Felipe Calderón ha conseguido lo hasta ahora considerado imposible: ha puesto a todos en su contra. Los motivos de las diferentes clases o sectores de éstas son, sin embargo, diferentes. Quienes pagan impuestos no están de acuerdo con pagar más; quienes no pagan rehúsan ahora pagar un poco por cuenta de lo que han dejado de aportar.
Es evidente que la gran burguesía monopolista, la cual no paga como lo afirma con razón el mismo Calderón (quien asumió por un instante el discurso de López Obrador, aunque sin la misma consecuencia), combate el aumento de la tarifa máxima del impuesto sobre la renta de 28 a 30 por ciento, aunque tampoco lo va a pagar, pero se opone sobre todo al pellizco de los impuestos retenidos (aparte de los no pagados) entre 1999 y 2004 –más de 80 mil millones en el cálculo más conservador—que Calderón les pidió entregar en cinco cómodas anualidades.
Quienes pagan los impuestos no están de acuerdo con un aumento de dos puntos porcentuales sobre sus ingresos, lo cual significaría poco más de siete por ciento de incremento a todos y, para los más bajos salarios que hoy contribuyen, representa casi 20 por ciento de aumento respecto de lo que están pagando ahora, lo cual es un atraco. (Nuestra insigne prensa libre mexicana no ha dicho la verdad sobre el proyecto gubernamental de impuesto sobre la renta ni ha intentado explicar a su sufrido público lo que significa el régimen de consolidación fiscal de los súper ricos mexicanos; lo que al respecto se ha planteado por el PRD desde el Congreso no ha sido publicado, sencillamente).
En cuanto a los impuestos al gasto no se trata sólo de dos por ciento adicional, reducido por la Cámara a uno por ciento en el IVA, sino también el tres por ciento a los usuarios de telecomunicaciones, dos pesos por cajetilla sin importar el precio de la misma y un incremento a las bebidas alcohólicas y a la cerveza, todo lo cual le pega a casi todo mundo.
Los ciudadanos diputados de la mayoría de PRI y PAN (encabezados por sus respectivos presidentes nacionales) se aventaron la puntada de aprobar la condonación de derechos a los concesionarios de las nuevas frecuencias de telecomunicaciones, por la friolera de casi 5 mil millones de pesos, con el propósito –dijeron—de “incentivar” que le hagan el favor a México de invertir en la banda más lucrativa del espectro radioeléctrico (la más rápida) y la de mayor tasa económica de retorno, como si fuera petróleo crudo. No se sabe qué favores, también de retorno, están aquí comprometidos.
En síntesis, Calderón plantea que quienes ya están pagando impuestos (trabajadores y empresarios pequeños y medianos) ahora paguen más y quienes no pagan casi nada sigan así, aunque les quiere cobrar a éstos en 2010 unos 27 mil millones por cuenta de lo que no han pagado en los últimos diez años. Esto fue lo que amarró la pinza de la unidad nacional: todos en contra. Mayor torpeza es difícil.
Los privilegios fiscales, sin embargo, no se tocan, pues el régimen de consolidación fiscal de las holdings no se quiere suprimir, ni se quiere cobrar el impuesto sobre la renta a las ganancias de bolsa, ni se pretende tocar a las empresas mineras que prácticamente no pagan nada por derechos de extracción, ni tampoco se desea eliminar los regímenes de privilegio del llamado sector primario y los transportes. En fin, Calderón respeta a los ricos y sólo les pide a los más ricos una pequeña contribución de 27 mil millones, por la cual éstos chillan como marranos atorados (tienen ingresos brutos anuales por más de cinco millones de millones de pesos).
El secretario de Hacienda, ante tal desastre y pésimo resultado político, debería renunciar como responsable de la aplicación de las órdenes recibidas de su jefe, Calderón. El paquete fiscal presentado por el gobierno no puede más que llevar al nombramiento de un nuevo secretario, aunque quien debería irse, en verdad, es el mismo Calderón por haber unificado a todos en su contra. Digo, es una idea.