La pandemia COVID-19, como emergencia de salud, durará unos meses, pero su impronta podrá perdurar varios años y provocar cambios imprevistos. No se trata de la recesión a la que ha llevado la alerta sanitaria, ya que, al fin, la bajada de la producción y de los servicios será superada y paulatinamente se recuperará la economía mundial.
El problema que tenemos enfrente es que la globalización
económica galopante no contiene un acuerdo político suficiente para establecer
normas admitidas por todos y mecanismos comunes para la gestión de las
condiciones básicas de la vida, incluyendo, naturalmente, la seguridad en su
más amplia acepción.
Lo hemos visto con mayor claridad en la coyuntura sanitaria.
El organismo de salud de Naciones Unidas (OMS) está prácticamente dedicado a
emitir un boletín diario con algunas recomendaciones. Ningún gobierno ha hecho un
pronunciamiento sobre la forma titubeante en que él mismo reaccionó al
principio. Los sistemas de salud de casi todo el mundo se encuentran colapsados
o lo estarán pronto porque están mal hechos.
La gran pandemia de 1918-20 se produjo luego de una terrible
guerra que había arrojado al menos 14 millones de muertos entre militares y
civiles. Se calcula que de aquella gripe enfermaron 50 millones y otros cinco
millones fallecieron. No existía entonces el transporte aéreo de pasajeros como
industria mundial, no obstante la enfermedad abarcó muchos países: viajó en
ferrocarril y en barco.
El COVID-19 llegó en avión a casi todos los países y,
consecuentemente, lo hizo con una rapidez muy previsible pero que no se quería
admitir al principio. La OMS tardó días en anunciar la pandemia, tal como el
gobierno de China, antes, se había demorado mucho en reconocer el brote
epidémico por temor a que se afectara su economía.
El sistema de globalización económica no sirve para proteger
a los humanos, es decir, al sustento básico de la humanidad que es la salud
para vivir. Esto es así al tiempo en que tampoco sirve para proteger el medio
ambiente, evitar la guerra, garantizar la paz, superar la pobreza, combatir las
violencias, igualar las condiciones de vida básicas, redistribuir la riqueza
entre las naciones, los pueblos y las clases. ¿Para qué sirve, entonces, si ha
fracasado también en lo más vital: la salud de la humanidad?
La globalidad es una forma de relación del capitalismo
interconectado. Ningún país puede ser autosuficiente porque, al consumir todos
mercancías iguales o semejantes, se imponen las diferencias tecnológicas, de
materias primas y de nivel de vida de los productores, todo lo cual se expresa
en los costos. El encadenamiento productivo es capitalista, no tiene que ver
con la salud ni con el planeta sino con la ganancia. Esto se sabe de tiempo
atrás, pero hoy quizá sea mucho más claro. De cualquier forma, esa globalidad
es frágil, pues una pandemia la lleva al desequilibrio. Un desajuste
productivo, comercial o de servicios conduce a otros desajustes y así
sucesivamente, tal como ocurre con el contagio viral.
Una globalización así no tiene futuro en tanto pacto, ya que,
como ahora, ni siquiera se pueden tomar medidas globales sobre un virus
emergente que se desplaza en forma de enfermedad pandémica, es decir, global, y
puede enfermar a cualquier persona en cualquier país, aunque al final el número
de fallecimientos sea estadísticamente «marginal».
Por lo pronto, la pandemia paraliza una parte grande de la
economía y es ahí donde está radicado el debate de un mundo globalizado que se
organiza como maquinaria de producción de plusvalor, es decir, de apropiación
privada del producto excedente de la humanidad.
La Unión Europea es la más alta expresión de la globalidad
actual: la asociación política de Estados independientes sin fronteras ni aranceles.
Está, sin embargo, a las puertas de una crisis vital porque no es «natural»
la ausencia de acuerdo suficiente para que los costos sociales sean cubiertos
en condiciones equitativas entre sus integrantes. Los salvamentos europeos
suelen consistir en prestar dinero para asegurar los pagos a los bancos
alemanes y franceses, tal como lo vimos en Grecia. Las primas de riesgo que sólo
pagan algunos por sus deudas dividen entre sí a los países de la Unión como si
fueran adversarios, sometidos sólo a la dictadura de los mercados. No se trata
de falta de solidaridad sino de ausencia de un gobierno compartido basado en
reglas democráticas suficientes para ser en verdad una unión.
La globalización como instrumento de las clases dominantes no
podrá nunca arrojar un gobierno internacional democrático porque la democracia
de esas clases, las propietarias, no va mucho más lejos que algunos derechos
históricamente alcanzados, por cierto, en su mayor parte, por quienes no son
propietarios.
Es por ello que no hay acuerdo suficiente sobre Estado
social, distribución del ingreso, medio ambiente, armamentismo, hegemonismos
internacionales, y ahora sobre sanidad, sino sólo en cuanto a las esferas
conectadas directamente con el funcionamiento de la maquinaria de exacción
mundial de excedentes económicos. En el fondo, el pacto global se basa en la
unión de los capitalistas de los países miembros para dar seguridad y
estabilidad al sistema de producción de plusvalor. Luego de la pandemia, en
Europa habrá mucha más gente que se pregunte sobre el valor, significado y
alcance de la Unión Europea, a la vista de la falta de normas y de gobierno
común para hacer frente a todos los problemas humanos.
En verdad, en la emergencia, cada gobierno europeo ha estado
solo, decretando las medidas sanitarias que buenamente considera pertinentes,
tratando de salvar lo más que se pueda de la producción, el comercio y los
servicios, y, finalmente, subsidiando empresas, otorgando garantías públicas
sobre el crédito bancario y cubriendo una parte del consumo de trabajadores
formales e informales desplazados.
El relativo desorden interno de los principales países
europeos durante la pandemia fue convertido en un caos de Europa, la cual resultó muy precariamente unida.
La Unión Europea tiene una crisis que hasta antes del
coronavirus no era reconocida muy a las claras por todos. No se trata sólo del
abandono del Reino Unido sino de que a la lista se pueden agregar otros países
en donde la extrema derecha no es como el gobierno británico sino algo mucho
más agresivo. Esas tendencias políticas en crecimiento se van a apoyar en las
disfunciones de la UE durante la crisis de la pandemia y su recesión económica.
Son parte del deterioro de la globalización como proceso; no pocos obreros y
pequeños propietarios les están apoyando.
Como economía, el mayor beneficiario de la globalización ha
sido China. Sus ritmos de crecimiento, su diversificación, su paso de
maquilador a tecnológico, su infraestructura productiva y la incorporación de
muchos millones al trabajo técnico en la ciudad y el campo, convirtieron a ese
país en un gran proveedor mundial, al tiempo que importa enormes cantidades de
productos como insumos de sus manufacturas, y paga de contado puntualmente las
patentes y el uso de marcas de las trasnacionales.
El caudal relativo de producto excedente es más alto en China
en tanto que los menores salarios permiten una tasa mayor de explotación. Aunque
el esquema maquilador ya existía y sigue vigente en muchos países pobres, la
reforma económica china abrió un inmenso campo de inversiones para el avance
tecnológico estadunidense. Los grandes inventos se convirtieron en mercancías
producidas por millones de piezas, a bajo costo, con lo cual se fortaleció una
gran concentración de capital en las empresas tecnológicas norteamericanas. Ese
esquema fue replicado por algunos países europeos. El mundo pudo comprar inventos
nuevos hechos en China, producidos bajo esquemas de plusvalor absoluto, es
decir, ligado al aumento de la jornada de trabajo o a la disminución del
salario real. Ha sido el sueño dorado de la burguesía de todos los tiempos:
lograr en el mismo proceso la ventaja tecnológica (plusvalor relativo) y la
ventaja laboral (plusvalor absoluto). Esto, evidentemente, ha fortalecido lo
que en economía política se llama ganancia extraordinaria o súper ganancia, muy
por encima de la tasa media.
El capitalismo de Estado chino ha demostrado que, como sistema
autoritario y bien organizado, tiene más ventajas que el capitalismo liberal. En
el gigante asiático opera la mayor holding
trasnacional que haya existido, el Estado chino. En la globalización, el país
más poblado se ha convertido en la economía más grande, pero también es la más
dependiente. Esto último es lo que el gobierno chino pretende ir superando,
para lo cual, la crisis coyuntural provocada por la pandemia puede serle de
importante ayuda. Se sabe que no basta la expansión comercial sino, a la vez,
la seguridad productiva y de los mercados. Por lo pronto, el gobierno chino es
el mayor poseedor de valores gubernamentales de Estados Unidos, su gran
acreedor.
La crisis provocada por la pandemia puso de relieve algo que
se sabe bien: las economías más grandes dependen cada vez más,
consecuentemente, del resto. Actividades «esenciales» que podrían
estar activas se encuentran paralizadas porque sus insumos son de procedencia
extranjera y en sus respectivos países se encuentran en paro, o debido a que los
medios de transporte se encuentran detenidos.
Lo que va a ocurrir al día siguiente en el que se declare el
término de la emergencia sanitaria es que no pocos gobiernos presenten planes
para que sus países dependan menos de los demás. Es evidente que se va a
repensar el alcance de la globalización pero por motivos políticos, aunque no
pocas empresas tengan que pagar las consecuencias debido a que se encuentran
altamente globalizadas.
Estados Unidos, el país más dañado por el número de
fallecimientos, se tardó mucho en detener los vuelos internacionales. Así
ocurrió también en Canadá. La enfermedad llegó a través de ambos océanos, lo
cual era lo más fácil de advertir desde el principio. Lo mismo sucedió en
América Latina. En México, el COVID-19 procedió principalmente de Italia y
Estados Unidos, ya en segunda o tercera exportación. Pero en casi todo el mundo
predominó la idea de que la interrupción sanitaria del transporte internacional
de pasajeros arruina la economía, aunque de todas maneras se iba a tener que
hacer. Esa idea es parte de la globalización basada exclusivamente en la
ganancia. Está claro que, aun sin aviación comercial, el coronavirus hubiera
llegado a América, pero con otra cadencia, lo cual quizá hubiera permitido que
los estadunidenses tomaran a tiempo sus medidas sanitarias.
Es verdad que la recesión de 2020 no podría ser comparada con
cualquier otra porque se debe a un fenómeno generado al margen de la esfera
propiamente económica. Sin embargo, su impronta llevará a una revisión del estado
que guarda la globalización capitalista que ha regido al mundo durante varias
décadas. Mas esta revisión no sólo ha de
correr a cargo de los centros dirigentes sino también de quienes producen ideas
políticas en el seno de las sociedades, los intelectuales y los líderes.
El debate que se va a abrir será sobre cómo conducir la
globalización en términos menos unilaterales, más vinculados a objetivos
humanos, digámoslo así, que tienen que ver con la salud, el medio ambiente, los
derechos sociales, la pobreza, las violencias, la concentración de la riqueza y
del ingreso, la paz.
Los líderes de la globalidad podrían ahora afirmar que se
requieren más y mejores instancias de «coordinación» o «encuentro»
de carácter internacional, pero de esas ya
hay demasiadas, además de la ONU, incluso de orden propiamente político, como
el G-20, el G-7 y otros en diversos estratos. De organizaciones internacionales
de Estados soberanos estuvo lleno el siglo XX
y su continuidad en la centuria presente. La Organización de Países No
Alineados ya no existe en los hechos porque todos sus integrantes se encuentran
subordinados al mismo esquema imperante de la globalidad: no tienen nada de qué
hablar entre ellos, según se cree. El fracaso de los escenarios sobre el tema
del medio ambiente es un desgarrador ejemplo de la inexistencia de formas
efectivas de gobierno mundial. El COVID-19 refrenda una inoperancia global en temas
de la humanidad.
La globalidad como
proceso, es decir, la globalización, va a tener un momento peculiar después de
la pandemia. La recuperación económica en cuanto al valor del producto se hará
como reposición de lo que había antes del paro. Esto no será difícil. No se ha
destruido ninguna infraestructura productiva. No se trata de las consecuencias
de una guerra, como inútilmente se insinúa por varios sitios. Pero, a partir de
la vuelta a lo de antes quedarán más cuestiones abiertas. ¿Puede la humanidad
seguir por el camino de una integración global basada exclusivamente en el
objetivo de la exacción y reparto elitista del producto excedente?