La Constitución prohíbe toda discriminación motivada por las preferencias. Esto abarca a las preferencias sexuales y sus consecuencias civiles. Pero dice Norberto Rivera Carrera que no puede estar ninguna ley humana por encima de un orden instituido por Dios desde la creación del mundo, es decir, el matrimonio sólo entre personas de sexos diferentes.
Al margen de que todos sabemos, incluido el clero, que el matrimonio no surgió con la humanidad, sino aquél de ésta, el gran problema que seguimos teniendo es que muchos obispos no admiten la existencia del Estado laico, no admiten que las leyes se dicten con independencia de las creencias religiosas y mucho menos aceptan la democracia política.
Es obligación de las autoridades garantizar el derecho de cualquier persona y asociación para profesar su religión, pero es también obligación de todo mexicano admitir el predominio de la Constitución aunque no se esté de acuerdo con ella. Decir que las leyes humanas no pueden contradecir las creencias religiosas es pretender que tales leyes se subordinen al clero y, por tanto, es tratar de imponer otras leyes, las divinas, con lo que se rompería con la libertad religiosa, ya que se negaría, así, el derecho a no plegarse a los mandamientos eclesiales, el cual forma parte de aquella libertad.
El matrimonio es expresión de la capacidad de las personas para convenir entre ellas. Es, además, un acto lícito. Por tanto, el Estado está obligado a atestiguar el pacto matrimonial sin discriminación alguna y a otorgarle plenos efectos jurídicos.
En realidad, la cuestión no tiene que ver con las ideas de los obispos sino con la actitud de muchos de ellos de querer imponer sus dictados a los demás. La iglesia no está obligada a reconocer el derecho de dos personas del mismo sexo a unirse bajo el estado civil, como tampoco admite otros derechos, tales como el divorcio, el aborto, la procreación fuera del matrimonio, el profesar cualquier otra religión o no profesar ninguna y hasta el uso del condón. El atraso del clero en materia de reconocimiento de derechos y de no discriminación es cosa suya y nunca del Estado. Pero, al mismo tiempo, las leyes humanas suelen hacerse sin el consentimiento del arzobispo, de lo cual ya era hora que éste se diera cuenta.
Ahora bien, este problema tiene que ver con la democracia. El principio de la mayoría no tiene vínculo alguno con el alto clero católico. Éste es monárquico. Para los obispos, la mayoría no dicta la norma sino sólo ellos, especialmente el sumo pontífice, es decir, el monarca. De aquí el desprecio del Episcopado a las decisiones mayoritarias. La falta de compromiso de la Iglesia Católica –el alto clero– con la democracia es la fuente de constantes diferendos, no sólo con la sociedad política sino también con la sociedad civil e, incluso, dentro de la iglesia misma.
Luego, el arzobispo pide una declaración de inconstitucionalidad de las recientes reformas al Código Civil de la Ciudad de México, pero no repara en el carácter anticonstitucional de su propia pretensión al querer subordinar al Estado desde la iglesia. No existe un pacto entre los obispos y el Estado, pues el respeto que éste les otorga no tiene una contraparte del lado del alto clero. Vivimos, así, una relación malsana. De un lado, el pragmatismo del Episcopado le lleva a querer que la Constitución se interprete a su gusto. Del otro, está vigente el compromiso constitucional de la libertad religiosa.
En este debate, hay que hacer abstracción del artículo 130 de la Carta Magna en lo que toca a la prohibición a los sacerdotes de oponerse a las leyes del país o a sus instituciones en reunión y en actos de culto o de propaganda religiosa. Este precepto es un abuso pues los ministros de culto deberían tener las mismas libertades que los demás ciudadanos. Si el arzobispo amenaza con la ex comunión, que no se le amenace a él con una multa, la cual sería más onerosa.