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Autonomía universitaria, al día de hoy

La autonomía universitaria surgió en 1918 en Córdoba, Argentina, como producto de una lucha democrática de los estudiantes que buscaban formar parte del gobierno de su institución. En 1929 la Universidad Nacional de México se confrontó con el gobierno que le quería imponer hasta la manera de caminar. Derechas liberales e izquierdas liberales, unidas, se encararon con el gobierno y obtuvieron la victoria gracias a la persistencia de la huelga de los estudiantes. En 1932 se expidió una ley de autonomía.

La Universidad se hizo autónoma y democrática, pero su democracia fue víctima del comercio y de la corrupción. Derechas e izquierdas no pudieron lograr un campo común democrático en su histórica confrontación y arrojaron una crisis de gobierno interior. Si los votos se compraban en el Consejo Universitario era porque estaban a la venta. En medio de la crisis, se produjo la intervención del Estado, se acabó una democracia ingobernable y se impuso el autoritarismo funcional. Ese es el sistema que persiste desde 1945.

Cada universidad pública del país tuvo una historia semejante. Durante los años setenta del siglo XX, algunas universidades lograron la democracia paritaria entre estudiantes y profesores, la cual siempre fue criticada, hasta el momento en que la derribó la corrupción de mafias emergentes. Otras instituciones siguieron bajo la égida de la derecha tradicional, tipo Yunque. Otras más, continuaron bajo el esquema de mafias priistas, aunque, después, algunas sin PRI. Todas ellas son autónomas y se reúnen, para defender su propio estatus, en la ANUIES, gran interlocutor del sistema universitario nacional.

El común denominador de dicho sistema es que la democracia no aparece por ninguna parte. Algunas de esas universidades fueron precursoras de la democracia mexicana en 1968 y años posteriores. Todas ellas han quedado atrás del país al que defendieron y representaron en materia de democracia.

Existe en casi todas las universidades públicas un pacto interno, no democrático y, en consecuencia, de carácter más o menos mafioso, gracias al cual la institución funciona, pero carece de grandes propósitos. Ninguna de esas universidades ha sido en los últimos 30 años la sede de un programa de reforma de la educación superior, como antes lo habían sido varias de ellas gracias al impulso de la izquierda.

En verdad, el neoliberalismo fue una derrota casi de palmo a palmo, la cual se advierte también en las universidades públicas de México. Pero es tan contradictorio ese proceso que no puede ignorarse que la UNAM fue la cuna del movimiento anti neoliberal universitario más importante y exitoso: la huelga de 1987 contra las colegiaturas y de la posterior huelga de 1999, que también fue victoriosa, aunque la rompió la policía, pues ya había triunfado antes de su quebradura, un año después de su inicio.

México tiene en la UNAM del siglo XX tres momentos políticos estelares de la mayor trascendencia nacional. 1929: la autonomía como libertad y gobierno democrático propio. 1968: inicio de las libertades democráticas, junto con el IPN y muchas universidades públicas y privadas. 1988 y 1999: derrota del plan neoliberal de organización de la educación superior.

Hay una lista de universidades y escuelas superiores que lograron en algún momento su democratización, pero que fueron sometidas, poco a poco, por parte de grupos priistas y panistas de franca derecha.

La UNAM no fue democrática bajo la actual ley que data de 1945, la más antigua del país, pero varias de sus facultades lograron, durante periodos, el cogobierno extralegal de estudiantes y profesores. Las reformas educativas más importantes y trascendentes fueron promovidas por las izquierdas, cuando estas tomaron poder de decisión bajo métodos democráticos y gracias a ellos.

Las derechas carecen de un proyecto de reforma universitaria porque en realidad no tienen convocatoria de cambios sociales sino sólo de conservación de viejos privilegios. Pero, en tal situación, sobrevino el neoliberalismo como plaga mundial y llevó a las universidades a funcionar como empresas comerciales valedoras del sistema de que todo debe estar sometido a la relación mercantil directa. Ya no era la derecha católica reaccionaria, añorante del siglo XVIII colonial, o el liberalismo decimonónico, como tampoco el estatismo autoritario post revolucionario, sino el poder de las grandes empresas y de las estructuras monopólicas financieras que se relanzaron, luego de la última guerra, sobre la mayor parte del mundo. El neoliberalismo es el programa del capital financiero contra el Estado social de los países capitalistas. Luego, con la caída de la URSS y países socialistas incorporados, los neoliberales se quedaron prácticamente solos, hasta que vino la segunda ola del Estado social, la cual sigue su curso a través de fuertes contradicciones y duras luchas políticas, no sólo en América Latina, África y Asia, sino también en Europa, sin excluir a Estados Unidos. Vivimos un momento de gran intento de cambio mundial.

Es natural que las universidades mexicanas, como las de gran parte del mundo, hayan estado inmersas en esas luchas. Durante más de 30 años, las izquierdas pagaron todos los platos rotos del neoliberalismo galopante. También lo hizo la educación superior, cuya gratuidad fue eliminada de la Constitución bajo la presidencia de Ernesto Zedillo, repuesta hace apenas unos meses por la 4T.

La inmensa mayoría de las universidades públicas del país se “derechizaron”. Claro, excepto las que ya eran francamente de derecha. Todas ellas son “plurales” o “pluralistas”, pero eso no quita su tendencia dominante.

Algo muy feo de este proceso es que grupos universitarios de izquierda llegaron algún día a la conclusión de que el neoliberalismo (formar una oligarquía de ricos financieros y desmantelar el Estado social) era mejor que vivir para siempre en la crisis del viejo estatismo que no había podido resolver ningún problema social de fondo.

Algunos de esos intelectuales de izquierda suponen que criticar a la universidad pública mexicana, por haber abrazado el proyecto neoliberal, es un atentado a la autonomía universitaria. Uno de ellos, ex miembro de la Junta de Gobierno de la UNAM, Rolando Cordera, en lanzamiento demencial, ha escrito que hemos de volver a la gesta de la defensa de la Universidad como en 1968.

El ejercicio de la autonomía universitaria depende del grado de democracia interna en las instituciones autónomas. De nada sirve un gobierno propio (“gobernarse a sí mismas”, dice la fracción VII del artículo 3º de la Constitución) si no se ejerce de conformidad con otros principios constitucionales de carácter democrático, la igualdad política y el derecho de elegir y, también, de decidir. La democracia concursal, formalista, es de por sí deficiente y se presta, como se ha visto, a grandes manipulaciones del poder del dinero, pero ni siquiera esa existe en el sistema público mexicano de educación superior.

La reforma universitaria nacional ha de ser pronto un movimiento para ubicar a la educación superior a la altura de la sociedad, en específico, del pueblo mexicano, el cual recién ha logrado lo que otros hicieron muchas veces a través de la historia: enseñar a sus propios profesores.

Dictadura en la Suprema Corte

En la Suprema Corte se ha vuelto a autorizar el pago de remuneraciones mayores a las que recibe el presidente de la República. Cualquier persona podría preguntar ¿cómo es que el máximo tribunal decide sueldos de altos servidores públicos, lo cual, dice el artículo 75 de la Constitución, le corresponde a la Cámara de Diputados?

Alfredo Gutiérrez Ortiz Mena y Alberto Pérez Dayán, ministros integrantes de la comisión de receso de la Suprema Corte, admitieron a trámite unas controversias y, acto seguido, han suspendido la aplicación del Presupuesto de Egresos de la Federación, para que los miembros de los órganos de gobierno del Instituto Nacional Electoral (INE), la Comisión Federal de Competencia Económica (Cofece) y el Banco de México (Banxico), más los que se acumulen esta semana, sigan cobrando lo mismo que hasta ahora, en forma enteramente inconstitucional.

Ya llevan dos años en lo mismo y quieren un tercero. Esos servidores públicos, ejecutores de altas funciones y garantes de derechos, exigen un trato privilegiado, con la simpatía de algunos ministros, unos seis, los cuales les conceden suspensiones anuales de controversias que nunca se resuelven por parte del Tribunal Pleno.

La maniobra consiste en dejar todo congelado, aprovechando que, en las salas, integradas cada una por cinco, no se requiere mayoría calificada para negar o confirmar la suspensión de una norma o acto. Se elude de esa forma la resolución del fondo, la cual sólo podría adoptarse con ocho votos del total de 11 ministros. Al siguiente año, se sobresee la controversia anterior porque el Presupuesto de Egresos impugnado ya dejó de tener vigencia y se vuelve a maniobrar de la misma manera. Así nos podríamos llevar toda la vida sin que la Suprema Corte resolviera algún día el asunto, como es su deber constitucional.

Ya no tenemos, en el caso, un tribunal que imparta justicia sino otro que sólo suspende la aplicación de normas, pero nunca dice el derecho.

Aquí estamos ante un fenómeno insólito en que una mayoría constitucionalmente insuficiente le impone a la Suprema Corte y al país entero su propia e ilegítima voluntad, frente a la cual no existe recurso alguno. Esta es una dictadura ejercida con base en chicanadas absolutamente impropias de tan altos dignatarios judiciales de un país cualquiera.

No se trata sólo de que la remuneración más alta en el Estado nacional mexicano sea la fijada para el presidente de la República, según lo marca el artículo 127 de la Constitución, sino que la misma Carta Magna señala en su artículo 75 que la “Cámara de Diputados, al aprobar el Presupuesto de Egresos, no podrá dejar de señalar la retribución que corresponda a un empleo que esté establecido por la ley”.

Los integrantes de los órganos de gobierno del INE y la Cofece existen por disposición legal y son “servidores públicos de la Federación”. La “autonomía” regulada que se les ha conferido no tiene nada que ver con esta condición.

En cuanto al Banco de México, cuyo presupuesto lo aprueba su propia Junta de Gobierno, el asunto consiste en que las remuneraciones de los integrantes de ésta son fijadas por una comisión ad hoc, creada por la ley y dominada por el gobierno, la cual no puede otorgarles un sueldo mayor que el del presidente de la República porque, de lo contrario, sería un acto violatorio de la Constitución. Así que volvemos al mismo punto. Hay más: los miembros de la Junta del banco no son servidores públicos del mismo, sino, difusamente, del Estado nacional mexicano, por lo cual carecen de derechos laborales. Al respecto, ellos son como el presidente de la República, los miembros del gobierno, los legisladores, entre otros: sus eventuales prestaciones sólo se pueden conferir mediante ley o decreto legislativo.

Los jefes de estos tres (se esperan más) organismos públicos se sienten parte de una élite, de una burocracia dorada intocable, que labora al margen del Estado de derecho. Lo peor de todo es que hay seis ministros de la Suprema Corte que están de acuerdo. Quizá porque ellos mismos, en el pasado, se ponían el sueldo que querían sin que nadie les dijera nada porque la Cámara les autorizaba todo, sin ver.

A propósito, la Constitución señala que los únicos altos servidores públicos que tienen un sueldo irreductible durante su periodo son justamente los ministros, consejeros, magistrados y jueces (art.94), pero no dice que deba aumentar cada vez en términos reales, como así fue durante mucho tiempo, mientras el salario bajaba realmente cada año.

La lucha actual para establecer remuneraciones congruentes con la situación del país, la austeridad republicana y las finanzas públicas lleva apenas unos 10 años, pero, en realidad, en términos fácticos, tiene apenas dos años, los de la 4T. Bajar el sueldo del presidente de la República fue la clave porque ya la Constitución fijaba la remuneración de éste como la más alta, lo cual no era preocupante para la burocracia dorada, ya que era bastante alta.

Cuando, en 2019, bajó el sueldo presidencial a menos de la mitad, crujieron ciertos privilegiados. Tenemos desde entonces un conflicto abierto. Lo más feo de esta comedia es que la Suprema Corte de Justicia, designada como garante de la constitucionalidad, milita dictatorialmente en favor de privilegios e ilegalidades groseras de esa burocracia dorada, de esa élite que opera por encima del Estado de leyes.

Autonomía y supeditación del Banco de México

La Constitución (Art. 28) establece que el Estado tendrá “un banco central que será autónomo en el ejercicio de sus funciones y en su administración”. El objetivo prioritario del Banco de México ha de ser “procurar la estabilidad del poder adquisitivo de la moneda nacional fortaleciendo con ello la rectoría del desarrollo nacional que corresponde al Estado”. Y dicho precepto sentencia, sin concesión: “Ninguna autoridad podrá ordenar al banco conceder financiamiento”.

El mismo artículo 28 constitucional pone las cosas más claras al señalar que “el banco central, en los términos que establezcan las leyes y con la intervención que corresponda a las autoridades competentes, regulará los cambios, así como la intermediación y los servicios financieros…”.

Es sobre esta base que el gobierno tiene el control legal de la Comisión de Cambios (la preside  el Secretario de Hacienda, quien puede superar los empates entre sus seis integrantes, tres del Banxico y tres del mismo gobierno), propone al Senado a los miembros de la Junta de Gobierno (quienes no son empleados del banco por lo que carecen de derechos laborales) y determina el sueldo de los mismos a través de una comisión ad hoc (cuyas decisiones están siendo objetadas en la Suprema Corte para poder seguir ganando más que el presidente de la República).

El mismo gobierno integra, regula y vigila a la Comisión Nacional Bancaria y de Valores así como a la de Seguros y Fianzas, además de realizar la llamada inteligencia financiera, entre otras funciones que impactan en la intermediación, los cambios y el sistema financiero del país. En síntesis, el gobierno tiene más funciones que Banxico, excepto la de conceder financiamiento desde el banco y, naturalmente, la de emitir moneda y regular su circulación.

El banco fija la llamada tasa de referencia que rige en sus transacciones con las instituciones bancarias. No es una tasa impuesta sino sólo para cierta clase de operaciones, por lo que también se usa justamente en forma referencial. Los bancos toman sus muy libres decisiones en materia de tasas de interés activas y pasivas debido a que no son ejercidos los deberes de regulación que, desde hace algunos años, la ley confiere a Banxico. La “libre competencia” bancaria mexicana está en manos de siete bancos, de los cuales cinco son trasnacionales. Este tema sigue estando pendiente de análisis en el Congreso.

La Constitución señala que el Banco de México tendrá funciones de autoridad “necesarias”, pero sobre bases, condiciones y límites escritas en la legislación, lo cual confirma la observancia del principio de legalidad. El banco, en fin, no legisla. Quien lo hace es el Congreso. Bueno saberlo.

El Banco de México está más subordinado que lo imaginado por la generalidad de las personas. Sin embargo, al subrayarse su autonomía, se soslayan los límites de la misma. Así, se está propagando que Banxico no requiere ley alguna para funcionar, debido a su autonomía, sino sólo acuerdos del grupo de personas designadas como integrantes de su Junta de Gobierno. Es al contrario: las funciones del banco se llevan a cabo conforme a la ley, sus funciones de autoridad no podrían ejercerse al margen de la legislación del Congreso. No es éste el primer tema nacional en el que todo aparece alrevesado. Lo que ocurre es que el principio democrático es el último en aparecer y, cuando se integra a la discusión, se confunde con otros. Viejo defecto nacional.

El banco central, en México, no surgió de la banca privada como en otros países, sino de un original mandato legislativo: es, en efecto, una institución totalmente estatal. Sus más recientes facultades constitucionales directas se derivan de la necesidad de impedir que el presidente de la República obtenga crédito del banco bajo su propia orden (echar a andar la “maquinita”, se decía) o que el Congreso lo obligue por decreto. De ahí viene la dichosa autonomía. Las facultades regulatorias y de emisión de la moneda de curso legal, su carácter de banco de bancos, etc., son elementos comunes a todo banco central. Aún así, todas están en la ley, como es debido.

Por desgracia, el reciente debate sobre la autonomía relativa del Banco de México se ha dado desde una acusación: la de su gobernador, quien dijo que el proyecto de reformas sobre los billetes y monedas de divisas extranjeras, aprobado en el Senado, es violatorio de la “autonomía del banco”. Por desgracia no explicó su aseveración, no obstante, ésta fue hecha propia por los medios de comunicación, sin explicar nada (ni siquiera publicaron el texto de la Constitución), y por voceros de agrupaciones empresariales, incluidos los mayores bancos que operan en el país, quienes defienden una idea de autonomía de Banxico que en los hechos resulta en la de ellos mismos.

El proyecto puede ser correcto o no, puede ser viable o no, puede ser práctico o no, pero no violaría la autonomía del Banco de México. Si así fuera, casi toda ley expedida antes, ahora y en el futuro por el Congreso sobre el sistema financiero y cambiario sería por definición contraria a la referida autonomía constitucional del banco. No se trata, pues, de ordenar al Banxico conceder financiamiento; tampoco de impedir el ejercicio de su autoridad, siempre en los términos que la ley defina.

El asunto de los manchados billetes de dólar tendría que ser discutido sobre la base de dos puntos. 1) Qué hacer para que las operaciones de compra no se encuentren tan abajo del tipo de cambio a la venta, con lo cual los poseedores del billete verde pierden demasiado al cambiarlos por pesos. 2) Cómo seguir mejorando los controles precautorios en el cambio de divisas, pero no sólo de los pocos billetes de dólar que circulan, sino de los centenares de miles de millones que se mueven en línea, a través de la cual, se sabe, funciona principalmente el lavado de dinero.

En otro orden de cosas, no es que el gobernador de Banxico carezca de libertad para expresarse, sino que ha usado el cargo para decir demasiadas mentiras comprometedoras, las que una generalidad de las personas se ve orillada a creer, tales como esa de la amenaza contra de estabilidad del sistema financiero, aquella del peligro para la validez y operación normal de la Reserva Internacional de México en el exterior y la del rompimiento del convenio del Banco con la autoridad estadunidense. Pocas veces se habían visto semejantes atrevimientos institucionales que generaran alarma dentro del país.

México tiene un singular problema con la dirección actual del banco central, a juzgar por las reacciones de éste. Sin embargo, habría que esperar que el gobernador de Banxico recapacite, deje de mentir y proponga algo para resolver el problema de los billetes de dólar. Asunto, por cierto, poco complicado. Del secretario de Hacienda también es de esperarse que, en lugar de andar diciendo no a sottovoce, diga qué cosa , pero en ley, para evitar vanas promesas.

Reformar la Universidad Nacional

¿Qué está pasando cuando un grupo pequeño o grande de estudiantes cierra una facultad o escuela y, al mismo tiempo, el rector de la Universidad no concurre a discutir sino que sólo pronuncia discursos desde lejos?

No es tan difícil saberlo.

La UNAM aportó mucho a la conquista de la libertad política en México. Pero es una de las instituciones más atrasadas en materia de democracia interna. Esta contradicción nunca ha sido admitida por autoridad alguna. El rector vive en su Torre, así se llama, a la que llegan de vez en cuando algunos jóvenes violentos cuya presencia vandálica sólo sirve para que el mismo rector denuncie la intromisión de intereses ajenos. Nada pasa, sin embargo, por el arribo de unos y la alarma del otro. Todo sigue igual. Es una cansada esgrima sin objeto alguno.

Mientras, el acoso sexual y otros ataques mucho más graves contra las estudiantes siguen como antes o son mayores. La autoridad de cada plantel es la que debería imponer sanciones a las personas que realizan esos agravios a la dignidad y la integridad de las estudiantes. Pero los directores no quieren hacer nada, tienen miedo y, al mismo tiempo, no condenan las agresiones sexuales porque son machistas, misóginos, encubridores o simplemente pusilánimes. Durante años, esos ataques han sido moneda de uso corriente en la UNAM. Todos lo sabemos.

Ha llegado en esa Universidad el momento del ya basta. No se ha movilizado la mayoría del estudiantado porque las y los jóvenes no cuentan con agrupaciones amplias, democráticas y participativas. Todo ahí es una desolación en materia de instancias de organización, deliberación y decisión.

La UNAM tiene autoridades que no son legítimas desde un punto de vista medianamente democrático, lo cual no vale la pena discutir porque es evidente. La representación de la comunidad en el Consejo Universitario y en los consejos técnicos estriba sólo en actas pero no existe en la vida real. La Junta de Gobierno está peor, pues se encuentra integrada por 15 personas que duran en su cargo 15 años pero designan a los directores y al rector.

La Ley Orgánica de la UNAM (1945) cayó en inconstitucionalidad a partir de 1980 porque la fracción VII del artículo 3º de la Constitución otorga desde entonces la «facultad y responsabilidad de gobernarse a sí misma», mientras que la vetusta ley le impone a la Universidad, desde fuera, su estructura orgánica, es decir, las bases de su gobierno interior.

Si no existen instancias representativas y participativas en la institución, el diálogo está roto. Así ha sido durante muchos años, pero la necedad de mantener todo el andamiaje orgánico como si fuera nuevo sólo provoca el agravamiento de cada conflicto que surge.

Lo que ahora tenemos no es nada sencillo porque el machismo domina y la protesta es, de entrada, incomprendida, aunque se diga que se comparte el contenido pero no el método de realizarla. Esa es una falsedad, claro está. Las soluciones que se han ideado ante la violencia de género no funcionarán bien, aunque no sean malas, mientras la Universidad siga peleada con la democracia, la formal y, mucho más, con la participativa.

La violencia de género no hubiera hecho la crisis que estamos viendo en un medio en el que pocos o muchos plantean sus puntos y éstos se abordan por los demás a través de un entramado de discusión y decisión colectivas. Pero, gota a gota, se ha empezado a derramar el vaso ante la inexistencia de instancias en las que se resuelvan esos y todos los asuntos importantes.

¿Dónde se ha discutido el problema de la violencia contra las mujeres? En demasiados lugares, excepto en aquellos en los que se supone que deberían tomarse las decisiones en pluralidad. Para decirlo en forma más directa: el Consejo Universitario no es una instancia de deliberación y resolución de problemas generales, mientras los consejos técnicos siguen siendo sólo eso, puramente técnicos, para no contrariar el principio antidemocrático de las decisiones unipersonales del director/a.

La UNAM requiere en este momento una convocatoria a discutir organizadamente, sin mentiras, manotazos ni insultos, un proyecto de ley de la Universidad que se apegue a la autonomía consagrada en la fracción VII del artículo 3º constitucional, cuya redacción sería fácil, para que, luego, el Congreso de la Unión recoja el proyecto que de ahí surja y expida el nuevo ordenamiento. Después vendría lo difícil, la UNAM tendría que decidir qué tanta democracia quiere y cómo la necesita; qué tanta participación directa es conveniente; qué tanto diálogo desea; qué tanta organización reclama. Todo esto lo haría libremente, sin que una ley del Congreso, inconstitucional por ser orgánica, le indique cómo debe ser su gobierno interior.

Este planteamiento lo han rechazado Barros Sierra, González Casanova, Soberón, Rivero, Carpizo, Sarukhán, Barnés, De la Fuente, Narro y el actual Graue. Todos los rectores posteriores al movimiento contra el autoritarismo y el elitismo que derribó a Ignacio Chávez en 1966 han sido continuadores de la misma antidemocracia. Aunque aquella huelga estudiantil abrió el cogobierno extralegal en algunos planteles, éste se diluyó en medio de otras luchas de carácter nacional, incluyendo aquellas magníficas acciones victoriosas a favor de la gratuidad, todas las cuales nos dejaron un espléndido legado, primero, en favor de la democracia y, después, en la resistencia contra el neoliberalismo.

Como haya sido, el gran problema actual consiste en que la mayor Universidad está desfasada de su propio país al que tanto ha aportado, pero del cual no ha sabido aprender.

Banco de México: mejor no tocarlo

Durante años se ha repetido la propuesta de que el Banco de México cuente, dentro de sus finalidades, con la de impulsar el crecimiento de la economía. Ahora la ha expresado el Presidente de la República, por primera vez desde la reforma de esa institución en 1993.

¿Cómo podría el Banxico promover el crecimiento del PIB? Quizá otorgando financiamiento, aumentando el circulante o bajando tasas de referencia. En realidad nada de eso puede hacer el banco con verdadera discrecionalidad. Todo lo que sobre esos temas no se encuentra normado en ley, está limitado por parte del mercado financiero mundial y del sistema de intermediación que opera en el país.

La legislación otorga al Banco de México autonomía, aunque en realidad no tiene mucha. El punto más fuerte de su independencia consiste en que ninguna autoridad puede ordenar al Banxico otorgar financiamiento. En otras palabras, el gobierno no puede obtener créditos para sí o para otros a partir de recursos del banco central. En realidad, el gobierno acude al mercado abierto de dinero y el Banxico es su agente por fuerza de ley. Asimismo, sus viejos fideicomisos que siguieron funcionando después de la reforma ya no tienen importancia.

Se exagera sobre la autonomía constitucional. Una de las funciones principales del Banxico es regular los cambios, pero existe una comisión de la materia en la cual el gobierno tiene la batuta: de sus seis miembros, tres son de Hacienda, uno de los cuales es el secretario del ramo, quien la preside con derecho a voto de calidad en caso de empate. Nada puede hacer el autónomo banco central sin permiso del gobierno. Si esto fuera poco, es causal de remoción que el gobernador del Banxico incumpla los acuerdos de la Comisión de Cambios.

El Banxico debe seguir siendo banca central, banco emisor, banco de reserva, banco de bancos y banquero del gobierno. Pero debería dejar de ser «asesor del gobierno en materia económica» y limitarlo sólo a la «materia financiera», para lo cual habría que modificar el artículo 3 de la ley del banco, buscando así que el gobernador en turno ya no dedique alguna parte de su tiempo a hacer discursos y a meterse en toda clase de debates sobre el crecimiento económico, el cual rehúye como finalidad del banco, pero del que habla demasiado hasta el grado de hacer pronósticos, a veces impertinentes o disruptivos.

Tenemos un banco central que presume de su autonomía, pero más para hablar que para ejercer sus deberes. Alejandro Díaz de León, gobernador de Banxico, y los subgobernadores, no asumen a plenitud el mandato de regular los servicios financieros. Nunca esa institución nos ha explicado cómo es que en México no tenemos banqueros sino sólo agiotistas. Las tasas reales de interés activas son aquí las más altas del mundo, mientras las que se les pagan a los pequeños ahorradores (las pasivas) son las más bajas o tienen el 0%, pero con las comisiones alcanzan tasa negativa nominal, es decir, se paga por ahorrar, con lo cual se absorbe completa la continua disminución inflacionaria del «poder adquisitivo de la moneda», cuya defensa es la primera obligación del Banxico.

El negocio bancario mexicano arroja las mayores tasas de  ganancia (porcentaje de la utilidad neta sobre la inversión), pero Banxico nunca ha explicado esta penosa situación que se produce en el marco de un inicuo oligopolio. Los senadores están discutiendo desde hace casi un año cómo se va a lograr que se reduzcan las comisiones bancarias, lo cual sería formidable, pero eso ya lo hubiera podido hacer directamente el banco con la ley actual («Art. 26. El Banco de México regulará las comisiones y tasas de interés, activas y pasivas, así como cualquier otro motivo de cobro…»). Este precepto legal lleva 9 años en vigor, pero nada.

No pocas empresas mexicanas están trabajando casi sólo para los bancos. Una reducción de tasas activas de interés (abaratamiento del crédito) promovería un mayor acceso a los préstamos. De esa forma el Banxico ayudaría en algo al incremento del producto interno.

De las facultades del Banxico, pocas son ejercidas. La ley le autoriza a imponer a las instituciones de crédito y otros intermediarios «inversiones obligatorias», «con o sin causa de interés». Eso ni pensarlo, dirían los miembros de la Junta de Gobierno, casi todos designados por los presidentes neoliberales. Aunque la ley lo autorice, la autoridad financiera no haría nunca lo que hoy le hacen los bancos privados a millones de cautivos ahorradores mexicanos.

¿Qué sentido tendría involucrar al Banxico en temas directamente relacionados con el crecimiento de la economía si no atiende los aspectos indirectamente vinculados? La reciente disminución de la tasa de referencia ha sido correcta, pero fue una replica de la decisión de la Fed estadunidense (banco central). La pesada prima de riesgo de México (diferencial de tasas de referencia con EU) se ha mantenido igual; menos mal.

Antes de hacer peticiones al Banxico hay que tomar en cuenta que la actual Junta de Gobierno se renovará poco a poco, dentro de los próximos cuatro años, con un nuevo subgobernador anual.

Dejemos ya de lado la costumbre de esperar del Banco de México cosas que no hará. Tenemos un banco del Estado parecido a cualquier otro de carácter privado,  por lo menos en la doctrina de quienes lo dirigen. Eso terminará por cambiar, sin duda, pero no es para estos días. Sin embargo, cuando ocurra, no tendría ya ningún caso intentar convertir al Banco de México en una especie de central financiera para el desarrollo porque habrán de existir mejores palancas. En cualquier caso, eso no es aconsejable ni sería posible.

Autonomías y repartos políticos

Los únicos organismos públicos que gozan de autonomía son las universidades precisamente autónomas. Los demás que se denominan autónomos carecen de la facultad de emitir sus propias legislaciones y, más en general, “gobernarse a sí mismos”, como la Constitución les concede tajantemente a las instituciones de educación superior.

Hay en México organismos autónomos diseñados casi a imagen y semejanza del Instituto Nacional Electoral (INE), cuyos titulares no sólo son técnicos, sino también integrantes de la llamada clase política aun cuando no estén formalmente afiliados a partido alguno.

El ente no gubernamental que organiza las elecciones fue una exigencia de las oposiciones durante muchos años. Luego de su creación, sin embargo, sus titulares buscaron incidir en la política del país, no sólo en cuanto a la manipulación electoral, sino también en criterios, paradigmas, formas de actuar y demás características del quehacer político: suponen con frecuencia que tienen funciones de maestros políticos.

Fue un error costoso que ese aparato electoral estuviera a cargo de personas que con frecuencia polemizan con los partidos “adversarios”, mientras que ellos mismos no realizan con rigor técnico algunas de sus atribuciones más importantes.

Por ejemplo, los resultados electorales se conocen en su totalidad tres días después de la elección. México tiene uno de los sistemas de resultados más lentos. Pero, por otro lado, sus integrantes pretenden ser intocables al sostener que cualquier medida administrativa legal es un atentado contra el ejercicio de su función. Así lo volvieron a decir cuando la Cámara redujo su abultado presupuesto. Sostienen que el INE puede doblegar por vías políticas o legales al poder constituido. Han recurrido al amparo para seguir gozando de sueldos demasiado elevados, los cuales ya están eliminados por vía constitucional y presupuestal.

Todos los organismos «autónomos» han presentado recursos en la Suprema Corte contra la aplicación de las normas constitucionales en materia de remuneraciones de servidores públicos. Y todos ellos han argumentado que su alto sueldo es garantía de probidad e imparcialidad. Esto incluye al presidente de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, quien ha ejercido su atribución de presentar acción de inconstitucionalidad en materia justamente de derechos humanos, pero en este caso con motivo de la reducción de su sueldo. Esto nos recuerda aquello del conflicto de intereses y de la ética del servicio público.

Los gobernadores del Banco de México han recurrido a la Suprema Corte en procura de protección, pero no para defender el ejercicio de sus funciones sino sus sueldos. Es evidente que objetan una disposición constitucional, lo cual debería ser intransitable, pero lo peor es que, para ello, utilizan un recurso asignado al Banco como institución. No obstante, el ministro instructor de la Corte les concedió una suspensión, la cual no procede según la ley. Influencias políticas, nada más.

Los actuales integrantes de los “órganos autónomos” tuvieron que recurrir a un partido o un alto funcionario de gobierno para llegar a donde están, aún los que pasaron por un mecanismo de examen previo de conocimientos.

En otros países los integrantes de los órganos reguladores no discuten asuntos políticos, no postulan mediante sus cargos opiniones sobre su país y el mundo, sino que realizan funciones para las cuales, estrictamente, fueron designados. En México, sin embargo, esos organismos son diferentes porque el sistema político los ha llevado por otros caminos.

La creación de órganos “técnicos” declarados “autónomos” ha llegado a su agotamiento.

No obstante, se propone ahora que, en lugar del malogrado Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación, se forme otro, pero igualmente “autónomo”, cuyos integrantes serían designados por el Senado. De nuevo se quiere el mismo reparto político.

Es preciso dejar de caminar sobre huellas de reformas pasadas y abrir la posibilidad de que, dentro de la administración pública, puedan existir órganos colegiados, sin personalidad jurídica propia pero con independencia en sus decisiones. Definidas sus funciones, el punto relevante sería diseñar el método de su designación.

En ocasión de la reforma educativa que se discute ahora en la Cámara de Diputados, se abre la oportunidad de intentar algo nuevo, sin repartos partidistas o burocráticos, en el diseño de organismos regulatorios y técnicos.