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Los muertos que gritan

La conciencia de las generaciones fracasadas de gobernantes del pasado reciente se sigue expresando con la misma soltura de antes. Los seguidores de los neoliberales defienden hoy, sin la menor autocrítica, los evidentes fracasos de hace poco.

Con motivo de la discusión sobre la reforma de la ley de la industria eléctrica, se presentó el andamiaje neoliberal en los mismos términos que cuando se construyó el mecanismo de preferencias a la inversión privada, especialmente extranjera, en la generación de electricidad. Lo que se defendió por parte de las actuales oposiciones ya fracasó, empezando por el hecho de que las tarifas no se redujeron como ellos prometieron cuando eran gobierno.

Quienes decretaron el gasolinazo neoliberal afirman ahora, sin admitir sus tropelías inflacionarias de hace poco tiempo, que la reforma en curso de la ley de la industria eléctrica llevará al incremento de las tarifas. La historia conocida es que las recetas neoliberales fueron las que condujeron a mercados descontrolados o transados, como ha sido en México. Los promotores de “tarifazos” en toda América Latina han sido justamente los defensores del neoliberalismo.

Quienes protestaron airadamente por la cancelación del aeropuerto de Texcoco están exigiendo que el gobierno actual cancele el proyecto de Santa Lucía. Quienes alguna vez apoyaron el proyecto de construir una refinería en Tula, de la cual sólo se completó la barda perimetral en un terreno adquirido por el gobierno local, ahora se oponen a la de Dos Bocas. Aquellos que elaboraron el proyecto Alfa-Omega para crear una vía transoceánica en el istmo de Tehuantepec, ahora exigen que se abandonen las obras de modernización de un ferrocarril que data de principios del siglo XX. Los que argumentan que se requiere apoyar el turismo, exigen airosos que se detengan los trabajos del Tren Maya. No les importan los proyectos en sí mismos, sino que odian al gobierno que los lleva a cabo.

Eso no se puede llamar locura. ¿Qué es? Oposición sin propuesta, política de golpeteo, ambición de poder sin proyecto nacional.

Los argumentos expuestos en la Cámara para tratar de bloquear la nueva reforma de la industria eléctrica defendieron el “libre mercado” más transado que hay en el mundo, el que se encuentra en la ley vigente y en los contratos que se firmaron para defenestrar a la empresa pública.

Es la defensa de la conciencia de una generación política que ha fracasado. Aquella del neoliberalismo que llevó a una mayor pobreza en casi toda América Latina, la que se embonó muy bien con los esquemas de corrupción, en especial con el Estado corrupto mexicano.

El problema mayor no era el lugar donde construir un nuevo aeropuerto sino cómo hacerlo. En Zumpango se lleva a cabo una obra financiada con recursos presupuestales, sin empréstitos onerosos. El “fabuloso” aeropuerto de Texcoco era un plan que al final le iba a costar al erario algo así como 400 mil millones para beneficiar directamente a unos diez consorcios. Ya no habrá aeropuerto en el lago, pero, entonces, los representantes de la conciencia de los fracasados gritan, como calacas histéricas, que deben clausurarse las obras del nuevo aeropuerto Felipe Ángeles.

Según esos muertos, los proyectos grandes de la nueva administración deber cerrarse en nombre de la conciencia neoliberal, pero no por ser obras, construcciones, sino por no hacerse de conformidad con los cánones de la defenestración de la empresa pública y la glorificación del Estado corrupto privatizador.

Los muertos sí gritan, vociferan. Es que no están tan muertos todavía. Se unen para tratar de volver a estar tan vivos como cuando reformaban leyes para dar concesiones innecesarias, privatizar en favor de elegidos, lucrar a partir de negocios con empresas privadas, condonar impuestos, otorgar concesiones a granel, promover y proteger monopolios.

La incesante repetición de las palabras de esos muertos que no están tan muertos se hace para aparentar ser una verdad, pero sólo para aquellos cuya conciencia quedó anclada en lo que ya se hizo viejo, el neoliberalismo. Esta longevidad no se debe a que nació aquí hace 35 años, sino a que fracasó en toda la línea: nada de lo prometido funcionó para bien del país y de la mayoría nacional.

Los gritos de aquellos muertos que se escuchan en el Congreso, los medios y las redes son convulsivos porque sus emisores nunca admitieron que fuera posible que otros emprendieran un camino divergente al que ellos trazaron durante tres décadas. Esos muertos están desconsolados, desesperados, desorientados. Se unen hoy sólo para gritar más fuerte, para vociferar, para repetir las mismas frases una y otra vez, para insultar con desesperación. Al filo de las 5 de la mañana, en plena sesión de Cámara y desde la tribuna, un afectado vocero del PAN llamó “descerebrados” a sus colegas de Morena.

Los muertos que aún viven, maledicentes y farsantes, buscan su más completa resurrección, pero no aspiran a construir nada nuevo porque son el resumidero de lo viejo.

Simulaciones políticas

La injerencia presidencial en los procesos electorales era tan fuerte y directa en México que se prolongaba mucho más lejos que la integración de los órganos comiciales y se inscribía en la designación de candidatos del partido oficial y de otros varios, así como en el financiamiento con recursos públicos y la gestión de privados. En el campo de las formas todo era simulación.

El presidente tenía impunidad y las críticas personales en su contra eran escasas y riesgosas. El presidente acalló y castigó a críticos –periodistas y políticos— con violencia o arbitrariedad y jamás polemizó con sus víctimas.

No se informaba sobre la gestión cotidiana del jefe del gobierno, sus orientaciones e instrucciones propiamente gubernativas no eran conocidas. De vez en cuando, el presidente fijaba su opinión o impartía en público alguna orden, generalmente para hacer propaganda de acciones solicitadas o anheladas por algún sector de la sociedad.

El llamado primer magistrado de la nación o jefe de las instituciones nacionales expresaba sus opiniones principalmente a través de otros funcionarios, eludía el debate directo. Cuando se veía orillado a decir una cosa, con frecuencia se hacía algo diferente. La hipocresía era forma de ser del comportamiento oficial.

Las conferencias de prensa y otras comparecencias del actual presidente de la República son parte de un cambio tan grande de costumbres políticas que han provocado escándalos, objeciones, odios y fobias enfermizas. Esto es todo un fenómeno. El nivel de debate de Andrés Manuel López Obrador con la llamada gran prensa, las oposiciones y las organizaciones sociales contestatarias sigue siendo alto y fuerte luego de más de dos años de gobierno.

En este marco, no podía faltar el conflicto con una mayoría de integrantes del Instituto Nacional Electoral que con frecuencia adopta militancias políticas y enemistades con casi todos los partidos políticos. El INE ha centrado su línea en regular las conferencias de prensa presidenciales y otros discursos que pudieran hacer alusiones de carácter político. La autoridad electoral ha llegado al extremo inaudito de tratar de prohibir frases que no se han dicho aún, es decir, una especie de censura previa, terminantemente prohibida. Pero aquí es peor porque abarca algo desconocido, ya que es sobre lo que el presidente pueda llegar a decir en algún momento. Esa es la censura del mal posible.

Es peor si se considera que la norma inventada en el INE iba dirigida a una persona, aunque agregaron de último minuto a los gobernadores como simple simulación. Norma privativa, diría algún jurista de inspiración decimonónica, la cual está expresamente prohibida por la Constitución.

Por fortuna, el intento del INE ha sido revocado por el Tribunal Electoral.

El punto al que nos lleva todo lo anterior estriba en que la intocable figura presidencial se ha convertido en la más desafiada y tocada debido a que existe una mayor libertad, pero también a que el presidente está en el debate cotidiano.

Se vive en México un momento de gran transición en la forma de hacer política, de tal forma que, del presidente omnímodo y jefe de todo, se tiene un presidente que sólo jefatura a su gobierno. Mas los gobiernos obedecen a las fuerzas políticas; no salen de la nada ni se apoyan en el aire. La vieja idea de que el presidente de la República era jefe de su partido (y de otros), pero no podía admitirlo públicamente, se debía a que el mandatario usaba al gobierno para beneficio político del mismo. Hoy, la enfermedad del presidencialismo se ha convertido en la agudización de la lucha política, del debate, de la crítica libérrima, aunque también, por desgracia, del insulto, la calumnia y la falsedad.

El gobierno se tiene prohibido a sí mismo utilizar recursos públicos en favor de partido alguno, pero las oposiciones miran desvío de fondos hasta en las vacunas que irán hacia toda la población. El nuevo gobierno se encuentra en situación complicada porque está en el debate y tiene que mantener cautela sobre su intervención en aquellos asuntos políticos en los cuales se enfrentan los partidos, excepto, claro está, los más importantes y trascendentes. Esto limita seriamente la acción política de la 4T en su conjunto porque los cambios no se producen con la celeridad que se requiere.

Un ejemplo de esto es que las dos cámaras de Congreso no se mueven siempre conforme al mismo diapasón. El Senado tiene sin dictamen 240 proyectos de los diputados y, éstos, 110 de su colegisladora. Además, existe pendiente en el Senado una sentencia de juicio político, que es obligatoria y tiene plazo. Las ausencias de liderazgo no es algo bueno para el funcionamiento del Estado ni para el ejercicio de la llamada democracia representativa, de la que tanto se habla.

En los países de sistema parlamentario, el jefe o jefa del partido mayoritario lo es, a la vez, del gobierno. En muchos otros de régimen presidencial, el o la titular del Ejecutivo asume el liderazgo de su partido. En México, aún con toda su historia presidencialista de excesos y corrupciones, las cosas no pueden ser tan diferentes, pues lo que puede estar en cuestión, al mismo tiempo, es la fortaleza del Ejecutivo y la fuerza del partido.

Así que pronto tendrá que llegar la hora en que, en el terreno de la relación gobierno-partido, las cosas se hagan con una mayor sinceridad y transparencia, manteniendo la ya vigente prohibición del uso ilícito de recursos públicos y de instrumentos de la gobernanza.

El presidente tiene ahora una sola cara. Eso es lo que molesta a las oposiciones y periodistas acostumbrados y beneficiados de la dualidad. Nadie nunca ha creído que a un presidente le puede importar un bledo la lucha política de partidos en la que está inevitablemente inmerso y donde juega un ineludible papel de liderazgo.

La simulación no puede ser un instrumento de la vida democrática de un país. Es un obstáculo.

Neoliberalismo corrupto

El primer lugar en desastres socio-económicos de finales del siglo XX y principios del XXI lo ocuparon países con sistema político dictatorial en los que el neoliberalismo se entronizó; el segundo lugar correspondió al esquema neoliberal corrupto. Este último azotó a México durante 35 años, aderezado con escandalosos fraudes electorales y otras muchas violencias políticas.

Desde la creación de la Comisión Federal de Electricidad (CFE; 1937) y mucho después de la llamada nacionalización de la industria eléctrica (1960) bajo la presidencia de Adolfo López Mateos, el Estado concedía subsidios a consumidores domésticos, como lo sigue haciendo, pero transfería mucho más a las empresas industriales. Esto último era parte de la política de fomento de la industrialización y de la sustitución de importaciones, aunque también había corrupción en la condonación de adeudos.

El abandono del fomento de la industria nacional para promover la extranjera, en el marco de la gran apertura comercial, obligaba a restringir el subsidio eléctrico y acotar el desequilibrio costo-precio. Pero no hay muchos países como México. Aquí se fue reduciendo el subsidio a la industria en general para concentrarse en nuevas empresas productoras de electricidad que aparecían conforme se aceleraba la defenestración de la CFE.

Los neoliberales lanzaron, para empezar, la figura de “productores independientes” que usan el llamado ciclo combinado que quema fósiles. Estos venden por contrato a la CFE pero en el acuerdo no se abarca la proporción correcta de la reserva eléctrica que es preciso cubrir, es decir, aquella parte de la planta productora de energía que no opera siempre porque realiza el papel de respaldo. Ningún sistema eléctrico funciona sin capacidad de suplir una caída de la generación por cualquier causa.

Como esa reserva es costosa, se postula que deba ser pagada en su mayor parte por la nación. Así se piensa y eso ocurre. Esto apareció con mayor énfasis luego de la “reforma energética”, con la entrada de nuevos productores de electricidad, entre ellos los que utilizan sistemas de viento e insolación, quienes tienen asegurado su ingreso en el reparto de electricidad, a pesar de que no generan energía todo el día de todos los días, sino de manera intermitente. Para ellos opera una parte del respaldo a cargo del Estado mediante contratos leoninos que los protegen.

Las cosas han llegado a extremos inusitados. La CFE vende sólo el 35.4% de la demanda de electricidad, pero posee más de la mitad de la capacidad nacional de generación. El problema es aún más serio cuando se advierte que la política eléctrica durante los cuatro anteriores sexenios llevó al país al absurdo de tener una capacidad instalada de casi el doble de lo que se consume, es decir una reserva cercana al 50%, cuando la recomendación internacional es de 20%. ¿Por qué este desperdicio de infraestructura productiva industrial? La respuesta es sencilla pero lacerante: porque se ha venido desplazando artificialmente a la empresa pública para beneficiar a las privadas. Eso no es un mercado propiamente dicho; es una costosa política privatizadora.

El neoliberalismo mexicano repudió la empresa pública, considerada irreformable, no rentable y altamente dañina por ser monopólica, pero redistribuyó subsidios, antes amplios, para concentrarlos hacia ciertas empresas. Así se creó un sistema de generación de electricidad paralelo al del Estado pero que depende del mismo, no sólo en el aspecto técnico de transmisión y distribución, sino en la rentabilidad. Esto último no es frecuente en otros países. Es difícil lograrlo porque hay que tener una cara muy dura para atentar contra los intereses nacionales desde el gobierno con el engaño de que se le hace un bien al país y a la sociedad, la cual paga los costos en aras de que exista un “mercado libre”. Pero tal mercado, idolatrado por los neoliberales, no aplicó, debido a que fue sustituido por contratos cerrados y subsidios selectivos para patrocinar empresas con el fin de acelerar el bombardeo sobre una entidad pública productiva, la CFE.

El escándalo de la planta Agronitrogenados no es algo del todo diferente. Así como Pemex compró a una empresa privada, Altos Hornos de México (AHMSA), una vieja planta industrial muy endeudada y nada rentable, por un monto de 200 millones de dólares, diciendo que era para mejorar la operación de la paraestatal, así también se otorgaron a granel autorizaciones para instalar productoras de electricidad subsidiada por el Estado mismo. Recién, se ha usado también el argumento de que hay que dejar de quemar materia fósil y ayudar al planeta, pero, de paso, se transfiere riqueza pública a manos privadas, en especial si se trata de compañías extranjeras. A esto podría llamársele corrupción verde.

Se ha dicho que la CFE desprecia la energía llamada limpia, es decir, sin gases ni partículas contaminantes, pero se oculta neciamente que la empresa estatal sigue siendo la mayor generadora de esa clase de energía: hidroeléctrica, geotérmica y nuclear.

Desde un principio, el neoliberalismo mexicano se expandió en medio de la corrupción porque el viraje programático se dio sin ruptura política, es decir, dentro del viejo Estado corrupto. Por eso, las izquierdas, al exigir democracia y rechazar la política económica, también denunciaban la corrupción. Ese fue el movimiento encabezado por Cuauhtémoc Cárdenas en 1988 y la misma plataforma básica de 2018 con López Obrador.

En México, las privatizaciones no se hicieron igual que en Gran Bretaña, sino que se aplicó la tecnología de Margaret Thatcher, pero con mordidas y favoritismos. En la venta de Telmex, por ejemplo, pudieron comprarse acciones a crédito al tiempo de que con el 5.5% del capital social fue suficiente para tomar el control total de la compañía. ¡Qué fácil! Así, cualquiera. La cuestión consistía en ser comprador designado. Un monopolio estatal se convirtió en un monopolio privado, pero en nombre del mercado libre. Así fue.

Además, la modernización de la industria eléctrica mexicana se dejó en su mayor parte a empresas extranjeras, pero sobre la base de otorgarles un trato privilegiado en detrimento de la CFE, con el propósito de irla achicando por decreto, tal como el plan contra Pemex.

Empezar a revertir esa situación es lo que se busca con la reforma de la ley de la industria eléctrica que ha propuesto el presidente de la República. Ya se había tardado un poco.

Odios y diálogos

Desde la oposición, la tesis de la temporada parlamentaria en curso consiste en que la 4T tiene odio y el PAN busca el diálogo. Aunque no ha quedado claro contra qué o quiénes es el odio y qué temas y propuestas debe contener el diálogo, se entiende que es, una vez más, el esquema del mal y el bien, los elementos de la visión dicotómica de la historia y de la vida personal.

Es el diálogo que dice estar enfrentado al odio, pero así no puede ser una solución política, tanto porque se le asigna al mismo concepto de diálogo la existencia de un opuesto, el odio, como porque la apertura dialogante en política no cancela los odios propios.

El punto central, en realidad, es que Acción Nacional y el Partido Revolucionario Institucional reclaman que la 4T abandone su programa porque –se sostiene– expresa odio a la vieja institucionalidad que tales partidos construyeron durante varias décadas de luchar entre ellos y de coincidir en lo fundamental, así como a una política económica y social que profundizó la pobreza y concentró el ingreso como en pocos otros países.

Ambos partidos no se han sumado en el Congreso a las reformas sociales en curso, en cierta medida porque éstas desmontan la vieja política clientelar que se construyó en el país y fue durante años la base de la fuerza electoral y mecanismo de la compra de votos.

Los odios políticos del tiempo que corre se encuentran en todas las banderías. Las recientes reformas expresan un rechazo a la política del viejo sistema mientras que los defensores de ésta repudian cada paso que intenta dar la nueva fuerza gobernante, por eso se les denomina conservadores, aunque también los hay reaccionarios.

¿En qué se piensa cuando se convoca al diálogo en Palacio Nacional entre el presidente y los líderes parlamentarios de todos los partidos? Los jefes del PAN y el PRI no han presentado la lista de posibles acuerdos. Por lo demás, no sería inconveniente que todos aquéllos se reunieran a conversar lo que cada cual desee, pero ese no es el diálogo que se ha demandado en San Lázaro.

La bandera del diálogo es un slogan de momento porque no sería posible que antes de las elecciones pudieran producirse algunas negociaciones políticas propiamente dichas. Las oposiciones unidas no podrían llegar a acuerdos con la 4T, por ejemplo, para garantizar estabilidad de precios de la electricidad y cerrar la llave de los subsidios estatales a los productores privados.

Recién lo ha dicho con sus propias palabras un vocero panista: hoy tenemos, afirmó, “reformas que sólo buscan el deterioro de la vida republicana”, cuando se requieren “reformas para crecer y ser mejor país”. El mal y el bien.

Quizá los odios no admitan serlo, pero, de que existen, no hay duda. Mas en la lucha política, quien odia una ley ha de ser porque le perjudica y podría existir otra mejor. Quien odia un sistema de ingreso tendría que ser por encontrarse del lado del salario o de la producción mercantil simple, pues ahí no se acumula capital. En realidad, los mayores odios se encuentran entre los pobres y explotados de la sociedad. Pero también existen intereses de carácter moral, es decir, la defensa de ideas convenientes que, cuando se llevan a la lucha política, pueden conducir a la violencia, como la hemos visto de sobra, ya que en el fondo expresan privilegios o creencias heredadas de las generaciones muertas o, del otro lado, aspiraciones creadas por sujetos emergentes de la sociedad.

El PAN y el PRI se han unido luego de odiarse entre sí o de decirse odiados por el otro. La vida los llevó por el camino del neoliberalismo como medio para defender y realzar en la arena política los intereses que representan. Se trata de elementos de carácter económico, de lugar en la escala social, de capacidad para asumir determinadas decisiones favorables a la parte de la sociedad a la que son afectos.

Ahora, cuando la izquierda ha llegado al gobierno y tiene la mayoría en el Congreso, los odios se han repartido de otra manera, pero lo cierto es que la unidad de PAN y PRI significa que se busca un esquema bipartidista en la próxima elección, como medio para obtener una mayoría parlamentaria y algunas gubernaturas: la contención de la 4T, se dice.

“El odio no ha nacido…” en nadie (parafraseando a un presidente odiado como pocos), pero tampoco se le ha olvidado a ninguno, sino que existe una fuerte convergencia de intereses sociales de los conservadores, aún antes de los propiamente políticos, puesto que el poder se ejerce para algo, no es una fiesta, sino la manera de procurar intereses de conjuntos de la sociedad.

El llamamiento al diálogo que proviene del PAN, como cabeza de coalición electoral, carece de un sentido mayor al de ser incorporado al discurso electoral con el fin de hacerse pasar como quien no odia, sino que, si en efecto lo llega a hacer, al menos sabe usar formas civilizadas. Existe en la derecha un sector bien educado; no todos son como aquellos que en redes sociales insultan el día entero al presidente y a la 4T con las palabras más soeces posibles, en una especie de relación escatológica con el odiado.

En la lucha política, no hay odiosos ni dialogantes, aunque de que los hay los hay. Esto quiere decir que nadie se deja llevar por esos atributos sino por la realización de sus funciones representativas. Esa es la política, la representación de los desiguales, de los adversarios, de los contrarios… y la lucha entre ellos.