Pacto: desde fetiche hasta demonio

El llamado Pacto por México se ha fetichizado —convertido en ídolo— y, por otra parte, se ha demonizado. Esas dos formas de analizar ese inestable acuerdo entre el gobierno y los mayores partidos de la oposición son igualmente erróneas y conducen a engaños.

Es evidente que en México no existe una coalición de gobierno de facto y ni siquiera una convergencia legislativa, como ha dicho el diputado Beltrones y como insinúan algunos desde la izquierda. Uno y los otros afirman eso con propósitos absolutamente diferentes, pero asumen la misma interpretación equivocada.

La reciente reforma fiscal —elemental ciertamente, pero insólita— no pasó por el Pacto, como tampoco el Presupuesto de Egresos, a pesar de que ambos decretos son importantes instrumentos de gobierno. Además, el calendario pactado no es ya una referencia de aplicación, las cosas van demasiado lentas y el regateo de parte del gobierno es demasiado fuerte si se considera que el Pacto ha sido firmado y Peña ha dicho con insistencia que su gobierno reconocerá sus compromisos.

La mayor discrepancia entre las fuerzas políticas no ha sido la reforma fiscal, por más que el PAN la haya atacado con rabia y parte de la izquierda la repudie sin tomarse la molestia de discutir nada en concreto. Lo más fuerte es —también fuera del Pacto— el debate sobre sendos proyectos de reforma de las industrias de la energía que han presentado gobierno, PAN y PRD. En conclusión, esto no se parece en nada a una coalición política. No puede construirse un fetiche ni un demonio.

El Pacto es una mesa intermitente de negociaciones temporaleras, aunque ha logrado varios cambios de suma importancia, como la reforma de telecomunicaciones y, también (¿por qué no decirlo?), la base jurídica para arrancarle a la burocracia parasitaria del SNTE el inmenso poder que se le otorgó durante décadas de concesiones políticas, la cual podrá ser efectiva o no según las medidas que se vayan tomando para la aplicación de las nuevas normas administrativas de la educación básica. Está claro, por lo demás, que no se ha producido una reforma educativa ni está en vías de producirse.

El Pacto también ha provocado una especie de pundonor legislativo con el cual no pocos parlamentarios han expresado que el Congreso no es una oficialía de parte de sus propios partidos. Ningún legislador hubiera llegado al cargo sin el apoyo de su respectivo partido, diga lo que diga. Pero ahora tenemos una situación de molestia por la actividad política de los dirigentes partidistas (designados justamente para tomar parte de la lucha política), lo cual indica la existencia de problemas en los premodernos partidos que imperan en México, expresiones directas del atraso democrático del país.

El Pacto tampoco es un demonio, porque ninguno de sus integrantes está obligado a admitir lo que no quiere o no puede. Si hay acuerdos, es porque se negocia, todos ceden algo y logran algo, es imposible que una parte imponga su voluntad. Esto es mejor que el sistema de mayoriteo mecánico que al parecer añoran los críticos demoniacos.

Si los escasos proyectos del Pacto hubieran tenido que redactarse exclusivamente en el Congreso, de seguro que no tendríamos nada aprobado. Hoy, en el Congreso no existen condiciones para procesar importantes reformas y mucho menos las de índole constitucional. Parece mentira que se tenga que recordar que para legislar se requiere mayoría y para reformas a la Constitución se necesitan dos tercios y el referendo en los congresos locales.

En el PRD se discutirá en estos días el tema del famoso Pacto. Quizá el debate vaya a ser de bajo nivel, como acostumbra ese partido, pero algo podría quedar más o menos claro: tomar parte de las negociaciones en el Pacto no implica dejar de ser oposición como tampoco lo es por sí mismo negociar en el Congreso.