A la memoria de Raúl Álvarez Garín
El movimiento estudiantil de 1968 fue derrotado mediante la violencia y el terror. Sin embargo, dejó una impronta muy profunda en la conciencia nacional. La mayor parte de los avances relacionados con los derechos fundamentales, así como de otras libertades de carácter político, se deben a aquella lucha democrática de la juventud intelectual.
Pero en nuestro país siguen produciéndose masacres y desapariciones. Hay también muchos centenares de presos políticos. Además, la televisión nunca se abrió a la crítica y al debate. La inmensa mayoría de los sindicatos se encuentran administrados por mafias cuyos integrantes no trabajan sino que son unos desclasados. Las instituciones de educación superior siguen sufriendo sistemas antidemocráticos. La educación básica es autoritaria. Los ayuntamientos están sometidos por lo regular a los alcaldes. El derecho a decidir mediante consultas populares está ahora mismo al criterio de la Corte cuando ya se había decidido en el nivel constitucional. El presidente de la República modifica a su antojo el presupuesto mientras reparte miserables prebendas entre diputados y diputadas. Los órganos de auditoría no funcionan bien y carecen de suficientes facultades. La procuración de justicia está controlada por el poder Ejecutivo. El Estado mexicano sigue siendo un Estado corrupto. Y hay más.
Por el otro lado, lo que se ha logrado no es poca cosa pero no es el programa completo del movimiento de 1968: libertades democráticas. No es verdad, como algunos afirman, que el movimiento tenía tan sólo seis puntos petitorios. Mala forma de leer la historia o de imaginarla. Esos seis puntos eran la expresión concreta del gran planteamiento de libertades y de democracia. En este sentido, el movimiento estudiantil no era enteramente socialista pero tampoco dejaba de serlo. No lo era porque no abordó el tema de la riqueza y el ingreso, de las relaciones sociales en general, pero lo era en tanto que buscaba la ampliación del espacio de la lucha social mediante la democracia.
Las ideas anteriores no podrían ser compartidas (ni siquiera analizadas) por los comentaristas incidentales del movimiento democrático más importante de la segunda mitad del siglo XX, pero tienen un significado profundo a la luz de lo que hoy tenemos en el país. El campo de la lucha social está limitado, es demasiado estrecho para tan profunda crisis, mientras que la violación de derechos no es incidental. Tlatlaya no es un hecho aislado. Iguala tampoco lo es.
Lo que ha faltado en México es la lucha de los trabajadores. Me refiero a aquella que es sistemática, independiente, democrática, incluyente. Los estudiantes fueron masacrados y aterrorizados en cierta medida por la ausencia de un movimiento de trabajadores que le fuera paralelo pero con tendencias coincidentes. Muchos empleados y obreros simpatizaban con los estudiantes pero no podían hacer nada pues carecían de instrumentos propios de organización. Todo era entonces charrismo y, ahora, casi todo lo sigue siendo.
La demanda de diálogo público no era un fetiche sino una necesidad política. En tanto hubiera discusión abierta entre los estudiantes que demandaban democracia y el gobierno encargado de la represión y el orden priista, el país podría dar un paso adelante, al menos en el terreno de la tolerancia y la apertura política, lo cual no hubiera sido la gran cosa pero sí algo mejor que lo vivido hasta entonces.
Un ejemplo de que estamos a medio camino: el Instituto Politécnico Nacional tiene una estructura autoritaria como la que tenía en 1968 cuando sus estudiantes y muchos de sus maestros reclamaron democracia para el país. Si el nuevo reglamento es echado abajo, como de seguro sucederá gracias a los estudiantes, sería una lástima que el mismo viejo autoritarismo siguiera prevaleciendo. El IPN debe ser autónomo y democrático. ¿Podrá serlo ahora?
Para mayores datos: Pablo Gómez, 1968: la historia también está hecha de derrotas. Ed. Miguel Ángel Porrúa. México, 2008.