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Bolivia: golpe democrático contra el golpe

La rápida caída de los golpistas en Bolivia tiene muy pocos precedentes históricos. Las elecciones arrojaron un resultado incontestable tanto por la concurrencia popular como por la preferencia mayoritaria. Las fuerzas políticas y militares del golpe, así como sus inspiradores de la OEA-USA, fueron derrotadas en toda la línea.

Ha sido ejemplar la serenidad y unidad de la izquierda y, de manera más general, de los movimientos sociales, para contener la acción del gobierno instituido tras el golpe.

Poco después de la deposición del gobierno de Evo Morales, que sólo pudo ser dirigida contra el Ejecutivo pues no podía abarcar al Legislativo sin caer por su propio peso, se produjo una especie de pacto político implícito, consistente en que unas nuevas elecciones tendrían que ser convocadas como forma de dirimir el conflicto, en el cual las fuerzas armadas habían sido determinantes para remover al presidente de la República e invalidar la sucesión interina constitucional.

La caída del gobierno y la toma de la Presidencia por una representante de las fuerzas políticas minoritarias, pero reconocida por los militares, no llevó a una respuesta violenta ni a la desesperación o desunión por parte de los sectores desplazados del poder ejecutivo, sino a la confianza en que, en nuevos comicios, los golpistas iban a ser derrotados, tal como ocurrió unos meses más tarde.

La historia reciente de este trance histórico tan singular parte de la decisión de Evo Morales de buscar una nueva reelección a pesar de un veredicto popular en el sentido de que esa ya no debía ser posible. Como se advirtió en su momento por mucha gente de izquierda, el desconocimiento por vía judicial del resultado de la consulta era por completo ilegítima: Evo Morales tomó la peor decisión.

Sin embargo, como ya ha quedado claro, Morales obtuvo el triunfo electoral a pesar de todo. La OEA, por conducto de su secretario en funciones de cónsul, quien antes había declarado la legitimidad de una nueva reelección, envió una comisión que pronto decretó sin elemento alguno que en Bolivia se había producido un fraude electoral.

Esta comedia de equivocaciones se convirtió en el caldo de cultivo del golpe de Estado.

Pero más allá de pretensiones reeleccionistas, por un lado, y de planes golpistas, por el otro, había un pueblo con certezas políticas y conciencia social. Las candidaturas en las nuevas elecciones fueron políticamente iguales, aunque el candidato del Movimiento al Socialismo ya no era Evo Morales, cuya pretensión reeleccionista había resultado sencillamente desastrosa.

Esta historia tan reciente demuestra que, debido a que Morales no había obtenido sanción popular para su cuarta postulación a la Presidencia, carecía de legitimidad, a pesar de que en la elección hubiera logrado una mayoría. No es suficiente tener más votos, es imprescindible tener también legitimidad.

Sin haber hecho fraude electoral, Evo Morales era incapaz de mantenerse en la Presidencia de Bolivia porque ya antes, en referéndum, no había logrado el derecho a postularse por cuarta ocasión.

Cuando Morales cancela la elección que le había dado el triunfo y se mete en la trampa que él mismo había plantado al admitir que la OEA revisara la autenticidad de los resultados con capacidad vinculante. En ese momento, el esquema del golpe de Estado estaba completo. Los golpistas no podían desaprovechar la oportunidad: el mismo presidente les había entregado el arma.

Pero el punto que marca la lucha política en Bolivia es que la relación de fuerzas no se modificó por el golpe contra Evo Morales, pues las nuevas elecciones pusieron las cosas en mejor lugar que en el que estaban desde antes de que aquel intentara una nueva reelección con argucias judiciales.

El que será nuevo presidente de Bolivia es quien fuera ministro de finanzas durante el gobierno de Evo Morales, uno de los principales impulsores de la política económica y social del socialismo boliviano. A juzgar por el resultado electoral, los números mejoran al MAS respecto de recientes comicios.

En cierto momento de la lucha política nada depende de una o varias, sino de una causa común, de un programa político y social. Esa es toda una elección, una vez más.

El golpe de Estado en Bolivia fue derrotado por la acción disciplinada y unitaria de las fuerzas de la transformación del país. A la vez, tales fuerzas han aprendido, mediante su propia acción, que el caudillismo tiene sus límites, los cuales podrían señalarse cuando ése pretende presentarse como la salvación, por sí mismo, en lugar de admitir la potencia de la organización y las conciencia en las fuerzas sociales del cambio.

La lección de Bolivia no sólo estriba en la forma en que ha sido derrotado el golpe de Estado sino también en el predominio de la potencia de las fuerzas del cambio social, aún por encima de su propio liderazgo original.

Desastre de predicciones económicas

Los economistas agoreros del desastre de una crisis económica que no lo es, sino de un parón decretado por los gobiernos de casi todo el mundo, se encuentran en situación comprometida porque ninguno acertó en el momento adecuado. Nos han engañado y nos han hecho sufrir de más en un momento de gran tribulación.

La Reserva Federal de Estados Unidos (Fed) dijo en junio que el PIB de 2020 se iba a reducir en un -6.5%. Ahora corrige y asegura que la disminución será de -3.7%, casi la mitad, mas entre aquel primer pronóstico y el día de hoy no hay más de 75 días. Esa institución dijo también en ese mismo mes de junio que la tasa de desempleo anual (2020) llegaría a 9.3%, pero ahora considera que será de 7.6%.

La Organización para la Cooperación y el Desarrollo (OCDE) que agrupa a casi tres decenas de países, entre ellos los más ricos, había calculado una disminución del PIB de Estados Unidos en el -7.3% para el año 2020 y ahora la estima en -3.8%, casi la mitad. Esa misma OCDE había calculado que en 2020 China iba a ver disminuido su PIB en -2.6% y ahora habla de un crecimiento de 1.8%, es decir, el gigante asiático iba a tener recesión, pero hoy se considera que tendrá crecimiento.

La OCDE acaba de anunciar que la caída mundial de la economía será “menor que lo esperado” (por ese mismo organismo). Ahora considera que la economía global va a decrecer en -4.5% y que en 2021 habrá crecimiento de 4.6%, es decir, que de un año para el otro se compensará la disminución del valor de lo producido para igualarse el siguiente, 2022. ¿De qué crisis estamos hablando?

La tasa de desempleo de Estados Unidos, calculada hacia abril en 14.7 y en junio en 9.3%, en realidad será, se dice, de 7.6%. En cuanto a la inflación, originalmente estimada para este año en 0.8%, se va a ubicar en 1.2% para todo el año de 2020 y el objetivo de la Fed de alcanzar el 2% se logrará en 2023.

Dice ahora la OCDE que la contracción de la economía mexicana en 2020 será de -10.2% y que en 2021 crecerá a tasa de 3%. El gobierno mexicano calcula una disminución del PIB de -8.2% y un crecimiento de un 4% en 2021. Aquí las cifras ya no son tan groseramente dispares, pero sigue la competencia. Al menos, no se está, como en los casos de España e Italia, presagiando una disminución de más del 12.8% frente a una bajada mundial de sólo -4.5%.

Si en cualquier crisis económica con fuerte recesión los pronósticos suelen ser poco firmes, en el parón económico todo resulta un tanto caótico porque la economía no habla por sí misma sino al son que le toque la autoridad sanitaria de acuerdo con indicadores de contagio.

Lo peor es que se ha desatado una especie de tétrica competencia sobre qué economías sufren más decrecimiento, desempleo y pobreza incrementada.

Como economistas de todos los países, fieles a su profesión y, naturalmente, a lo que aprendieron en sus escuelas, empezaron a adivinar el futuro inmediato, hemos recibido una lección más: si bien el cálculo económico tradicional nunca ha sido lo mejor, ahora es lo peor.

Las calificadoras de riesgos financieros y los bancos también han hecho su festín de predicciones equivocadas y han inundado con éxito las crédulas redacciones de periódicos con toda clase de cálculos inexactos y abusivos que se han publicado con evidentes fines amarillistas. Si a esas fuéramos, cualquiera podría hacer pronóstico económico y lograr su divulgación. Lo más vergonzoso es que esos economistas jamás se autocritican ni explican el origen de sus errores.

Se ataca al gobierno mexicano por resistirse a usar el crédito para subsidios fiscales o cobertura de préstamos privados. Sin embargo, en una u otra medida, en casi todas partes se ha hecho lo mismo. En Europa se ha sustituido débito por adelantos de aportaciones presupuestales, con lo cual se han beneficiado los países más atrasados y endeudados. En Estados Unidos se cerró pronto la llave del déficit porque no hay acuerdo en el Capitolio sobre a quien subsidiar y en que cuantía.

Casi todas las personas o empresas han perdido algo en la pandemia del Covid-19, con la excepción de los procesos de concentración de capital que se han profundizado. Negocios y Estado han recibido menos ingresos, así como también los trabajadores lanzados al desempleo y muchos pequeños comerciantes.

Estamos a mediados de septiembre y no sabemos cómo terminará el año. La incorporación a la actividad de más unidades económicas, así como la reposición de consumos interrumpidos, no está totalmente clara, pero no por motivos económicos sino sanitarios, es decir, el curso de la pandemia y sus posibles rebrotes. ¿Se puede eso calcular?

No estamos en crisis económica sino en parón por decreto. Esto debemos entenderlo para no hacer el papelón de la OCDE y ni siquiera de la Fed, para ya no mencionar al FMI que ha estado peor. Los economistas corporativos se han equivocado de fea forma por la necedad de repetir fórmulas tradicionales, propias de otra clase de fenómenos.

Así como en el Decamerón de Bocaccio algunos se reúnen para narrar cuentos durante la epidemia con el fin de distraerse en un momento de enorme tribulación general, con el fin de contrarrestar su miedo, economistas de casi todo el mundo se han estado reuniendo telemáticamente para hacer apocalípticas predicciones que generen más miedo. Lo enigmático de la narración actual estriba en que no se conoce aún lo que en el fondo se pretende. Al final, habría que ajustar cuentas intelectuales por tamaño despropósito.

Donald Trump dejará la Casa Blanca

Faltan casi 80 días para las elecciones presidenciales en Estados Unidos, pero se sabe que Donald Trump no podrá reelegirse. Joe Biden no será el triunfador sino que el actual inquilino de la Casa Blanca ha de ser el perdedor, como le ocurrió a Hillary Clinton, la cual perdió por sí misma.

Como se sabe de sobra, Trump no obtuvo la mayoría de votos populares. En realidad, Estados Unidos ha tenido una vez más un presidente de minoría. Esa democracia competencial sigue anclada al duro conservadurismo federativo que selló la unión de las 13 colonias al proclamar y defender su independencia conjunta. Pero ese sistema carece de lógica democrática, ya que el gobierno de la unión dirige en todo el territorio con facultades considerablemente fuertes.

Trump no tendrá la mayoría del voto popular, como no la tuvo hace cuatro años, pero ahora tampoco logrará la mayoría en el Colegio Electoral porque los estados donde ganó por un margen menor al 3% no se van a comportar igual (Florida, Michigan, Carolina Norte, Arizona, Pensilvania, Wisconsin), mientras que en Texas las encuestas ya igualan a ambos candidatos. Aunque conservadoras en su mayoría, en esas entidades existe una franja política que ya no está dispuesta a sostener un presidente especializado en dar palos de ciego.

Dividido en dos grandes bloques, Estados Unidos tiene un sistema político que a nivel nacional logra subsumir a todas las corrientes políticas en dos bandos. Pocas veces ha surgido un tercero y solo una vez la opción emergente logró la segunda posición electoral, con un ex presidente como candidato. La próxima elección de noviembre será clásica: sólo dos candidatos en disputa, aunque siempre se registran muchos más.

El campo más conservador se aglutina electoralmente desde hace mucho tiempo en el Partido Republicano; es ahí donde ahora son más urgentes las discrepancias, de tal manera que hay franjas que podrían preferir a un presidente también conservador pero algo moderado o mediocre: Joe Biden.

En el lado demócrata el cambio es muy urgente. El vencedor de las internas, Biden, ha decidido acompañarse de una senadora algo menos conservadora, quien algunas veces ha coqueteado con la izquierda. La combinación busca satisfacer al electorado afroamericano y, al mismo tiempo, brindar a las corrientes de izquierda, incluyendo a la socialista democrática de Sanders, un respiro frente al extremismo de derecha representado por Trump.

En Florida, por ejemplo, Trump está perdiendo terreno en el seno mismo de lo que fue su fuerza más adicta, el sector de «hispanos», principalmente cubanos, algunos de los cuales ni siquiera están contentos con la política de Washington frente a la isla. Si el actual presidente no puede tener mayoría en Florida, ya perdió la Casa Blanca. Pero perderá también otros estados antes ganados porque tampoco cumplió sus promesas.

La propaganda de Trump consiste en identificar como socialistas a todos sus adversarios, incluyendo desde luego a Joe Biden y a Kamala Harris, pero no se está enfrentando directamente a Bernie Sanders, sino a candidatos moderados, quienes, sin embargo, pueden lograr el voto de gran parte de la izquierda.

Después del incidente del asesinato de George Floyd, el 25 de mayo de este año en Minneapolis, las protestas no se circunscribieron a los afroamericanos sino llegaron a sectores de blancos que no están dispuestos a admitir la barbarie policial racista que durante tanto tiempo ha tenido lugar en Estados Unidos. La posición de Trump frente a las protestas ha ayudado a que algunos de sus anteriores electores se sientan obligados a cambiar su preferencia electoral. Así, Estados Unidos dará un voto mayoritario en contra del racismo, aunque éste no se va a acabar en una sola elección. De cualquier forma, se cree que el fuerte supremacismo blanco no es mayoritario. Si esto es así, Trump no podrá seguir siendo presidente.

 La política agresiva contra los inmigrantes puede convencer aún a algunos que tienen ya muchos años como residentes o ya son ciudadanos, en aras de mantener su situación en el competido mercado laboral estadunidense, pero no tanto como para lograr que Trump gane nuevos terrenos en esa franja del electorado.

Trump no tiene márgenes para avanzar, sino todo para retroceder. Por su lado, Biden no va a convencer más allá del voto duro demócrata pero tampoco será atacado o bloqueado por aquellos segmentos político-sociales que no quieren ver a Trump ni en pintura.

La gestión de la crisis epidémica de la Covid-19 es muy discutida, en Estados Unidos eso es algo descentralizado, de tal manera que los estados y aun los condados tienen fuerza normativa en el control de la enfermedad. Por más tonterías que haya dicho Trump sobre «el virus chino», por más equivocaciones de su inestable gabinete sanitario y por más altos que sean los números de fallecidos,  no parece que la pandemia vaya a ser decisiva en el voto ciudadano.

Otra característica de la campaña electoral estadunidense es que los mensajes electorales de ambos candidatos están centrados en el adversario. Trump acusa a Biden de izquierdista, radical, etc. Biden acusa a Trump de llevar al desastre al país y al mundo. Pero los programas propiamente dichos aparecen muy poco y se limitan a algunos puntos. La propaganda se centra demasiado en la posición que se rechaza: el no al otro.

El mayor problema está, sin embargo, en la incidencia electoral. Si los que quieren defenestrar al actual presidente logran cohesión y disciplina estrictamente electoral, no habrá problema: serán pocos los estados que voten mayoritariamente por Trump.

Si en los próximos 80 días no se produce una hecatombe política, Donald Trump dejará de ser el presidente de Estados Unidos. El mundo tomará un respiro, pero no se habrá resuelto algún problema fundamental. Al respecto, muchas cosas estarán por verse, al menos eso podría ser un comienzo.

Ir a la Casa Blanca

No existe evidencia que pudiera llevar a presumir que la visita de un jefe de gobierno extranjero a la Casa Blanca haya influido alguna vez en la elección presidencial en los Estados Unidos. Esa discusión, por tanto, carece de sentido. En realidad, es enteramente especulativa.

La visita de Andrés Manuel López Obrador a Donald Trump podría ser parte de una relación normal entre los jefes de gobierno de ambos países. No se mira así por las características del actual presidente de Estados Unidos. Sin embargo, algo anda mal en esa forma de observar la situación.

A pesar del discurso antimigrante y antimexicano de Trump, el actual gobierno estadunidense ha deportado menos mexicanos que Barack Obama durante los dos peores años de la administración de éste, quizá debido a la creciente falta de cooperación de muchos gobiernos locales en las cacerías de migrantes sin visa. El muro fronterizo que fue construido pacientemente durante anteriores gobiernos demócratas y republicanos, bajo Trump sólo ha crecido en 16 kilómetros y ha sido reparado en unos 300, pero con muchos discursos demagógicos. Es tan viejo que se está cayendo solo.

Entre la inoperancia oficial y la resistencia popular, no parece ir bien la aplicación de la política de Trump respecto al tema de migración, tal como lo demuestran sus fracasos en la pretensión de cancelar el mecanismo de demora para los dreamers ordenado por Barack Obama, el cual, por cierto, no implica la concesión de residencia y mucho menos de ciudadanía. A esos «extremos» nunca llegó aquel presidente.

El protofascista Donald Trump ha realizado dos acuerdos con México: la reforma del tratado comercial trilateral y el relativo a la migración centroamericana. Quien cedió más en el primero fue el gobierno de Estados Unidos que estaba decidido a denunciarlo (cancelarlo), pero reculó ante fuertes presiones empresariales internas y un posible escenario económico poco menos que catastrófico; gran parte de la oposición demócrata no quería seguir con el tratado (nunca apoyó el TLC desde 1994), por lo que algunos de esos diputados, al final, pusieron sus condiciones en el nuevo T-MEC. Quien cedió más en el segundo fue México, ante la amenaza de imponer aranceles generalizados al margen y en transgresión del TLC, ya que el gobierno mexicano no deseaba asumir la estancia en la frontera sur de los solicitantes de asilo a EU y no quería confinar migrantes en el sureste del país; recién, un tribunal estadunidense declaró ilegal mantener en un tercer país a los migrantes que buscan asilo en EU; el día menos pensado, un tribunal mexicano declarará inconstitucional impedir a los migrantes el libre tránsito dentro del territorio nacional.

Ambos acuerdos no significan victorias resonantes de ninguna de las partes porque son abigarrados, aunque el pacto comercial es formal y será más duradero, a diferencia del acuerdo migratorio respecto de América Central que es endeble y de circunstancia.

La promesa electoral de Trump fue cancelar el TLC pero era demasiado perjudicial para su país. Así que el déficit comercial de EU con México se mantendrá, ya que su reversión sería producto de otros factores económicos pero no directamente del nuevo tratado (T-MEC).

Otra promesa electoral de Trump fue concluir el muro fronterizo, cuyo costo sería cubierto por México, «aunque (éste) todavía no lo sabe», según dijo entonces. El muro no crece, pero las obras de mantenimiento se han pagado con fondos presupuestales de Estados Unidos, pues los diputados demócratas le han autorizado a Trump algo de dinero, ya que a fin de cuentas la barrera también es de ellos. El resto de los fondos se los ha quitado a las fuerzas armadas, de manera ilegal dice la sentencia de un tribunal federal de Washington. En resumen, un fracaso: ahora están empezando a «levantar» un muro electrónico, una alarma, mucho más barata y menos contundente.

La antipatía de México (en su mayor parte) hacia Donald Trump no es algo personal, sino de carácter político. Ese presidente tiene un discurso hostil y realiza actos odiosos. Sin embargo, no le ha ido muy bien en su política supremacista, como ya se está viendo con el repudio al lacerante racismo, pero tampoco en las relaciones comerciales con el resto del mundo, su «guerra comercial» que, según había dicho, siempre será más barata.

El anterior presidente, Enrique Peña, tuvo que cancelar dos veces su visita a la Casa Blanca ante la insistencia demagógica de que México iba a pagar el proyecto de alargar el muro, lo cual, naturalmente, no admitía discusión. Trump ya se la había hecho a Peña en ocasión de la invitación de éste a Los Pinos. De regreso a su país, el candidato republicano afirmó que México sí iba a pagar el fabuloso muro.

En Estados Unidos nunca en la historia ha habido un presidente que tuviera genuina simpatía por México. Franklin D. Roosevelt es, quizá, el único que podría considerarse como algo amigable. Esto no se debe a las personas sino a los intereses estadunidenses del momento, los cuales son, se sabe bien, aquellos que corresponden a la gran burguesía norteamericana. En el fondo, este no ha sido nunca principalmente un asunto nacional sino de clase.

La visita de AMLO a Washington cuando en Estados Unidos, México y Canadá se ha promulgado y ha entrado en vigor el nuevo acuerdo comercial –a jalones como todos—, no debería verse como algo «peligroso», «indebido», «inoportuno», «entreguista» o «sospechoso».

Está claro también que la conversación no versará sólo sobre el tema del T-MEC sino que puede ampliarse a cualquier otra cosa. Recién ha dicho el secretario de Estado de EU que Washington espera que México colabore en el establecimiento de instituciones democráticas en Venezuela. Ya no es el mismo discurso que cuando EU quería obligar a México a mantenerse dentro del inefable y ridículo Grupo de Lima en el que antes se había inscrito Peña Nieto, pero tampoco ese es tema mexicano en las relaciones con Estados Unidos. México seguirá en la doctrina de la no intervención porque es una defensa frente al norte.

En el nuevo tratado, el cual en realidad contiene más del viejo TLC, hay cláusulas que van a repercutir, pero no al punto de modificar en su conjunto el entramado del libre comercio tripartita tal como ha sido hasta ahora. Tampoco será un instrumento que propicie, por sí mismo, el crecimiento del volumen de la producción en México ni mucho menos el incremento de la capacidad productiva del trabajo social. Sin embargo, a muy corto plazo, podrá favorecer la inversión productiva y en cartera en tanto que brinda tranquilidad a algunas empresas para expandirse.

Ha surgido en este marco el tema de porqué un gobierno de rompimiento con el neoliberalismo firma un tratado comercial con Estados Unidos.

La mayoría de la izquierda mexicana no se opuso al TLC sino a varios de sus capítulos. En especial los granos, con cuyo motivo el plazo para el comercio libre del maíz se ubicó en 10 años.  Pero el problema también consistía en lo que el tratado eludía, en especial, un acuerdo migratorio, la fuerza de trabajo que va de un país a otro sin reglas, derechos ni responsabilidades. Este tema sigue abierto, nada se ha avanzado, excepto quizá un poco con Canadá.

El Tratado de Libre Comercio (TLC) fue precedido de una apertura comercial unilateral del gobierno de México (Carlos Salinas), en el marco de una libertad cambiaria pero con control oficial del tipo del cambio, cuyos objetivos eran, entre otros, bajar la inflación y propiciar la inversión extranjera directa e indirecta. Se vio que del esquema no funcionaba tan bien cuando vino la crisis provocada por ese mismo gobierno en 1994.

El TLC trajo una desindustrialización parcial del país, el abandono de la producción de granos, la más completa apertura a las trasnacionales estadunidenses, así como un alineamiento con el cual México no estaba familiarizado: «nuestros socios comerciales». Recién apenas se ha entendido que eso de «socios» no es más que una relación entre competidores con reglas comunes, ya que sólo una ínfima parte de los propietarios mexicanos son en verdad socios de los estadunidenses.

Por otra parte, la economía mexicana alcanzó un superávit comercial frente a Estados Unidos y mantuvo un déficit con el resto del mundo. Los grandes exportadores son por lo general los grandes importadores, pero, además, las empresas mexicanas que venden mucho en EU exportan también capital hacia allá mismo u otros paraísos.

Más de las dos terceras partes del comercio de México se hace con Estados Unidos y casi todo bajo reglas comunes de comercio. Sería absurdo pretender el rompimiento de tales reglas, lo que no impide aplicar una política de diversificación de las relaciones económicas.

Los elementos principales del retraso de México han estado relacionados, ante todo, con la política económica y social de los anteriores gobiernos. Con una política salarial catastrófica, el mercado interno era lo secundario frente a las gigantescas exportaciones. Ante la economía maquiladora, han carecido de importancia el desarrollo tecnológico y la productividad. La gran potencia automotriz, México, no tiene ni patentes ni marcas; no hay un solo automóvil mexicano porque el negocio es la maquila de autopartes y el ensamble, todo por cuenta de trasnacionales.

México es un gran consumidor de toda clase de productos importados en tanto que su capacidad exportadora ha seguido creciendo. El mercado interno zozobra. En consecuencia, se ha ampliado la brecha en la distribución del ingreso, tenemos una sociedad cada vez más desigual, lo que genera mayor pobreza. Además, el empleo formal es ya menor que el informal, el cual se caracteriza por su ínfima productividad. Eso es un colapso social.

Este resultado no es de la entera responsabilidad de los sucesivos gobiernos neoliberales, sino también de la clase dominante y especialmente de sus capas hegemónicas, oligárquicas. La gran burguesía mexicana carece de proyecto nacional propio, vive del Estado y de la vecindad. No merece dominar en una sociedad como la mexicana que tiene historia, identidad, geografía y demografía.

 La relación entre México y Estados Unidos posee, entre otras, la característica de una presencia dentro de este último de varios millones de mexicanos. La cultura de México está cada vez más presente en Estados Unidos, pero no por la influencia de los medios, sino debido al influjo de una nación que se expande hacia el norte.

Por más horrible que parezca el actual inquilino de la Casa Blanca, bajo cualquier presidente de Estados Unidos van a seguir los problemas en las relaciones entre ambos países y sus interminables complicaciones. No está a la vista, aunque tampoco se mira tan lejana, la llegada de un presidente socialista democrático como sería el senador Bernie Sanders.

Por lo pronto, tenemos que enfrentar la disputa presidencial estadunidense con sensatez política y con la persistencia en los cambios que se están iniciando en México.

¿Para qué rehusar la invitación de Trump? ¿Qué le brindaría al presidente de México aparecer indignado, distraído o disimulado? El pretexto de la visita es la entrada en vigor del nuevo tratado.  Toda visita entre jefes de gobierno tiene alguno, pero más allá del mismo no debería criticarse el diálogo directo, personal, entre los presidentes de ambos países, ahora y en el futuro, con independencia de quienes gobiernen y de qué partido sean.

El trato entre los presidentes de ambos países siempre ha sido algo normal aunque no tan frecuente. Ernesto Zedillo visitó cuatro veces a Bill Clinton. Vicente Fox se reunía con George Bush en su rancho de Texas. Felipe Calderón fue a la Casa Blanca una semana antes de que Bush entregara la presidencia, lo cual fue visto como un innecesario acto de despedida, y visitó luego dos años consecutivos a Barack Obama. Enrique Peña llegó a ir cada año a ver a Obama al final del mandato de éste. Esas visitas se antojan escasas entre mandatarios de países vecinos. El trato intergubernamental, lo sabemos, se realiza con frecuencia en niveles intermedios, pero los jefes de gobierno deberían verse más y no sólo usar el teléfono como se acostumbra desde finales del sexenio pasado y lo que va del actual.

Hay que olvidar la parafernalia del poder e ir a lo concreto en las relaciones internacionales. Hacia allá está yendo el mundo.

Después, el mundo se verá peor a sí mismo

Ningún sistema sanitario estaba preparado para la pandemia de Covid-19, ni siquiera los mejores en el mundo. Ha sido sorpresivo el ataque viral. La pregunta es por qué.

Vivimos una época de incesante desarrollo de la ciencia y la técnica. Contamos con muchos y muy talentosos científicos preparados en las ciencias de la salud y especialidades afines. Existen recursos materiales de sobra para ser usados en la materia más sensible de la humanidad, el cuidado de la vida.

No estamos en el siglo VI, bajo la plaga de Justiniano, ni en el XIV (1347) cuando Euroasia y África fueron azotados por la peste bubónica (quizá entonces murieron 100 millones), provocada por una bacteria que no tenía sus días contados. La gente creía que la enfermedad llegaba como castigo por el pecado. No había entonces estreptomicina. Esa bacteria siguió activa hasta 1959, según la OMS, y aún hubo algunos brotes posteriores. Ahora mismo, surge a veces la peste por comer carne de marmota en Mongolia, su origen histórico.

Algo peor ocurrió con la ya erradicada viruela que había azotado a los seres humanos quizá 10 mil años. Las últimas grandes epidemias de ese virus alcanzaron centenares de millones de víctimas mortales. América conquistada conoció esa enfermedad como parte de su gran drama.

En nuestros días, las epidemias son asunto político. Todos los gobiernos del mundo saben muy bien que, por experiencia histórica, la humanidad debe esperar siempre que aparezcan nuevas enfermedades. Sin embargo, ningún gobierno se dedica a actuar permanente y sistemáticamente en consecuencia. Sus grandes prioridades son siempre otras.

No se trata sólo de los sistemas médicos de cada país, sino también de las ordenanzas, la organización nacional e internacional de la sanidad, es decir, de la acción política. Por un lado, la prevención es mucho menos rentable que la curación. Por el otro, el comercio tiene preeminencia sobre la salubridad. En el fondo de todo esto, la tasa de ganancia (utilidad por unidad de capital invertido) determina en gran medida el ritmo de desarrollo y extensión de la medicina como ciencia y como práctica. Estos principios que invaden la sanidad son expresiones de la política dominante, de las decisiones de cada Estado y de todos ellos como gran congregación internacional.

Sin partir de esta realidad política no se podrían analizar las causas por las cuales se dejaron pasar muchos días antes de admitir la existencia de un brote epidémico de algo desconocido y, luego, pasó otro tiempo igual o mayor para que se fijaran medidas de control.

Tampoco se entendería el porqué en varios países, ahora muy golpeados por la pandemia Covid-19, las cuarentenas iniciales se tomaron con poca seriedad, ya que los gobiernos no condujeron bien, no convencieron, no organizaron a la sociedad y les preocupaba más que el paro económico fuera lo más leve y rápido posible. Luego, llorosos, implantaron el estado de sitio, llamado de diversas maneras. Los venció, lamentablemente, el coronavirus.

Ya que toda alarma y contención eran costosas para la «economía», habría que postergarlas. Al final, la pandemia ha tenido un costo mucho mayor tanto para el capital como para el trabajo y el Estado, aunque muy especialmente para las víctimas. Una catástrofe previsible pero que no fue prevista.

Sin una autoridad sanitaria mundial, con poder suficiente para dictar decretos vinculantes y absolutamente obligatorios, el mundo va a seguir improvisando respuestas cada vez que aparezca una nueva pandemia. La Organización Mundial de la Salud (OMS) es producto de la segunda posguerra y del sistema de Naciones Unidas que ya es obsoleto. Hoy se requiere una institución políticamente diferente, un poder mundial con bases democráticas.

Ahora bien, existe algo mucho más de fondo, lo cual resulta complicado porque es más costoso: la igualación de los sistemas sanitarios en todos los países. La salud debe ser un derecho universal de los seres humanos. Los recursos para garantizarla deben provenir de todos los países. El sistema sanitario debe ser igual en todas partes. Esto es algo elemental desde el punto de vista de una humanidad.

Las diferencias en cuanto a la salud no sólo existen entre los países sino dentro de cada uno de estos. Los niveles de atención son muy contrastantes, con la excepción de unos cuantos estados.

Hay algo más: la alimentación, tanto en su cantidad como en su calidad debe ser regulada a nivel mundial. Existe el hambre en el siglo XXI cuando la tecnología ha llegado a niveles asombrosos. En los países pobres hay legiones de personas desnutridas, especialmente niños y niñas. Además, en lugares donde no hay hambre existen malnutridos y muchos suelen enfermar debido a otra clase de epidemias: obesidad, diabetes, etc. La gran industria de los alimentos chatarra y anexas se basa en la libertad de comerciar que en este caso es también la de enfermar al prójimo.

Los fármacos, carísimos por ser monopolizados, convierten la salud en materia de lucro desmesurado en aras de mantener la libertad de comercio. Las grandes farmacéuticas  cobran una especie de impuesto al mundo entero durante lapsos en que sus patentes se encuentran vigentes y cada gobierno defiende a las suyas. Mucha gente muere por no tener disponible la medicina ya existente. La investigación requiere grandes inversiones, pero éstas deberían ser aportadas por todos con el fin de que sus resultados ya no se monopolicen y se conviertan en cargas. No sólo se requiere socializar esa industria sino internacionalizarla, es decir, hacerla propiedad de la humanidad.

A lo anterior hay que añadir la existencia de estructuras oligopólicas, siempre ligadas a la corrupción, que obtienen ganancias extraordinarias a partir del control de mercados de medicinas y equipos médicos. Los presupuestos destinados a la salud son golpeados por esos mecanismos empresariales  en los países pobres.

A todo esto habría que agregar que la llamada comunidad internacional admite el bloqueo de países en plena pandemia. Todo bloqueo económico debería estar prohibido pero, en emergencias de salud, sus impulsores y cómplices tendrían que ser sancionados por cometer actos contra la humanidad.

El mundo actual es tanto más vulnerable cuanto que ahora es más inestable y sus partes integrantes están más vinculadas. Cualquier cambio económico le afecta al mundo entero y, a veces, aquél es producto de una simple declaración amenazante. La pandemia Covid-19 ha generado una crisis económica mundial, una recesión que, aunque de poco tiempo, será fuerte. Y, al mismo tiempo, ha demostrado que el sistema mundial no funciona de acuerdo con lo que proclama, es decir, no protege a la humanidad.

En particular, la pandemia muestra que los sistemas de salud no funcionan bien en ninguna parte del mundo y que todos requieren profundas reformas que no pueden ser sólo nacionales sino internacionales.

Tenemos como uno de tantos ejemplos las casas hogar de personas de la tercera edad en Europa, en especial en España e Italia, las cuales se convirtieron en centros de mortandad de miles de adultos mayores porque son guarderías de cuerpos sin formar parte de un sistema de bienestar y salud.

Después de la pandemia, el mundo habrá de verse a sí mismo peor que antes. Eso sería suficiente para que se abriera la oportunidad de que las ciudadanías impusieran a sus Estados las grandes reformas políticas que se requieren. Esas ya no tendrían que ser sólo de un país u otro, sino de todos.

Recesión, subsidios y moratorias

Frente a la crisis económica desatada con motivo del Covid-19, uno de los debates se ha ubicado en los subsidios públicos a los capitalistas. Todos discuten sobre de qué tamaño será la disminución del PIB, pero pocos hablan de la dimensión de la pobreza y de la que ha sido agregada en la crisis.

Por lo pronto, hay en el mundo 7.8 billones (millones de millones) de dólares destinados al «salvamento». 3.3 billones para gastos de salud y apoyos directos; 1.8 en préstamos e inversiones de capital; y 2.7 en garantías públicas sobre el crédito privado. Se dice que a todo esto le hace falta un billón y medio de dólares adicionales.

El Fondo Monetario Internacional (FMI), que tiene otro billón disponible para ser prestado a los países socios, pobres y necesitados, le reclama a México por destinar a la crisis actual tan sólo –dice— once mil 200 millones de dólares, el 1.1% de su PIB.

Al mismo tiempo, la Coparmex y el Consejo Coordinador Empresarial están exigiendo subsidios fiscales para las empresas. Unos cuantos ex presidentes latinoamericanos neoliberales, Ernesto Zedillo incluido, proponen que se agreguen a la lista de tareas urgentes los consabidos «estímulos fiscales».

Las oposiciones se han puesto de acuerdo en algo: acusar a Andrés Manuel López Obrador de no ser un «hombre de Estado» ni un «presidente de todos». Piden dinero, aunque no precisan exactamente cuánto y de qué forma. La gran burguesía siempre pedirá impuestos mínimos y, de ser posible, condonación de los mismos. En México, como en Estados Unidos, entre más ganancia obtengas menor es la tasa efectiva de impuesto a la renta. La Constitución dice lo contrario, como también prohíbe las exenciones y condonaciones fiscales.

¿Qué quieren en concreto esos líderes opositores? Es necesario buscar la respuesta para tratar de entender a qué se debe la campaña contra Andrés Manuel. Él ya les ha dicho que, si lo quieren quitar, pidan el adelanto de un procedimiento revocatorio en las urnas, pero ellos han respondido que de ninguna manera van a hacer eso. Lo que exigen es que el presidente se ponga a trabajar en lo que ellos mismos desean: subsidio efectivo… en la forma que sea.

El método de las condonaciones ya sabemos a qué nos ha llevado en los últimos sexenios: miles de millones perdidos al ser regalados a los ricos. Dejar de cobrar impuestos de ejercicios anteriores, incluyendo multas y recargos, es la peor injusticia fiscal, es decir, una cancelación de impuestos y un atentado al sistema de redistribución del ingreso. Ahora mismo, AMLO denunció que unas cuantas empresas deben al fisco 50 mil millones, aunque el mismo presidente informó este jueves que una cuarta parte del dinero se va a recuperar de inmediato: mil gracias, señores, por pagar impuestos debidos, aunque nos vayan a quedar a deber las multas.

México es uno de los países más atrasados del mundo en materia de recaudación. El fisco no pasa de administrar el 15% del PIB. España, que se encuentra por debajo de la medida de la eurozona, recauda el 40%, por no mencionar a aquellos que se encuentran por arriba del 50%, es decir, más de la mitad del valor de lo que se produce en el país. ¿Quieren seguir bajando la recaudación? Sí, porque les conviene a unos pocos aunque perjudica a la inmensa mayoría.

Otra cosa podría ser diferir durante unos meses el pago del impuesto sobre la renta de personas morales o de las cuotas patronales de seguridad social, sin recargos. Eso no disminuye el caudal público pero permite un desahogo del causante. Lo que no se puede admitir es que las empresas jineteen impuestos retenidos a cargo de consumidores y trabajadores, puesto que eso es lo que algunas hacen de por sí en forma ilegal.

Una de las medidas que se ha tomado en otros países es el establecimiento de un sistema de garantías sobre el crédito otorgado por parte de los bancos a las empresas. Con esto, un alto porcentaje de los adeudos irrecuperables será traspasado al gobierno, el cual se ha de convertir así en gracioso socio del banco pero sin derecho a utilidades, sino sólo a pérdidas.

Esta sería una especie de segunda edición del Fobaproa, cuando el gobierno asumió los quebrantos de los bancos, es decir, préstamos no pagados convertidos en deuda nacional. Eso fue la socialización de los adeudos de los ricos. Un robo de cien mil millones de dólares, de los cuales aún se debe la mayor parte y se siguen pagando los intereses a los bancos, cada mes y puntualmente, desde el Presupuesto de Egresos. Sí, son dineros aportados por todos para cubrir adeudos de unos cuantos ricos de hace 25 años. Esto ha sido como estar pagando créditos de guerra impuestos por la potencia vencedora.

El gobierno puede dar prestamos directos a empresas pequeñas y a comercios informales, como ya lo está haciendo para dos millones de establecimientos, pero al margen del esquema de asumir pérdidas de los bancos privados.

En México se debe hacer lo que el G-20 recomienda: ocho meses de moratoria en créditos bancarios, para concluir el próximo diciembre. Los bancos mexicanos ya han concedido tres meses sin recargos ni comisiones, no será difícil que amplíen el plazo sin afectar sus balances.

Por lo pronto, el FMI ha ofrecido a 25 países seis meses de moratoria en el pago de intereses sobre los empréstitos contratados con el organismo mundial.

Para ser sensatos, tanto el G20 como el FMI están planteando algunas moratorias antes de que éstas se produzcan en los hechos. Se evita así una rebelión de deudores y se delimita el lapso de la suspensión  de pagos.

Si el G-20 y el FMI fueran en verdad partidarios de una moratoria de la deuda pública, al menos de los países pobres que son la mayoría, plantearían un acuerdo de todos los Estados para imponer la suspensión sin recargos del pago de los intereses durante unos meses, a efecto de concentrar recursos en la crisis de la pandemia. Pero eso no lo van a hacer porque la mayoría de los gobiernos defienden el libre mercado financiero y cumplen con el pago de intereses de los empréstitos; muchos de ellos le tienen miedo, con razón,  a los acreedores que les amenazan con dejar de invertir o vender sus bonos de un día para otro; les atosigan las primas de riesgo, gran negocio inmoral que se sustenta en las pobrezas nacionales. No hay ni se quiere que haya un gobierno mundial que defienda los intereses públicos universales.

El FMI va a canalizar «urgentemente» 18 mil millones de dólares desde su Fondo de Reducción de la Pobreza. Ese monto es mínimo si se piensa en la cantidad de pobres del planeta. México, un país pobre que no se encuentra en esa lista del FMI y por tanto no le toca nada, destina anualmente a combatir la pobreza más de lo que el FMI va a canalizar para ese propósito en todo el mundo durante 2020, año de la gran crisis Covid.

En México no existe un fondo de desempleo o simplemente de despido. Muchos están yendo a retirar dinero de su ya menguado ahorro en el SAR. Otros están siendo apoyados por entidades públicas o por empresas. En todo el entorno social impera la solidaridad para aguantar la crisis.

Mayo será un mes especialmente difícil pero no sólo en materia sanitaria, como ya se ha anunciado, sino también en la economía popular. Mas los siguientes meses del año seguirán estando dentro de la temporada de vacas flacas.

El gran problema que va a enfrentar el gobierno mexicano es el de un ingreso mínimo vital, como el que reciben los adultos mayores y los jóvenes aprendices, pero para trabajadores desplazados, tanto de la economía formal como de la informal.

Por lo pronto, los opositores resentidos seguirán pidiendo que el presidente se ponga a su servicio protegiendo los intereses de los individuos de su clase. ¡Ya no!

Coronavirus y globalización

La pandemia COVID-19, como emergencia de salud, durará unos meses, pero su impronta podrá perdurar varios años y provocar cambios imprevistos. No se trata de la recesión a la que ha llevado la alerta sanitaria, ya que, al fin, la bajada de la producción y de los servicios será superada y paulatinamente se recuperará la economía mundial.

El problema que tenemos enfrente es que la globalización económica galopante no contiene un acuerdo político suficiente para establecer normas admitidas por todos y mecanismos comunes para la gestión de las condiciones básicas de la vida, incluyendo, naturalmente, la seguridad en su más amplia acepción.

Lo hemos visto con mayor claridad en la coyuntura sanitaria. El organismo de salud de Naciones Unidas (OMS) está prácticamente dedicado a emitir un boletín diario con algunas recomendaciones. Ningún gobierno ha hecho un pronunciamiento sobre la forma titubeante en que él mismo reaccionó al principio. Los sistemas de salud de casi todo el mundo se encuentran colapsados o lo estarán pronto porque están mal hechos.

La gran pandemia de 1918-20 se produjo luego de una terrible guerra que había arrojado al menos 14 millones de muertos entre militares y civiles. Se calcula que de aquella gripe enfermaron 50 millones y otros cinco millones fallecieron. No existía entonces el transporte aéreo de pasajeros como industria mundial, no obstante la enfermedad abarcó muchos países: viajó en ferrocarril y en barco.

El COVID-19 llegó en avión a casi todos los países y, consecuentemente, lo hizo con una rapidez muy previsible pero que no se quería admitir al principio. La OMS tardó días en anunciar la pandemia, tal como el gobierno de China, antes, se había demorado mucho en reconocer el brote epidémico por temor a que se afectara su economía.

El sistema de globalización económica no sirve para proteger a los humanos, es decir, al sustento básico de la humanidad que es la salud para vivir. Esto es así al tiempo en que tampoco sirve para proteger el medio ambiente, evitar la guerra, garantizar la paz, superar la pobreza, combatir las violencias, igualar las condiciones de vida básicas, redistribuir la riqueza entre las naciones, los pueblos y las clases. ¿Para qué sirve, entonces, si ha fracasado también en lo más vital: la salud de la humanidad?

La globalidad es una forma de relación del capitalismo interconectado. Ningún país puede ser autosuficiente porque, al consumir todos mercancías iguales o semejantes, se imponen las diferencias tecnológicas, de materias primas y de nivel de vida de los productores, todo lo cual se expresa en los costos. El encadenamiento productivo es capitalista, no tiene que ver con la salud ni con el planeta sino con la ganancia. Esto se sabe de tiempo atrás, pero hoy quizá sea mucho más claro. De cualquier forma, esa globalidad es frágil, pues una pandemia la lleva al desequilibrio. Un desajuste productivo, comercial o de servicios conduce a otros desajustes y así sucesivamente, tal como ocurre con el contagio viral.

Una globalización así no tiene futuro en tanto pacto, ya que, como ahora, ni siquiera se pueden tomar medidas globales sobre un virus emergente que se desplaza en forma de enfermedad pandémica, es decir, global, y puede enfermar a cualquier persona en cualquier país, aunque al final el número de fallecimientos sea estadísticamente «marginal».

Por lo pronto, la pandemia paraliza una parte grande de la economía y es ahí donde está radicado el debate de un mundo globalizado que se organiza como maquinaria de producción de plusvalor, es decir, de apropiación privada del producto excedente de la humanidad.

La Unión Europea es la más alta expresión de la globalidad actual: la asociación política de Estados independientes sin fronteras ni aranceles. Está, sin embargo, a las puertas de una crisis vital porque no es «natural» la ausencia de acuerdo suficiente para que los costos sociales sean cubiertos en condiciones equitativas entre sus integrantes. Los salvamentos europeos suelen consistir en prestar dinero para asegurar los pagos a los bancos alemanes y franceses, tal como lo vimos en Grecia. Las primas de riesgo que sólo pagan algunos por sus deudas dividen entre sí a los países de la Unión como si fueran adversarios, sometidos sólo a la dictadura de los mercados. No se trata de falta de solidaridad sino de ausencia de un gobierno compartido basado en reglas democráticas suficientes para ser en verdad una unión.

La globalización como instrumento de las clases dominantes no podrá nunca arrojar un gobierno internacional democrático porque la democracia de esas clases, las propietarias, no va mucho más lejos que algunos derechos históricamente alcanzados, por cierto, en su mayor parte, por quienes no son propietarios.

Es por ello que no hay acuerdo suficiente sobre Estado social, distribución del ingreso, medio ambiente, armamentismo, hegemonismos internacionales, y ahora sobre sanidad, sino sólo en cuanto a las esferas conectadas directamente con el funcionamiento de la maquinaria de exacción mundial de excedentes económicos. En el fondo, el pacto global se basa en la unión de los capitalistas de los países miembros para dar seguridad y estabilidad al sistema de producción de plusvalor. Luego de la pandemia, en Europa habrá mucha más gente que se pregunte sobre el valor, significado y alcance de la Unión Europea, a la vista de la falta de normas y de gobierno común para hacer frente a todos los problemas humanos.

En verdad, en la emergencia, cada gobierno europeo ha estado solo, decretando las medidas sanitarias que buenamente considera pertinentes, tratando de salvar lo más que se pueda de la producción, el comercio y los servicios, y, finalmente, subsidiando empresas, otorgando garantías públicas sobre el crédito bancario y cubriendo una parte del consumo de trabajadores formales e informales desplazados.

El relativo desorden interno de los principales países europeos durante la pandemia fue convertido en un caos de  Europa,  la cual resultó muy precariamente unida.

La Unión Europea tiene una crisis que hasta antes del coronavirus no era reconocida muy a las claras por todos. No se trata sólo del abandono del Reino Unido sino de que a la lista se pueden agregar otros países en donde la extrema derecha no es como el gobierno británico sino algo mucho más agresivo. Esas tendencias políticas en crecimiento se van a apoyar en las disfunciones de la UE durante la crisis de la pandemia y su recesión económica. Son parte del deterioro de la globalización como proceso; no pocos obreros y pequeños propietarios les están apoyando.

Como economía, el mayor beneficiario de la globalización ha sido China. Sus ritmos de crecimiento, su diversificación, su paso de maquilador a tecnológico, su infraestructura productiva y la incorporación de muchos millones al trabajo técnico en la ciudad y el campo, convirtieron a ese país en un gran proveedor mundial, al tiempo que importa enormes cantidades de productos como insumos de sus manufacturas, y paga de contado puntualmente las patentes y el uso de marcas de las trasnacionales.

El caudal relativo de producto excedente es más alto en China en tanto que los menores salarios permiten una tasa mayor de explotación. Aunque el esquema maquilador ya existía y sigue vigente en muchos países pobres, la reforma económica china abrió un inmenso campo de inversiones para el avance tecnológico estadunidense. Los grandes inventos se convirtieron en mercancías producidas por millones de piezas, a bajo costo, con lo cual se fortaleció una gran concentración de capital en las empresas tecnológicas norteamericanas. Ese esquema fue replicado por algunos países europeos. El mundo pudo comprar inventos nuevos hechos en China, producidos bajo esquemas de plusvalor absoluto, es decir, ligado al aumento de la jornada de trabajo o a la disminución del salario real. Ha sido el sueño dorado de la burguesía de todos los tiempos: lograr en el mismo proceso la ventaja tecnológica (plusvalor relativo) y la ventaja laboral (plusvalor absoluto). Esto, evidentemente, ha fortalecido lo que en economía política se llama ganancia extraordinaria o súper ganancia, muy por encima de la tasa media.

El capitalismo de Estado chino ha demostrado que, como sistema autoritario y bien organizado, tiene más ventajas que el capitalismo liberal. En el gigante asiático opera la mayor holding trasnacional que haya existido, el Estado chino. En la globalización, el país más poblado se ha convertido en la economía más grande, pero también es la más dependiente. Esto último es lo que el gobierno chino pretende ir superando, para lo cual, la crisis coyuntural provocada por la pandemia puede serle de importante ayuda. Se sabe que no basta la expansión comercial sino, a la vez, la seguridad productiva y de los mercados. Por lo pronto, el gobierno chino es el mayor poseedor de valores gubernamentales de Estados Unidos, su gran acreedor.

La crisis provocada por la pandemia puso de relieve algo que se sabe bien: las economías más grandes dependen cada vez más, consecuentemente, del resto. Actividades «esenciales» que podrían estar activas se encuentran paralizadas porque sus insumos son de procedencia extranjera y en sus respectivos países se encuentran en paro, o debido a que los medios de transporte se encuentran detenidos.

Lo que va a ocurrir al día siguiente en el que se declare el término de la emergencia sanitaria es que no pocos gobiernos presenten planes para que sus países dependan menos de los demás. Es evidente que se va a repensar el alcance de la globalización pero por motivos políticos, aunque no pocas empresas tengan que pagar las consecuencias debido a que se encuentran altamente globalizadas.

Estados Unidos, el país más dañado por el número de fallecimientos, se tardó mucho en detener los vuelos internacionales. Así ocurrió también en Canadá. La enfermedad llegó a través de ambos océanos, lo cual era lo más fácil de advertir desde el principio. Lo mismo sucedió en América Latina. En México, el COVID-19 procedió principalmente de Italia y Estados Unidos, ya en segunda o tercera exportación. Pero en casi todo el mundo predominó la idea de que la interrupción sanitaria del transporte internacional de pasajeros arruina la economía, aunque de todas maneras se iba a tener que hacer. Esa idea es parte de la globalización basada exclusivamente en la ganancia. Está claro que, aun sin aviación comercial, el coronavirus hubiera llegado a América, pero con otra cadencia, lo cual quizá hubiera permitido que los estadunidenses tomaran a tiempo sus medidas sanitarias.

Es verdad que la recesión de 2020 no podría ser comparada con cualquier otra porque se debe a un fenómeno generado al margen de la esfera propiamente económica. Sin embargo, su impronta llevará a una revisión del estado que guarda la globalización capitalista que ha regido al mundo durante varias décadas.  Mas esta revisión no sólo ha de correr a cargo de los centros dirigentes sino también de quienes producen ideas políticas en el seno de las sociedades, los intelectuales y los líderes.

El debate que se va a abrir será sobre cómo conducir la globalización en términos menos unilaterales, más vinculados a objetivos humanos, digámoslo así, que tienen que ver con la salud, el medio ambiente, los derechos sociales, la pobreza, las violencias, la concentración de la riqueza y del ingreso, la paz.

Los líderes de la globalidad podrían ahora afirmar que se requieren más y mejores instancias de «coordinación» o «encuentro» de carácter internacional,  pero de esas ya hay demasiadas, además de la ONU, incluso de orden propiamente político, como el G-20, el G-7 y otros en diversos estratos. De organizaciones internacionales de Estados soberanos estuvo lleno el siglo XX  y su continuidad en la centuria presente. La Organización de Países No Alineados ya no existe en los hechos porque todos sus integrantes se encuentran subordinados al mismo esquema imperante de la globalidad: no tienen nada de qué hablar entre ellos, según se cree. El fracaso de los escenarios sobre el tema del medio ambiente es un desgarrador ejemplo de la inexistencia de formas efectivas de gobierno mundial. El COVID-19 refrenda una inoperancia global en temas de la humanidad.

 La globalidad como proceso, es decir, la globalización, va a tener un momento peculiar después de la pandemia. La recuperación económica en cuanto al valor del producto se hará como reposición de lo que había antes del paro. Esto no será difícil. No se ha destruido ninguna infraestructura productiva. No se trata de las consecuencias de una guerra, como inútilmente se insinúa por varios sitios. Pero, a partir de la vuelta a lo de antes quedarán más cuestiones abiertas. ¿Puede la humanidad seguir por el camino de una integración global basada exclusivamente en el objetivo de la exacción y reparto elitista del producto excedente?

Prioridad del crecimiento

El gobierno ha anunciado el esperado golpe de timón en la política económica mexicana. Del superávit primario de .75% del PIB para el año actual, se anuncia ahora que no habrá superávit sino déficit primario, o sea, el gasto programable será mayor al ingreso total y, por tanto, tendremos cada año más deuda.

El superávit primario reduce el gasto programable con el fin de limitar el incremento de la deuda. Su monto es un dinero que no regresa a la sociedad. Es una respuesta forzada para evitar una crisis de endeudamiento. Pero, por otra parte, se frena el crecimiento económico cuando éste es deficiente o negativo.

La cautela del nuevo gobierno se expresó en conservar el superávit primario durante el año 2019 (1% del PIB), aunque reduciéndolo luego en una tercera parte. Pero al aprobarse el Presupuesto para 2020 ya se estaba notando que no iba a ser posible mantenerlo. Cuando la economía no crece, cualquier gobierno debe redoblar esfuerzos para impulsar la inversión, lo cual se logra, en parte, con el uso del endeudamiento público, siempre que los recursos adicionales se utilicen correctamente en fines productivos.

Con la crisis mundial del coronavirus ya no tenía sentido seguir discutiendo sobre este punto, pues el producto tendrá en 2020 un menor valor en dos millones de millones de pesos, en el mejor escenario. Ahora lo más relevante es el cálculo del déficit público y su costo. El gobierno estima que va a requerir financiamiento por casi cuatro puntos del PIB con una tasa nominal muy alta de 6.30, 3% en términos reales. Los intereses del débito gubernamental mexicano siguen siendo demasiado altos.

En la caída de la producción mundial (quizá -2%), México se encuentra en un mayor problema porque tuvo estancamiento en 2019. El reto ha de ser, sin embargo, la velocidad con la que se pueda recuperar la disminución del presente año. En cuanto más pronto se reanuden el trabajo y el comercio, más rápidamente será posible canalizar fuertes inversiones públicas, luego de pagar el enorme gasto social de la pandemia, el cual también estará en la cuenta del déficit. El otro factor es meramente externo: la capacidad de recuperación de la economía de Estados Unidos, donde ya se autorizó para la emergencia sanitaria un nuevo débito por dos millones de millones, pero de dólares.

En consecuencia, no es suficiente abandonar la política del superávit primario sino que se requiere asumir la política de la inversión pública, el aumento del crédito disponible y el fomento de nuevos proyectos productivos.

Si antes no era factible la reforma fiscal por motivos meramente políticos, ahora ya tampoco lo es por razones económicas. Si se tiene una retracción de inversiones, mejor no hay que aumentar los impuestos a los ricos sino buscar bajarlos a los pobres, siempre que sea posible.

Para que una economía crezca se requiere la ampliación del campo de las inversiones. Puede haber mucho capital-dinero acumulado en los mecanismos financieros pero poco útil en la economía real. Así ocurre en México porque dicho campo se ha restringido debido a dos factores principales: las ganancias fáciles se hicieron un poco difíciles y los capitalistas no le tienen la menor confianza al gobierno de López Obrador porque éste no les representa. A esto hay que añadir el bajo crecimiento industrial en Estados Unidos.

Para que la inversión privada se pueda expandir se requiere que el gobierno canalice enormes sumas al gasto, especialmente en infraestructura y en producción directa. Esto requiere proyectos maduros, muchos de los cuales ya existen. Si con unos 400 mil millones de pesos al año se formara un fondo de inversiones sobre proyectos de carácter local y se administrara directamente por el gobierno federal a través de la Presidencia, se podría ayudar a «soltar el gasto», como se dice en la jerga. Hay que recuperar 2 billones, al menos, perdidos en la pandemia. Por ende, hay prisa.

Esto es tanto más importante cuando los llamados «megaproyectos» ni son «megas» ni van rápido, como se necesita. El «elefante reumático» ya no puede ser una explicación luego de más un año de gobierno nuevo. La maquinaria del Estado debe ponerse en sintonía con las desgracias nacionales que son muchas y graves.

Si como consecuencia de la crisis mundial y de la desaceleración de México que venía desde el año pasado, no se toman decisiones rápidas y bien dirigidas, el rezago de la economía ya no será el del «elefante» sino algo mucho peor.

Ya cambió la política económica del gobierno. Ahora hay que hacer una nueva política administrativa.

La crisis económica del coronavirus

La pandemia del coronavirus se ha convertido en una crisis económica mundial ya que el patógeno es altamente contagioso, aunque menos letal que otros semejantes. Al amenazar a todos, la reclusión es el medio más efectivo de contener la infección. Esto lleva a bajar producción, comercio y servicios que no sean indispensables de momento. Luego, ya casi todo va entrando en esa lista.

La gripe pandémica de 1918-20 alcanzó a un tercio de la población mundial (500 millones de infectados) y hubo 50 millones de defunciones. Se redujo entonces la producción industrial del mundo en un 18%.

Desde antes de la declaratoria de la actual pandemia se han difundido muchos cálculos sobre «pérdidas» hechos desde diversos ángulos. Los mercados financieros hablan de quebrantos cuando se refieren a la depreciación coyuntural del valor de los activos cotizados, así como a la menor capacidad de cobrar préstamos en el corto plazo y de asumir las variaciones de tasas de cambio con la divisa refugio que ha resultado ser, otra vez, el dólar.

Pero nada de lo anterior es algo físico y perdurable. Son vínculos entre pocos concurrentes y situaciones contingentes.

Las cuentas empiezan a ser sociales cuando una parte de los trabajadores carece de seguro de desempleo o los patrones no asumen directamente el costo salarial del paro. También hay saldos negativos entre quienes laboran en el comercio al menudeo, que se ha estrechado, o de plano han dejado de laborar por cualquier situación relacionada con la pandemia.

Un fardo grande pesa sobre las economías vistas en conjunto. Es evidente que vivimos una recesión mundial definida ésta como la baja pronunciada de la producción y los servicios. El problema de mayor fondo, sin embargo, consiste en cómo y quién va a asumir las consecuencias. Sabido es que el asunto no consiste principalmente en la cantidad de sopa en la olla sino en el tamaño de la cuchara de cada cual. Así funciona el sistema capitalista.

Es evidente que las empresas tendrán una ganancia menor y, con seguridad, una menor tasa de utilidad, definida ésta como el excedente de valor obtenido como porcentaje sobre cada unidad monetaria invertida. Pero la pandemia no arruinará a casi nadie en tanto que las ventas podrán recuperarse a través de un tiempo más o menos breve, aunque las deudas empresariales tengan que dilatarse en sus pagos con el consiguiente peso de la tasa de interés.

Los problemas mayores de la pandemia se ubican entre aquellos que viven al día y están dejando de tener los ingresos de antes sin que luego se vaya a poder recuperar lo perdido. Son los asalariados descobijados de seguridad social o programas emergentes de subsidio, y los pequeños proveedores de toda clase de mercancías y servicios que no tienen patrón. En América Latina esta parte conforma más de la mitad de la población ocupada.

Los Estados tendrán que cubrir una gran parte del costo salarial de los trabajadores parados y otorgar subsidios hacia los no asalariados. En consecuencia, los gobiernos deben obtener ingresos extraordinarios mediante la captación de dinero, es decir, tomar prestado. ¿Quién va a terminar pagando esos platos rotos del coronavirus? Dicen en Estados Unidos que son los «contribuyentes», eufemismo que siempre ha ocultado la parte que aporta cada clase social. Ya sabemos que en ese país, como en otros (México), los bajos y medios ingresos contribuyen con una tasa efectiva mayor que la pagada por los grandes capitalistas.

Las nuevas cuentas del Capitolio –demócratas y republicanos unidos otra vez– serán al final pagadas mayoritariamente por los trabajadores y pequeños comerciantes. El capital no va a tener los mayores problemas.

En Europa del euro las cosas son aún más complicadas debido a las diferencias existentes entre los países de la unión monetaria. Los países del sur (menos ricos) se tendrán que endeudar al igual que los del norte (muy ricos), pero en diferentes condiciones. Los del sur van a tener que pagar por su nueva deuda la «tasa de riesgo» que no pagan los ricos del norte. He aquí por lo cual España e Italia, entre otros, exigen que el nuevo financiamiento que requiere la crisis del coronavirus se contrate bajo la cobertura completa de las instituciones europeas con bonos emitidos por éstas, para evitar, además, condicionamientos que restrinjan aún más sus propias políticas presupuestales. Pero los ricos no aceptan. No están tan unidos los integrantes de la Europa unida.

En América Latina, el Fondo Monetario Internacional ya está prometiendo dinero a diestra y siniestra. El FMI otorga prestamos para que los países pobres puedan pagar sus deudas y otras inversiones financieras a los países ricos. «Te presto para que me sigas pagando, intereses incluidos, naturalmente». Este ha sido el gran sistema de pagos internacionales de la segunda posguerra, el cual sigue más o menos vigente, a pesar de todo, en especial cuando sobrevienen las crisis.

Si la economía se está deteniendo, el Estado debe erogar recursos que de momento no tiene para subsidiar a los damnificados económicos de los tiempos víricos que corren. Pero hay otro problema, los ricos también se han puesto en la lista de los dañados y lo son, pero no tanto ni tan gravemente como todos los demás. El recuerdo lacerante del Fobaproa está otra vez entre nosotros. De cualquier forma, los gobiernos van a tener que tomar dinero para cubrir necesidades que no están en los presupuestos. Así, las deudas nacionales se van a incrementar y, con ello, las «tasas de riesgo» que imponen los mercados, lo cual va a conducir de nuevo al desastre del endeudamiento del ex Tercer Mundo.

Este no es un plan macabro de algún financiero muy listo sino la forma en que opera el llamado mercado.

Para empeorar el panorama se ha producido una considerable salida de capitales (dólares) de varios países latinoamericanos, para ser depositados en bancos del exterior, como una forma de escapar de las casi diarias depreciaciones de las monedas nacionales. Tener que usar las reservas internacionales de los bancos centrales para atender las urgencias de algunos inversionistas –pocos pero con mucho dinero– es una consecuencia de los esquemas de acumulación y financiamiento que han predominado.

En conclusión, es necesario no dilapidar las reservas internacionales para cubrir operaciones en el mercado de divisas: aguantar lo que se pueda. Reducir hasta su eliminación el superávit primario para disponer de recursos sin modificar condiciones pretéritas de contratación de financiamientos. Restringir gastos innecesarios que hasta ahora se han mantenido como cuotas de origen político. Utilizar fideicomisos y otros fondos públicos que se encuentran ociosos. Evitar conceder «estímulos fiscales» innecesarios, ampliar plazos para el entero de algunos impuestos pero recaudar al fin lo debido. Proseguir las acciones en contra de las evasiones fiscales y las falsificaciones.

Si el PIB va a decrecer en términos absolutos, como es al respecto lo único seguro, el Estado debe preferir toda inversión productiva posible, en especial las que se puedan adelantar. En consecuencia, la organización del aparato público se advierte como un renglón prioritario.

Esta tendría que ser la política ahora y en la impronta que nos deje el coronavirus.

España: coalición y crispación

Desde el restablecimiento de la democracia en España no se había dado un gobierno de coalición. Durante 40 años el partido más votado controló la administración pública central. Algunas veces, en minoría, lograba acuerdos parlamentarios ocasionales con otras formaciones, pero el Consejo de Ministros fue siempre de un solo instituto político.

El gobierno español es ahora diferente. El viejo partido socialista, el PSOE, ha admitido la creación del gobierno de coalición con Unidas Podemos que está formado por varias expresiones unitarias de izquierda. El líder de aquél, Pedro Sánchez, se negó durante meses a integrar ese gobierno, a pesar de que era viable alcanzar más apoyos que rechazos en el Congreso de los Diputados, requisito constitucional para lograr la investidura. Al final, la realidad política lo sobrepasó.

España entró hace algunos años en una crisis del sistema en el que el bipartidismo (PSOE y PP) solía tratarse con rispidez, pero siempre con tendencia a llegar a acuerdos, a conducir conjuntamente al Estado, en especial en la conformación de las instituciones, mientras que, a veces, partidos regionales aportaban votos para sacar presupuestos cuidadosamente desequilibrados.

Como elementos de la crisis política surgieron Podemos y Ciudadanos. El primero, izquierda crítica del PSOE y del bipartidismo. El segundo, liberal derechista y crítico de la corrupción en el entonces gobernante Partido Popular. Había surgido un nuevo sistema político con dos izquierdas y dos derechas, además de fuertes partidos locales en algunas regiones. Pero los viejos institutos políticos estaban pensando en encontrar la forma de volver a lo de antes.

Esa crisis se reveló desde que se hizo imposible que alguno de los partidos del desarticulado bipartidismo pudiera gobernar por sí sólo en relativa estabilidad. España había cambiado en medio de la incredulidad de los políticos tradicionales.

La corrupción en el PP, la cual llevó a Mariano Rajoy a ser despedido como presidente del Gobierno, le otorgó al PSOE la oportunidad de oro para reconocer los cambios en la política española. Sin embargo, una mayoría de dirigentes socialistas impidieron dar ese paso. El surgimiento del gobierno de coalición estaba maduro meses atrás, luego de la primera elección parlamentaria de 2019, pero no se hizo por la necedad de las bandas sectarias del PSOE. Entonces hubiera sido más fácil que ahora, por cierto.

Luego de la segunda elección de 2019 ya no había más remedio que admitir los resultados comiciales como indicadores de que hay un gran segmento social que ya le dio la espalda al bipartidismo y busca una nueva democracia.

En la derecha, que ahora es de tres cabezas, se han visto disminuido los nuevos liberales de Ciudadanos que eran la esperanza de mucha gente que cuestionaba al PP y al PSOE desde actitudes moderadas y críticas de la corrupción española. Ha surgido un sello electoral llamado Vox que es un partido abiertamente machista y homofóbico, además de añorante del orden franquista, al que le repugna la Unión Europea y, sobre todo, la emigración africana y latinoamericana. Es ese el tercero más votado en las recientes elecciones.

Si las principales izquierdas no se hubiera unido en coalición con el apoyo, mediante la abstención, de los dos partidos nacionalistas más importantes (el catalán Esquerra y el vasco Bildu), se habría tenido que convocar a una tercera elección en medio de mayores desuniones en la izquierda y reencuentros en la derecha. Es decir, una catástrofe.

El líder de Podemos, Pablo Iglesias, y su partido son quienes llevan el mérito mayor porque desde un principio propusieron con firmeza y lealtad la coalición de gobierno.

Al mismo tiempo, la formación del nuevo gobierno ha llevado a la crispación política. Ya se ha advertido esto en los discursos parlamentarios de los actos previos a la investidura de Pedro Sánchez. Las derechas se van a ir aproximando cada día más porque tienen base común suficiente y el claro objetivo de lograr el fracaso de la coalición de izquierdas. En el PP no hay moderación y en Ciudadanos hay repulsión visceral  a la izquierda emergente, mientras en Vox existe un repudio virulento a todo progreso social y cultural.

La agenda social española es muy amplia pero destacan las tareas ideológicas que hay que reemprender contra la intolerancia y las fobias de las fuerzas reaccionarias. El nuevo gobierno de coalición y sus opositores desde la izquierda, en especial Bildu y Esquerra, tienen que buscar acuerdos que vayan mucho más lejos de la simple estabilidad parlamentaria. Aun cuando mantengan sus polémicas sobre el tema de las nacionalidades y el derecho de autodeterminación, se requiere una unidad de acción. El asunto político de mayor actualidad en este momento no es la independencia de Cataluña sino impedir que toda España caiga en manos de una derecha que sería mucho peor que una vuelta de José María Aznar al poder.

La triunfante propuesta de integrar una coalición gobernante de izquierdas, la cual ha tenido a pesar de los pesares el respaldo decisivo de otras formaciones, debería convertirse en un momento de lucha por una España democrática y socialista.