seguir los problemas en las relaciones entre ambos países y sus interminables complicaciones. No está a la vista, aunque tampoco se mira tan lejana, la llegada de un presidente socialista democrático como sería el senador Bernie Sanders.

Por lo pronto, tenemos que enfrentar la disputa presidencial estadunidense con sensatez política y con la persistencia en los cambios que se están iniciando en México.

¿Para qué rehusar la invitación de Trump? ¿Qué le brindaría al presidente de México aparecer indignado, distraído o disimulado? El pretexto de la visita es la entrada en vigor del nuevo tratado.  Toda visita entre jefes de gobierno tiene alguno, pero más allá del mismo no debería criticarse el diálogo directo, personal, entre los presidentes de ambos países, ahora y en el futuro, con independencia de quienes gobiernen y de qué partido sean.

El trato entre los presidentes de ambos países siempre ha sido algo normal aunque no tan frecuente. Ernesto Zedillo visitó cuatro veces a Bill Clinton. Vicente Fox se reunía con George Bush en su rancho de Texas. Felipe Calderón fue a la Casa Blanca una semana antes de que Bush entregara la presidencia, lo cual fue visto como un innecesario acto de despedida, y visitó luego dos años consecutivos a Barack Obama. Enrique Peña llegó a ir cada año a ver a Obama al final del mandato de éste. Esas visitas se antojan escasas entre mandatarios de países vecinos. El trato intergubernamental, lo sabemos, se realiza con frecuencia en niveles intermedios, pero los jefes de gobierno deberían verse más y no sólo usar el teléfono como se acostumbra desde finales del sexenio pasado y lo que va del actual.

Hay que olvidar la parafernalia del poder e ir a lo concreto en las relaciones internacionales. Hacia allá está yendo el mundo.

Disputa de la palabra

No hay hecho político que más irrite a las derechas moderadas o extremas que las cotidianas conferencias de prensa del presidente de la República, las denominadas mañaneras.

Una de las características de la situación actual es que se está disputando la palabra. Durante décadas, el poder llenó el espacio político con su propia palabra, la pronunciada por sus voceros directamente autorizados o por aquellos que se dedicaban a reproducir, elogiar, explicar, justificar a los poderosos: todo un oficio muy bien pagado.

Andrés Manuel López Obrador carece de voceros oficiales y tampoco tiene a los pagados. Él es el vocero de sí mismo. Habla todos los días, a veces no sólo por la mañana sino a deshoras. Los reporteros le preguntan libremente, le encaran, le refutan, le contradicen. El presidente responde y añade, se sale del tema y luego tiene que regresar ante la presión del diálogo ingrato.

Este esquema es el medio de disputar la palabra tantos años capturada por los ahora desplazados del poder.

Antes, los grandes medios ofrecían lugares a los opositores, incluyendo a López Obrador, pero no cedían la palabra, la cual estaba bajo el control de los poderosos.

Hoy, como las oposiciones formales dicen y vuelven a decir, pero no alcanzan a rebatir al presidente de la República, esta función sólo la intentan los periodistas del foro presidencial y, a veces, algunos otros de aquí y de allá. Así, por infortunio, es la precariedad del discurso de los partidos opositores la que le otorga mayor fuerza a la prensa de todas las tendencias y querencias.

Quizá por eso mismo no descuellan las tesis contrarias a las de la nueva fuerza gobernante, sino las búsquedas incesantes de las contradicciones del discurso presidencial, los olvidos, las evasivas, las equivocaciones, las confusiones. No existe un debate político propiamente dicho porque algo que pudiera llevar ese nombre no se lograría en conferencia de prensa sino en tribuna, en acciones masivas, en conglomerados convocados para la protesta y la propuesta.

Durante las tres décadas del movimiento que recién triunfó, las proclamas opositoras eran hundidas en un mar de baterías propagandísticas, la mayoría de paga, y en hoyos de silencio. En los tiempos actuales, en cambio, quien fuera líder de aquella oposición, el presidente de la República, habla todos los días, con o sin tino, pero su palabra al fin se escucha, sin tener que pagar y se puede contradecir.

Cosa diferente, claro está, consiste en la práctica de desvirtuar o tergiversar lo dicho por Andrés Manuel o por cualquier otro funcionario o legislador de la 4T.  Existen montones de notas periodísticas que dicen lo contrario de lo expresado por la fuente y, a veces, los encabezados deforman lo escrito por el mismo reportero. Eso es algo de lo más común porque el más fácil es el periodismo sin responsabilidad social o el que soslaya su propia ignorancia.

Con o sin definiciones éticas, el caso es que nadie en los medios está obligado a hacer ditirambos al poder político de la República. Esto es parte del nuevo esquema de disputa de la palabra.

Un periódico o revista, emisora de radio o televisión, portal de noticias, etc., puede ser tan opositor como quiera y recurrir a su propia moral, por ejemplo, aquella que se deriva de sus ideas sobre el carácter de la fuente cuyos actos o pronunciamientos reseña, antes de la obligación de comunicar a su público lo que está pasando. Todo eso es parte de la nueva normalidad creada a partir de un nuevo sesgo que ha tomado la disputa de la palabra.

La prensa fifí siempre ha existido y se reconoce a sí misma de sobra. ¿Por qué tanto desconcierto? Porque expresar ideas y convicciones no es algo normal cuando se trata de un político poderoso, el cual debe «guardar las formas» aunque esas estén basadas en la hipocresía, denominada respeto. Se ha llegado a postular que los críticos no deben ser criticados por los sujetos de su propia crítica. Eso ya no es vigente. La libertad de difusión de ideas es para todos, todo el tiempo. Así lo señala la Constitución y lo confirma la práctica.

Ante la existencia de unas oposiciones bastante extraviadas y desmovilizadas, en la actual disputa de la palabra han ganado los medios, tanto los tradicionales como los emergentes, aunque muchos han perdido ingresos. Se han hundido el «chayote» y la gacetilla, aunque sobreviven, pero todos pueden ahora decir libremente lo que piensan y difamar a quien deseen, a la espera, eso sí, de una eventual respuesta que se escucharía.

Bien, la disputa de la palabra abierta por la 4T es también un invaluable instrumento de aquella prensa que le sirve a sus lectores o escuchas.

No te rajes Juanito

El título de este artículo es el lema de toda la derecha antidemocrática y del periodismo afín. Desde hace meses, se ha insistido en caricaturizar la maniobra electoral en Iztapalapa y a sus protagonistas. Pero el valor del sufragio no ha aparecido todavía en el razonamiento de esa derecha que se llena la boca con la palabra democracia pero que la combate en la práctica cada vez que puede. El PAN ha llegado a condicionar su voto a favor de la remoción de Rafael Acosta a que Clara Brugada quede fuera.

Iztapalapa es una expresión de la caducidad de las instituciones mexicanas. Del monopolio de los partidos en la postulación de candidatos. De la bancarrota del tribunal electoral que nombra candidatos. De los poderes constitucionales que declaran que nada tienen que ver en el asunto. De la mayor parte de la prensa que se dedica a echar relajo con el asunto.

El Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (nombre largo para tan cortas luces) hizo el cómputo de una elección interna de un partido y declaró a una candidata ganadora cuando ya no podía haber cambios en los registros ni se podían imprimir nuevas boletas, todo lo cual ubicó a los magistrados en el plano de la prevaricación. Se creó entonces un problema político singular: el PRD se presentaba con una candidata que no era la suya propia y cuyo nombre no aparecía en la boleta junto al logotipo de su partido; en la boleta, la candidata era Clara Brugada. El PT se presentaba con un candidato que no lo era en realidad, sino que prestaba su registro para que la gente pudiera votar por Clara Brugada, despojada de la candidatura del PRD. Los electores que votaron por el PRD y Clara Brugada, votaban en realidad por Silva Oliva; los electores que votaban con Rafael Acosta y el PT votaban en realidad por Clara Brugada, quien al final recibió mayor cantidad de votos y no hubo impugnaciones.

Ahora, nuestros ilustres derechistas, con partido declarado o con partido sin declarar, dicen que el problema fue creado por López Obrador y algunos se atreven a retarlo a que lo arregle. No, no es amnesia lo que padecen sino interés político. Quien creó el problema fue el tribunal, punto. Sin embargo, el insigne periodismo mexicano ya olvidó hasta el nombre del colegiado de magistrados que opera en la sombra y designa candidatos, no sólo del PRD, por cierto.

No te rajes Juanito es la voz que se esparce, pero el tal Juanito ya se rajó. Ha incumplido su solemne compromiso de no asumir el cargo, jurado ante miles de personas y cámaras de televisión varios días antes de la elección. Cuando se hizo el pacto con el PT y Rafael Acosta, yo mismo le pregunté a éste en conferencia de prensa si estaba dispuesto a cumplir con su compromiso y afirmó que sí, que sin duda. Sin embargo, al margen de gandalleces en un país de políticos gandallas, la cuestión sigue siendo la misma: el sufragio.

Una mayoría votó por Clara Brugada, luchadora social de toda su vida, especialista en el tema de desarrollo social y lucha contra la pobreza, destacada profesionista, dos veces diputada federal, coautora de la ley de desarrollo social, actual senadora suplente por el Distrito Federal, entre otras muchas distinciones. ¿Es aceptable que el voto mayoritario sea desconocido a la voz de no te rajes Juanito? ¿Se puede estar de acuerdo con ese acto de gandallez, alentado por gandallas dentro de la más pura tradición política mexicana? Ah, la ley, se dice. ¿Y el voto? ¿Y la gente que votó? ¿Y la mayoría? Vamos, estos no son temas para esa derecha antidemocrática que toma del viejo régimen los textos sagrados no escritos de la gandallez política, de la burla al electorado.

Frente al intento de fraude, ahora de quinto piso, debe reivindicarse el hecho evidente de que el pueblo de Iztapalapa votó y Clara Brugada ganó.