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Fuero y contrafuero

El llamado fuero constitucional consiste en que para dar inicio a un procedimiento judicial penal contra ciertas personas es preciso, antes, obtener el desafuero del sujeto, es decir, la resolución de un órgano legislativo que separe al funcionario del cargo (lo expulse del foro) y lo entregue a la autoridad competente. Se llama inmunidad procesal penal. No abarca, por tanto, asuntos civiles o administrativos.

La Cámara de Diputados envió al Senado recientemente un proyecto, iniciado por el Ejecutivo, para reformar el segundo párrafo del artículo 108 de la Constitución, con el objeto de que el presidente de la República pueda ser acusado por cualquier ilícito penal, ya que hasta ahora ese precepto sólo abarcaba los delitos graves. El Senado, por fin, ya lo ha aprobado, pero no se trata del fuero constitucional, como han dicho, sino de la imputabilidad penal del titular del Ejecutivo. Es otra cosa.

En la actualidad, el presidente puede ser acusado por parte de la Cámara de Diputados (se llama impeachment) ante el Senado, donde se le enjuicia y, en su caso, se le remueve del cargo para ser sometido a un proceso penal en tribunales ordinarios. Con la nueva reforma constitucional, ese juicio ya podrá llevarse a cabo por cualquier ilícito penal. Con esto, se acaba la impunidad presidencial en relación con la mayor parte de los delitos. Tal es el sentido de la enmienda ya aprobada en el Congreso, la cual se ha enviado a las legislaturas locales.

Sin embargo, se dice equivocadamente que se trata de la eliminación del fuero y que también es preciso extender dicho nuevo precepto a los legisladores y no sólo al presidente. El problema que tienen quienes así piensan es que con la nueva reforma ni se elimina el fuero ni es necesario abarcar a otros altos funcionarios porque la Constitución ya los considera como sujetos responsables de cualquier delito, sin excepción.

La verdadera discusión sobre el fuero ha sido por completo otra. La inmunidad procesal penal del artículo 111 de la Constitución debería ser eliminada para que los altos funcionarios (legisladores, secretarios de Estado, gobernadores, ministros de la Corte, consejeros de la judicatura, magistrados electorales, fiscal general y consejeros del INE) pudieran ser procesados inmediatamente en un juzgado penal sin que la Cámara de Diputados tuviera que desaforarlos. Si no hubiera fuero no habría desafueros.

Pero no. Las oposiciones se han unido para exigir que el acusado no sea removido de su cargo hasta que su sentencia se encuentre confirmada en última instancia, es decir, años después, en un tribunal superior. Ahí está la discrepancia.

No es fácil admitir que un funcionario de alto rango pueda seguir como si nada en el desempeño de su cargo aun después de ser sentenciado por un juez. Esa situación sería peor que el actual fuero, ya que, bajo el sistema vigente, la Cámara de Diputados puede rápidamente aprobar la procedencia (así se llama), remover de su cargo al funcionario y entregarlo a la autoridad para que responda a las acusaciones. Ya se ha hecho hace poco.

Lo que en realidad quieren las oposiciones es un contrafuero, el cual consistiría en que cuando un legislador, ministro, miembro del gobierno, etcétera, fuera señalado como posible responsable de un delito, siguiera en su cargo, pero no hasta la sentencia, sino hasta que perdiera el amparo, es decir, podría mantenerse en funciones todo su periodo de tres o de seis años, pues tenemos un país donde tal procedimiento va a paso de tortuga y durante su desahogo existen múltiples recursos: el túnel negro de la industria del amparo. El contrafuero sería un mayor privilegio que el fuero.

El 10 de diciembre de 2019 las oposiciones votaron en contra del proyecto de abolición del fuero en la Cámara, por lo que no se completaron los dos tercios necesarios para aprobarlo. Luego de ver desechado su propio proyecto, la mayoría parlamentaria se ha negado a admitir el contrafuero porque este sería peor que el fuero, es decir, podría haber una suerte de impunidad temporal durante periodos completos de la gestión de los funcionarios enjuiciados.

El fuero se convirtió en un privilegio porque el Ministerio Público lo veía como una barrera y, eventualmente, la Cámara de Diputados era usada para castigar o perdonar. En ocasiones se activó el desafuero, pero siempre por órdenes del presidente en turno, ya fuera para encarcelar a un exfuncionario, como el caso de Jorge Díaz Serrano, o para inhabilitar a un próximo candidato, como fue la acusación contra Andrés Manuel López Obrador, desaforado a dos manos por el PRI y el PAN, pero rebotado en sede judicial y en las calles, con multitudinarias protestas.

Mientras la Cámara de Diputados tenga una composición como la de ahora, en la que ya no deciden los viejos partidos transas, todo pedido de desafuero presentado por el Ministerio Público –ya por fin independiente– sería atendido y, por esa vía, se entregaría a quienes deban ser enjuiciados por posibles delitos, siempre que no sean venganzas ni maniobras políticas de inhabilitación.

En tales circunstancias, entre el fuero y el contrafuero, por lo pronto mejor dejamos el primero de ellos y, tan luego se pueda, habrá que crear el nuevo sistema que está propuesto.

México-USA, vecinos antitéticos

Los vecinos territoriales donde se confrontan la América europea y la mestiza son países en los que no suelen analizarse las cosas desde un mismo lado. Su frontera, violentamente recorrida hace 173 años, es a la vez geográfica y epistemológica. Se sienten y se entienden las mismas cosas en forma diferente.

En el sur, la idea de independencia y autodeterminación se vino a engarzar con la de no intervención y, después, con la de no injerencia. Esto forma parte de una dialéctica de las relaciones entre México y Estados Unidos, la cual, de tan sabida, ha llegado a ser para los neoconservadores algo superfluo, una especie de decoración nacional.

Cuando Andrés Manuel López Obrador, como presidente, afirmó que iba a esperar para felicitar al presidente electo de Estados Unidos, los viejos conservadores y, sorpresivamente, los neoconservadores que proceden de la izquierda pusieron el grito en el cielo diciendo que los principios constitucionales en materia de política exterior no podían esgrimirse en la coyuntura, mucho menos ante el apresurado aplauso internacional al candidato demócrata a la Presidencia de Estados Unidos.

Sin embargo, tales principios, quizá excesivamente subrayados por AMLO, tienen que ver con el injerencismo contemporáneo en la política mexicana. En la elección presidencial de 1988, como en la de 2006, se produjeron unos aludes internacionales de apoyo al resultado oficial de los comicios en momentos en que se exigía el recuento de votos y se documentaban alteraciones en los cómputos, amén de violaciones descaradas a las normas del proceso electoral. Esto es historia y, por tanto, origen.

Decir que el presidente de México felicitará al presidente electo de Estados Unidos tan luego como terminen de contarse los votos y se resuelvan los recursos legales, es lo mismo que se pidió a ese y otros países en aquellas ocasiones, aunque sin el menor éxito. No hay nada diferente en la postura del hoy presidente de México. ¿De dónde viene tanta tribulación?

La nación mexicana existe en dos países. Su influencia en Estados Unidos se expresa en forma cotidiana y, a veces, en la lucha política, como ha sucedido relevantemente el pasado día de elecciones, el martes 3 de noviembre. Pero el gobierno de México no puede hacer lo mismo.

Si se ha de rechazar todo injerencismo desde el norte, en el sur se debe guardar una rigurosa distancia oficial frente a los asuntos en los que se dirime el conflicto político en Estados Unidos. Esto puede disgustar a los neoconservadores que parecían comportarse como militantes del Partido Demócrata, pero se llama consistencia y consecuencia.

Existen otros asuntos muy concretos relacionados con la reciente elección en Estados Unidos vista desde el gobierno mexicano. Uno de ellos es que el actual presidente lo seguirá siendo hasta el 20 de enero de 2021. Mientras, conserva su capacidad de emitir órdenes, resulten o no plenamente legales. La capacidad dañina de la Casa Blanca ha sido muy grande. Es parte de la historia y tenemos amplia conciencia al respecto. El gobierno de México no puede ser fuerte ante el vecino si no toma en cuenta esta realidad.

Es del todo comprensible que el presidente mexicano no haya explicado lo que es capaz de hacer el presidente saliente de Estados Unidos durante el último mes de su mandato, pero tampoco era necesario. Todos lo sabemos, incluyendo a los intelectuales neoconservadores, irritados porque López Obrador no felicitó a Joe Biden el 7 de noviembre, tal como lo hicieron Emmanuel Macron y Boris Johnson, gobernantes del eje europeo de la Alianza Atlántica y cuya relación con Estados Unidos es de carácter estratégico mundial. Esa es una historia diferente. México se encuentra en otro lugar del mundo y en otra situación.

Hay algo más. Las relaciones de México con el próximo gobierno de Joe Biden no serán acarameladas, como nunca lo han sido entre los gobiernos de uno y otro lado, con independencia de quienes hayan estado al frente.

En el tema migratorio, las diferencias entre demócratas y republicanos no consisten en abrir o no la frontera del sur, sino versan sobre el método para regular la llave de entrada; lo mismo ocurre con la política de deportaciones, cuyas cifras record las tiene el gobierno de Barack Obama, en el cual Joe Biden era vicepresidente. En el plano de la defensa del empleo, los demócratas son más duros sobre la apertura de productos manufacturados porque representan orgánicamente a los sindicatos. En lo que toca a la lucha contra el narcotráfico, unos y otros políticos estadunidenses quieren que México selle su frontera, aunque no sepan cómo podría hacerse algo así. En relación con el tráfico de armas, los fracasos de Barack Obama en cuanto a regular la libertad comercial no se debieron sólo a la influencia de la asociación del rifle entre los republicanos sino también hacia no pocos demócratas.

Joe Biden será un presidente débil pero no sólo por su falta de definiciones nuevas de política social y de fiscalidad, sino también por su precario triunfo. Dentro de la norma histórica plenamente vigente con la que los delegados elegidos en los estados designan al presidente, el candidato demócrata obtuvo 306 votos contra 232 de su contrincante, pero con una diferencia de apenas unos 100 mil votos sumados en cuatro estados decisivos, Arizona, Georgia, Pensilvania y Wisconsin, que poseen en conjunto 57 votos electorales. Joe Biden se llevó todos esos grandes electores con décimas de punto porcentual de diferencia en cada uno de ellos, con las cuales superó a Donald Trump en la elección nacional.

Desde México, el respeto de Estados Unidos es pensado con varios componentes principales: no injerencia en asuntos internos; negociación pública y abierta de los temas bilaterales; no utilización unilateral de la fuerza en las relaciones económicas; defensa de los derechos humanos de las y los mexicanos; cooperación en propósitos comunes; cordura ante la política internacional mexicana. Hay muchos aspectos más, pero quizá la mayoría giren en torno a estos vectores.

Estados Unidos vive una profunda crisis de integración nacional porque carece de objetivos comunes, mientras que los dos grandes bandos electorales no tienen tampoco un programa completo, sino definiciones generales. Hay más confusión que certezas. Entre tanto, el ingreso y la riqueza se han concentrado a ciencia y paciencia de una clase política a la que le falta representatividad. Por el otro lado, la opción socialista y democrática, la cual ya es de masas, en especial de jóvenes, aún no alcanza a hacerse presente en la vida política cotidiana del país ni ha logrado integrar a las grandes corrientes que luchan por el respeto a sus derechos: afroamericanos y mexicanos.

Los próximos años podrían ser de encuentros entre grandes conglomerados que fijen un programa básico común. Hay terreno fértil para eso. Entonces quizá los dos países vecinos sean menos antitéticos y empiecen poco a poco a ver desde un mismo punto.

Presidente de panzazo

Joe Biden ha logrado más de 270 votos en el Colegio electoral, suficientes para ser designado presidente de Estados Unidos. Aunque la votación ciudadana arrojó una diferencia de más de 4 millones de votos (unos 3 puntos porcentuales) respecto a su contrincante, el actual presidente Donald Trump, son muy pequeñas las distancias en los estados donde la contienda fue más apretada y en los cuales finalmente se decidió la elección.

Con diferencias de décimas de punto porcentual, Biden logró 57 de 538 votos electorales con los que se conforma el colegio electoral, es decir, más del 10% del total. Son en conjunto unos 90 mil votos, aproximadamente, en cuatro estados: Arizona (20 mil), Georgia (16 mil), Pensilvania (20 mil) y Wisconsin (10 mil). Sólo 50 mil personas distribuidas en esas entidades que hubieran votado al revés de como lo hicieron, es decir, en favor de Trump, habrían sido suficientes para que éste fuera reelegido. Dicho de la otra manera: Joe Biden estaría ahora derrotado si poco más de la mitad de 90 mil electores en cuatro estados hubieran decidido votar por el actual presidente. Así de precario es el triunfo del candidato demócrata dentro de las reglas políticas imperantes y admitidas por todos los contendientes.

El resultado electoral de Estados Unidos muestra un alto grado de confrontación política en el seno de la sociedad y no sólo entre las fuerzas gobernantes. Ya lo hemos subrayado. Pero también evidencia una vez más que el sistema de elección presidencial, con una democracia de estados y no de personas, se contradice a cada rato con el principio de que a cada individuo corresponde un voto con igual peso. Es mentira que la presidencia sea expresión del equilibrio e igualdad entre los estados. Esta característica le corresponde por entero al Senado, por lo que siempre ha sido un engaño que también la posea la Casa Blanca.

Es difícil que los recuentos vayan a cambiar el resultado de algún estado y, aunque así fuera, tampoco uno o dos podrían modificar la correlación en el colegio electoral. Todo parece señalar que Joe Biden será presidente de panzazo, pero al fin el mandatario para los próximos cuatro años.

Joe Biden no es un líder político sino un colaborador político. Son dos cosas diferentes y así se verá durante los próximos cuatro años. Kamala Harris podría hacer el gran esfuerzo, pero en la práctica sólo preparará su propio momento. La coyuntura no sería tan grave si no fuera porque Estados Unidos requiere reformas profundas que lo pudieran arreglar. La gran confrontación social que se expresa en la política se debe a que una gran masa de trabajadores ha perdido ingreso en términos reales y a que un pequeño grupo de grandes capitalistas ha aumentado demasiado sus ganancias.

Se requiere en Estados Unidos una gran cirugía redistributiva del ingreso que, al menos, lleve el patrón de reparto a niveles observados décadas atrás, pero con el añadido de la lucha horizontal contra la pobreza. En este marco se necesitan la reforma educativa y la de salud. Abrir la escuela pública y crear la seguridad social que propone Bernie Sanders, aunque a ello se opongan los líderes demócratas.

La economía estadunidense no podrá responder al asedio comercial exterior si no redistribuye el ingreso y potencia, de tal forma, tanto su capacidad tecnológica (productividad del trabajo) como su mercado interno. La defensa del empleo y de los precios no puede darse sin estos dos componentes. Sin embargo, en Estados Unidos existe un gobierno más real y efectivo en Wall Street que en cualquier otro sitio.

La sociedad estadunidense contiene el primer y el tercer mundo al mismo tiempo. Es la mayor madeja de contradicciones sociales internas entre las potencias del mundo. Por ese camino la decadencia continuará sin remedio.

Pero los políticos no están trabajando para lograr un nuevo gran acuerdo sino sólo para restarse poder unos a otros. Los partidarios de Trump observan como amenaza la demagogia demócrata mientras que la mayoría en la House trata de bloquear la política republicana que ha tenido predominio en el Senado. Al parecer, la reciente elección va a conducir a un empate en la llamada cámara alta, quizá no exactamente aritmético sino político debido a la aplicación de sus reglas internas. La salida sería que un grupo asumiera la conducción e incorporara también a los que han estado actuando en los márgenes del sistema político, que son muchos millones. Esto llevaría su tiempo, pero ahora pocos están queriendo empezar.

De momento, Donald Trump se irá a Florida a jugar golf todos los días, pero eso por sí mismo no arreglará grandes cosas.

Confrontación

La fuerte lucha política en Estados Unidos es la continuación de la que vimos hace cuatro años. Nunca ha sido un simple choque entre un alocado empresario y los viejos políticos, ni entre una persona intolerante y un proclamado sistema democrático. Tampoco se han estado enfrentando las formas bruscas o burdas de un presidente con una buena educación política de sus opositores.

La confrontación en Estados Unidos es social. La burguesía liberal tradicionalmente dominante, capaz de asimilar a parte de los afroamericanos e hispanos, siempre ha tenido como rivales a los más nacionalistas, racistas y xenófobos. Hasta hace relativamente poco esa burguesía podía militar en uno u otro partido. Ahora, a partir de la llegada a la presidencia de Barack Obama y de la crisis del balance de la economía estadunidense, la vieja preeminencia mundial ha resurgido bajo el lema de hacer grandioso otra vez a los Estados Unidos de América.

La división de la burguesía estadunidense tiene muchas aristas y temas, pero en gran medida se expresa en las alianzas internas de cada bloque. El predominio de los demócratas sobre los sindicatos se ha derrumbado, pero no sólo en algunas cúpulas de éstos, sino en las bases que prefieren apoyar la convocatoria a la defensa de los empleos y, consecuentemente, al control de la migración y las importaciones. Lo mismo ocurre con muchos agricultores respecto a la defensa de los precios de sus productos.

Para los críticos de la tradicional relación de poder, hay que dar la pelea por lo propio, cobrar a otros países una buena parte de los gastos de la “defensa mundial” y bloquear las presiones internacionales en varias materias, incluyendo el tema del medio ambiente. La relanzada derecha estadunidense reclama una nueva independencia del país en un sentido más integral.

Por el otro lado, la burguesía liberal tradicional cree que es posible administrarlo todo nuevamente sin necesidad de ir al choque con la mayor parte del mundo y que el libre comercio puede seguir siendo benéfico, tal como lo fue durante las últimas décadas.

En paralelo a esta confrontación, ha resurgido el movimiento de los afroamericanos en favor del respeto a sus derechos y en contra de la discriminación, al tiempo que los mexicanos han empezado a jugar un papel político relevante en medio del choque dentro de la vieja clase dominante.

El dato más interesante y quizá más trascedente desde un punto de vista sociológico es el surgimiento de una corriente de socialismo democrático a nivel de todo el país, encabezada por Bernie Sanders, que ha llegado a tener una dimensión de masas con una militancia marcadamente juvenil y con un programa contrario al monopolio político de los grandes capitalistas, vistos éstos en su conjunto. Desde ahí se lucha contra los políticos demócratas y republicanos, aunque en la contienda electoral final esos socialistas hayan tenido que votar en favor del menos malo o en contra del peor. La confrontación dentro de la sociedad estadunidense no tiene los dos polos de los que hablan las recientes elecciones. Ambos extremos son abigarrados resúmenes de un fenómeno mucho más amplio. El choque de Donald Trump y Joe Biden ha sido una manera en que se expresa tal confrontación, pero hay varios frentes.

Estados Unidos tiene que resolver los problemas de su propia integración y de sus relaciones con el resto del mundo. Pero esto no va a ocurrir sin que las clases sociales y los sectores étnicos y nacionales lleguen a un acuerdo global. El gran escollo es la existencia de diferentes programas económicos, pues en cada uno de ellos se amarran la distribución interna del ingreso y el uso de los excedentes, en el marco de la competencia internacional del país. En especial, han ido tomando mucha fuerza los temas de educación, salud y política fiscal.

Al parecer, llegará a la Casa Blanca una persona que no conmueve a nadie verdaderamente. Es el personaje al que le tocó expresar el rechazo al actual presidente. Es suficiente por lo pronto precisar lo que se repele, peroal rato será por completo insuficiente. Más allá de la coyuntura, Estados Unidos seguirá adentrándose en su confrontación interna y su inadecuación mundial.