El proyecto de ley de educación superior es un intento de resurrección del cadáver político de Ernesto Zedillo. Bajo un neoliberalismo muy poco disimulado, se nos anuncia que se quiere que todo siga más o menos igual que antes y se detengan los cambios.
El derecho a la educación superior es universal.
Se requiere, claro está, cubrir los ciclos educativos anteriores, los cuales
también son derechos sociales. Sin embargo, el proyecto de ley enviado por el
Senado a la Cámara de Diputados agrega otra cosa como condición de acceso: “que
(se) cumpla con los requisitos que establezcan las instituciones de educación
superior” (Art. 4). Aquí se cae todo.
Ernesto Zedillo mandó reformar la Carta Magna para
que el Estado no tuviera que “impartir” educación superior, sino sólo
“promoverla y atenderla”, con lo cual este tipo educativo ya no era un derecho
que debiera garantizarse. Esto fue derogado por la reforma constitucional del
15 de mayo de 2019 que señala que la obligatoriedad de la educación superior
corresponde al Estado, el cual debe brindar los medios de acceso a quienes
reúnan los requisitos que, a todo análisis, consisten en contar con los
certificados de estudios del ciclo anterior.
Según el proyecto de ley, el nuevo derecho ya no
será un derecho propiamente dicho sino algo condicionado a unos requisitos
impuestos por las “instituciones”, pero ni siquiera las autónomas solamente
sino todas ellas. Es de seguro el examen de admisión y, quizá también, la
procedencia, residencia o aspirantura de carrera, como ya lo hemos vivido.
Según el proyecto de marras, tales “instituciones” determinarán por sí y ante
sí el alcance de un derecho que, pensábamos, ya había sido proclamado como universal
en cumplimiento de un compromiso de la 4T.
Se sabe de sobra que los exámenes de admisión
siempre fueron filtros para dejar fuera a miles de estudiantes. No son parte de
un sistema para conocer y mejorar la educación. Si todos los aspirantes
aprobaran el examen con calificación de 10, el número de rechazados sería el
mismo. Ahora, se quiere hacer de ese examen la condición legal para el
ejercicio del nuevo derecho constitucional, el cual dejaría de serlo por
mandato de una legislación secundaria. Es como un robo: tengo algo en la
Constitución y me lo quitas en ley derivada. Eso no es algo nuevo en la
historia mexicana, pero lo que se busca en concreto es mantener todo igual para
impedir que lo nuevo pueda culminar.
La selección de estudiantes para la educación
superior ha sido un fuerte mecanismo de clase porque en México vivimos una
sociedad profundamente estratificada, lo que, precisamente, hay que reformar.
Tal es el sentido, entre otros, del derecho a la educación superior.
Toda educación pública ha de ser gratuita. Por esto,
Ernesto Zedillo descontó el nivel superior de aquella “impartida” por el Estado.
Las colegiaturas que, sin embargo, ya existían, se buscaba elevarlas y hacerlas
parte relevante y creciente del financiamiento de la educación.
En 1986-87 un poderoso movimiento estudiantil
aplastó la pretensión de De la Madrid-Carpizo de aumentar las cuotas. Varios
años más tarde, otra huelga universitaria que duró un año (1999-2000) hizo posible
el repliegue de los neoliberales (Zedillo y compañía), pero se siguieron cobrando
colegiaturas en las universidades públicas. Hoy, la Constitución tiene prohibidas
las colegiaturas y es preciso resolver el problema definitivamente.
El proyecto de ley de educación superior no brinda
un curso cierto para el logro de ese compromiso. Las instituciones públicas de
los estados, en especial las autónomas, pretenden que todo se recargue en
nuevas autorizaciones presupuestales federales, que son necesarias, pero sin
rebajar sus actuales gastos prescindibles y onerosos. Más de la mitad del
dinero procedente de cobros por inscripción y colegiatura es recaudada por las
universidades estatales, a la vez que la Federación les aporta en promedio el
70% de su subsidio, pero no quieren hacer el menor esfuerzo en favor de la
gratuidad. Así han redactado el proyecto de ley.
El llamado fondo de gratuidad de la Cámara de
Diputados no puede ser sólo un aumento de subsidio sin propósito muy concreto,
como lo pretende el proyecto. Eliminar las cuotas estudiantiles debe incluir un
serio esfuerzo de austeridad burocrática por parte de quienes las cobran.
Casi todo el proyecto de ley de educación superior
ha sido redactado dentro de la ANUIES y refleja, por tanto, la visión que
tienen las dominantes burocracias institucionales.
En el texto del proyecto no se encuentra la
palabra democracia, los estudiantes son inexistentes, los profesores son una vaga
referencia. La educación superior y las escuelas no son aquello de lo que se
habla en el proyecto de ley. Se trata de un texto redactado por las autoridades
para ellas mismas.
En el Consejo Nacional para la Coordinación de la
Educación Superior que se quiere crear hay 107 autoridades, pero sólo nueve
estudiantes y nueve profesores, supuestamente representantes de la totalidad de
instituciones educativas públicas y privadas, que serían designados por el
mismo consejo. Además, éste podría funcionar legalmente –se dice claro– sin la
presencia de un solo estudiante, de un solo profesor. Es la plutocracia de las
autoridades y la ausencia de todo concepto de representación.
En el proyecto de ley no se trata sólo de suprimir
la palabra sino de eliminar el concepto de democracia. Se pretende, así, que en
la nueva legislación no existan elementos republicanos, como si viviéramos bajo
una dictadura de jure.
Además, el nuevo consejo nacional, que se pretende
instalar aun sin estudiantes ni profesores, no es en realidad un órgano
colegiado porque carece de toda capacidad para emitir resoluciones vinculantes.
¿Para qué construir una instancia más como lugar sólo para hablar y escuchar,
si acaso?
Quizá por esto mismo ha resurgido en el proyecto la “evaluación”, reducida en el nuevo texto constitucional a ser instrumento diagnóstico de un sistema de mejoramiento educativo. Hoy, se plantea el fomento de “la cultura de la evaluación y acreditación” (Art. 48), que buscaban por varios métodos los neoliberales en la reforma educativa de Enrique Peña Nieto. El liberalismo ha impulsado siempre la competencia entre estudiantes, profesores e instituciones de educación, pero en México no habíamos oído hablar tan claramente de toda una “cultura de la evaluación educativa”.
Como es característica de todo planteamiento de derecha, el proyecto de ley de educación superior no confiere derechos de participación de estudiantes y profesores para intervenir en la determinación de las condiciones de su propia labor. Nunca se dice qué abarca el ser estudiante y el ser profesor, qué funciones desempeñan unos y otros, qué deberes, qué derechos. Nada. En el proyecto de ley, alumnos y maestros no existen más que a través de muy escasas referencias desafortunadas o confusas. En especial, los alumnos son elementos absolutamente pasivos y los maestros son simples subordinados. Se pretende expedir una ley de educación superior, pero sin proceso educativo, sin personas que se relacionan y actúan juntas, sino sólo para regular relaciones formalistas entre las burocracias dominantes.
Ya en el ámbito de lo absurdo, el proyecto busca
impedir que los órganos legislativos admitan iniciativas o expidan reformas a
la ley de cualquier universidad sin contar con una previa “respuesta explícita
de su máximo órgano de gobierno”. Pero el Congreso de la Unión carece, por una
parte, de facultades para regir los procedimientos internos de los poderes
legislativos de las entidades federativas y, por la otra, para negar el derecho
constitucional de los legisladores y del Ejecutivo a presentar iniciativas de
ley. Esta inaudita pretensión tiene el propósito de mantener viejas y caducas estructuras
de las universidades, bajo la bandera de la defensa de la autonomía. Por
desgracia, esa misma autonomía se confunde hoy día con algo por completo
separado o de plano contrario a la democracia universitaria, sin la cual no
puede cristalizarse aquella “capacidad y responsabilidad de gobernarse a sí
mismas”, de la que habla la fracción VII del artículo 3º de la Constitución en referencia a las universidades
autónomas.
El proyecto de ley de educación superior se ha
presentado como una obra de amplio consenso y trabajo participativo. Pero a su
redacción no fueron convidados los críticos de la actual educación superior,
cuya organicidad es obsoleta. Nomás estuvo presente la derecha. Es entendible
que se produjera un gran acuerdo.
Los movimientos estudiantiles anteriores y
posteriores a la gran lucha de 1968 por la democracia política en todo el país buscaban
una educación democrática, popular y científica. Hubo mucha represión, es
cierto, pero también se lograron resonantes victorias. Universidades y escuelas
democratizadas en las que alumbró una nueva educación con base en la ciencia y
el examen crítico de la realidad. Fueron periodos en los que en muchos lugares estudiantes
y profesores decidían objeto, contenido y métodos de los procesos educativos,
con libertad y en pie de igualdad. Hoy vivimos la burocratización, el elitismo,
los privilegios de autoridades y un profundo repliegue de la participación
democrática de estudiantes y profesores.
Una nueva legislación no sería suficiente para
superar este deplorable estado, pero no es aceptable expedir una norma, dejando
todo igual o peor, sólo para cubrir un requerimiento. Pronto podríamos volver
sobre el tema. Lo más importante en estos días es que no se apruebe una ley neoliberal
en plena 4T porque sería una concesión innecesaria e inicua.
Que no se escarbe en tierra infértil para sacar el
cadáver político de Ernesto Zedillo, de sus ideólogos y corifeos neoliberales.