Capitalismo depredador

Si no fuera por el Estado social —producto de la lucha de los trabajadores—, se habrían llevado a cabo muchas más revoluciones en el mundo. El Estado regulador y redistribuidor del ingreso ha generado condiciones en las cuales se ha hecho posible una disminución de la pobreza material y una conversión de la productividad del trabajo social en mejorías salariales relativas y en la seguridad social. Claro que esto no ha funcionado igual en todas partes, pero ha sido el más importante esfuerzo no revolucionario.

Durante las últimas décadas el Estado social ha sido defenestrado por las corrientes conservadoras y reaccionarias que lo acusan de detener el progreso y generar supuestas injusticias igualatorias. El liberalismo se ha tomado sus revanchas y ha conducido a esquemas en los cuales la influencia política de los trabajadores se ha empequeñecido en tanto el Estado ha renunciado a intervenir directamente en el reparto del ingreso y en la vigilancia de las tramas criminales de los operadores de los grandes mercados.

La crisis financiera más reciente, cuyas consecuencias se observan todavía, fue resultado de la combinación de un incremento relativo del capital dinero y una falta de regulación sobre el uso de éste. Las mismas autoridades estadunidenses que propiciaron la debacle tuvieron que reconocer su error: el mercado no puede regularse a sí mismo, lo cual parece una proclama socialista o algo por el estilo. Sin embargo, una y otra vez, en un grupo de países o en otro, sigue adelante la tesis del repliegue del Estado y, por tanto, de la lucha política. México tiene mucho de esto, en especial en la llamada reforma energética.

El control privado de la generación de electricidad ha llevado a desastres. Baste recordar la crisis de California. En Argentina las consecuencias fueron catastróficas. En España, se les ocurrió un sistema de subastas con el cual las tarifas aumentan sin relación con los precios en general. Los oferentes se encuentran supuestamente regulados por el gobierno, pero a través de un procedimiento en el cual la variación de costos (y el acuerdo soterrado de los productores) domina un mecanismo demasiado sensible: la velocidad del viento y la insolación tienen un lugar importante.

Así, en México el gobierno planea algo por el estilo. Se quiere hacer proliferar a los llamados productores independientes, dejando al Estado en su papel de distribuidor y comercializador, pero bajo el criterio de costos de las unidades productivas, lo cual llevaría a que la electricidad fuera más cara para el consumidor. Hacer esto en un país donde la reserva anda en alrededor de 30 por ciento y el Estado posee a la vez los generadores más caros y los más baratos es algo tan absurdo como las subastas españolas, pero habrá quien pague, aunque proteste, porque la energía no se compra en las tlapalerías.

Abrir toda la economía a las corporaciones empresariales lleva al Estado a regular en favor de los grandes productores. De esa manera, la función corruptora de la empresa privada alcanza el lugar donde se anida la corrupción misma, el gobierno. Trabajar únicamente para la obtención de la mayor tasa de ganancia no sólo se basa en la revolución técnica, sino en la protección pública de aquellas empresas que se convierten en factores económicos determinantes. Los grandes inversores son en realidad elementos decisorios en los gabinetes de gobierno, porque de ellos dependen los equilibrios macroeconómicos. La lucha política deja su lugar a presiones y condicionamientos de unos cuantos. La democracia política se hace más formal de lo que es de por sí.

La reforma energética de Peña tiene que ser analizada también desde el ángulo del capitalismo depredador, del estrechamiento de caminos democráticos.