Archivo por meses: enero 2021

La opción política opositora es lo más viejo de México

La temporada electoral ha empezado con la iracunda acusación de las dos oposiciones (PRI y PAN), ahora más unidas, de que el gobierno va a condicionar la vacunación al voto del próximo 6 de junio en favor de Morena.

La especie cae en la estulticia. Nadie puede condicionar una vacuna a cambio del voto, pues si la inmunización se hace antes de votar, no hay devolución posible; si se hace después, ya no hay objeto. Tampoco es dable condicionar la entrega de un bien –la vacuna— que por fuerza ha de ser distribuido hacia todos y todas, conforme a la norma sanitaria, pues sólo de esa forma podría lograrse la inmunización social que se busca. Los prianistas creen que vacunar es como prometer despensas o comprar votos con pago diferido, es decir, hacer “operación tamal”.

Los programas sociales focalizados, de manufactura priista y continuados por el PAN, podían incluir condicionamientos porque era posible suspenderlos o restringirlos en las localidades donde los resultados electorales no fueran satisfactorios para el operador, es decir, el gobierno. Pero las vacunas jamás fueron condicionadas. El exitoso sistema mexicano de vacunación no fue diseñado con propósitos electorales porque un intento así hubiera sido absurdo: el Estado corrupto no lo alcanzó, algo un tanto insólito. Una peculiaridad de la vacunación para prevenir la enfermedad Covid-19 es que se requiere garantizar la custodia del biológico, es decir, muchos servidores públicos movilizados, bastante más que el personal paramédico que lo aplica. Todo esto, sin embargo, es inútil tratar de explicárselo a los jefes de la alianza política opositora.

Los programas de la 4T son o tienden a ser universales, por lo cual no están vinculados a los resultados de las votaciones ni tampoco se reparten en forma indirecta a través de organizaciones clientelares.

Más allá de aquellos fuegos artificiales, la característica meramente política de las próximas elecciones no consiste en la nueva enfermedad contagiosa, la cual conforma un marco general de la coyuntura nacional, sino en la alianza entre el Partido Revolucionario Institucional y el Partido Acción Nacional, la cual le está siendo muy difícil de explicar a sus propios autores.

El punto 10 de la coalición “Va por México” propone “restituir la democracia”. ¿De qué se habla? ¿De reavivar los fraudes electorales? La lucha contra estos la ha estado haciendo la 4T, que es consciente de que los defraudadores se encuentran justamente en el bando contrario, son los de antes, los de siempre.

La nueva coalición PAN-PRI promete también simples deslindes: rechazar cualquier cambio que implique reforma en la administración pública y en el sistema político. La acusación de líderes priistas y panistas consiste en que López Obrador ha concentrado mayor poder, pero no señalan cuándo y cuánto, ya que las facultades presidenciales no han aumentado sino disminuido con las reformas realizadas por la 4T, desde prohibir la condonación presidencial de impuestos hasta cancelar el poderoso embute a los medios de comunicación.

Las oposiciones suponen que las conferencias de López Obrador, por sí mismas, le brindan a éste un poder extraordinario, lo cual es una afirmación hilarante. El punto, sin embargo, consiste en que, como opositores, les resulta difícil discutir con un presidente que gobierna en público, en lugar de hacer lo que ellos han practicado siempre: el refugio en lo oscurito, el territorio de la transa y la negociación subrepticia.

La tesis de que la democracia deber ser “restituida” no explica cómo debe ser. Ello obedece en realidad a que no se busca una democratización sino regresar a los métodos de gobierno de ellos mismos, los cuales han sido criticados y repudiados por un amplio porcentaje de la ciudadanía. En México, ninguna vuelta atrás brindará democracia porque antes siempre fue inexistente o precaria.

Los opositores coligados también ofrecen “desterrar la corrupción”, como si el Estado corrupto no fuera un síndrome heredado de los sucesivos gobiernos de priistas y panistas, que, ahora, por fin, está siendo combatido.

“Va por México” no va a ninguna parte al postular que en México existe un “gobierno autoritario, homicida y dictatorial”. Los opositores se cierran, de tal manera, a cualquier acercamiento luego de las elecciones, pues nadie podría ir a buscar acuerdos con unos dictadores homicidas, ni siquiera sentarse junto a ellos. Pase lo que pase el día de las próximas elecciones, los integrantes de la flamante coalición opositora se tendrán que comer sus propias palabras.

Los contrastes entre el discurso opositor y la realidad cotidiana son demasiado grandes como para considerar a aquel como un intento viable de engaño político. En México, nunca como ahora había existido tanta libertad de difusión por cualquier medio. Tenemos un amplio campo para el debate en la tolerancia. Sencillamente, no hay represión política, fuera de actos arbitrarios de algunas autoridades locales o menores. En el sentido contrario a las afirmaciones de los opositores, el hecho de que el jefe del gobierno debata en público, sin intermediarios ni hipocresías, es un avance democrático en un país donde predominó la simulación en un marco de atraso político y precariedad ciudadana.

Llena de generalidades, la plataforma PAN-PRI no ofrece nada nuevo, pero incluye un planteamiento panista, ahora modificado, en materia de política social. La principal propuesta del PAN en 2018 fue la “renta ciudadana mínima” para 58 millones de personas (Población Económicamente Activa), que equivaldría a 3 billones de pesos al año, igual cantidad que los ingresos totales tributarios federales. Nadie le hizo caso a esa promesa de imposible realización. Ahora, en alianza con el PRI, el PAN promete el “ingreso básico alimentario” para 25 millones de personas que, a salario mínimo, importaría 1.3 billón de pesos anual, el 30% del gasto programable total del gobierno federal. Les va a ocurrir lo mismo porque no hay manera sensata de obtener esos fondos en el corto plazo. Pero aunque se lograra juntar tal cantidad mediante un plan extraordinario de recortes al gasto y despidos masivos, así como con un aumento de impuestos al consumo, los viejos partidos harían un programa social focalizado, forma preferida por los priistas de siempre y sus discipulos panistas, para crear sistemas clientelares con contornos muy definidos y políticamente controlables.

Las “10 soluciones por México”, presentadas por PAN y PRI, aparecen como repeticiones de un guion ya conocido, un querer volver a gobernar como lo hicieron sucesivamente, pero ya por completo juntos, sin disimulos, con el programa de siempre, bajo el régimen político de antes. En el momento actual, no hay en el país una fuerza de relevo con un programa nuevo: la opción política opositora es lo más viejo de México.

Ley de educación superior: el cadáver político de Zedillo

El proyecto de ley de educación superior es un intento de resurrección del cadáver político de Ernesto Zedillo. Bajo un neoliberalismo muy poco disimulado, se nos anuncia que se quiere que todo siga más o menos igual que antes y se detengan los cambios.

El derecho a la educación superior es universal. Se requiere, claro está, cubrir los ciclos educativos anteriores, los cuales también son derechos sociales. Sin embargo, el proyecto de ley enviado por el Senado a la Cámara de Diputados agrega otra cosa como condición de acceso: “que (se) cumpla con los requisitos que establezcan las instituciones de educación superior” (Art. 4). Aquí se cae todo.

Ernesto Zedillo mandó reformar la Carta Magna para que el Estado no tuviera que “impartir” educación superior, sino sólo “promoverla y atenderla”, con lo cual este tipo educativo ya no era un derecho que debiera garantizarse. Esto fue derogado por la reforma constitucional del 15 de mayo de 2019 que señala que la obligatoriedad de la educación superior corresponde al Estado, el cual debe brindar los medios de acceso a quienes reúnan los requisitos que, a todo análisis, consisten en contar con los certificados de estudios del ciclo anterior.

Según el proyecto de ley, el nuevo derecho ya no será un derecho propiamente dicho sino algo condicionado a unos requisitos impuestos por las “instituciones”, pero ni siquiera las autónomas solamente sino todas ellas. Es de seguro el examen de admisión y, quizá también, la procedencia, residencia o aspirantura de carrera, como ya lo hemos vivido. Según el proyecto de marras, tales “instituciones” determinarán por sí y ante sí el alcance de un derecho que, pensábamos, ya había sido proclamado como universal en cumplimiento de un compromiso de la 4T.

Se sabe de sobra que los exámenes de admisión siempre fueron filtros para dejar fuera a miles de estudiantes. No son parte de un sistema para conocer y mejorar la educación. Si todos los aspirantes aprobaran el examen con calificación de 10, el número de rechazados sería el mismo. Ahora, se quiere hacer de ese examen la condición legal para el ejercicio del nuevo derecho constitucional, el cual dejaría de serlo por mandato de una legislación secundaria. Es como un robo: tengo algo en la Constitución y me lo quitas en ley derivada. Eso no es algo nuevo en la historia mexicana, pero lo que se busca en concreto es mantener todo igual para impedir que lo nuevo pueda culminar.

La selección de estudiantes para la educación superior ha sido un fuerte mecanismo de clase porque en México vivimos una sociedad profundamente estratificada, lo que, precisamente, hay que reformar. Tal es el sentido, entre otros, del derecho a la educación superior.

Toda educación pública ha de ser gratuita. Por esto, Ernesto Zedillo descontó el nivel superior de aquella “impartida” por el Estado. Las colegiaturas que, sin embargo, ya existían, se buscaba elevarlas y hacerlas parte relevante y creciente del financiamiento de la educación.

En 1986-87 un poderoso movimiento estudiantil aplastó la pretensión de De la Madrid-Carpizo de aumentar las cuotas. Varios años más tarde, otra huelga universitaria que duró un año (1999-2000) hizo posible el repliegue de los neoliberales (Zedillo y compañía), pero se siguieron cobrando colegiaturas en las universidades públicas. Hoy, la Constitución tiene prohibidas las colegiaturas y es preciso resolver el problema definitivamente.

El proyecto de ley de educación superior no brinda un curso cierto para el logro de ese compromiso. Las instituciones públicas de los estados, en especial las autónomas, pretenden que todo se recargue en nuevas autorizaciones presupuestales federales, que son necesarias, pero sin rebajar sus actuales gastos prescindibles y onerosos. Más de la mitad del dinero procedente de cobros por inscripción y colegiatura es recaudada por las universidades estatales, a la vez que la Federación les aporta en promedio el 70% de su subsidio, pero no quieren hacer el menor esfuerzo en favor de la gratuidad. Así han redactado el proyecto de ley.

El llamado fondo de gratuidad de la Cámara de Diputados no puede ser sólo un aumento de subsidio sin propósito muy concreto, como lo pretende el proyecto. Eliminar las cuotas estudiantiles debe incluir un serio esfuerzo de austeridad burocrática por parte de quienes las cobran.

Casi todo el proyecto de ley de educación superior ha sido redactado dentro de la ANUIES y refleja, por tanto, la visión que tienen las dominantes burocracias institucionales.

En el texto del proyecto no se encuentra la palabra democracia, los estudiantes son inexistentes, los profesores son una vaga referencia. La educación superior y las escuelas no son aquello de lo que se habla en el proyecto de ley. Se trata de un texto redactado por las autoridades para ellas mismas.

En el Consejo Nacional para la Coordinación de la Educación Superior que se quiere crear hay 107 autoridades, pero sólo nueve estudiantes y nueve profesores, supuestamente representantes de la totalidad de instituciones educativas públicas y privadas, que serían designados por el mismo consejo. Además, éste podría funcionar legalmente –se dice claro– sin la presencia de un solo estudiante, de un solo profesor. Es la plutocracia de las autoridades y la ausencia de todo concepto de representación.

En el proyecto de ley no se trata sólo de suprimir la palabra sino de eliminar el concepto de democracia. Se pretende, así, que en la nueva legislación no existan elementos republicanos, como si viviéramos bajo una dictadura de jure.

Además, el nuevo consejo nacional, que se pretende instalar aun sin estudiantes ni profesores, no es en realidad un órgano colegiado porque carece de toda capacidad para emitir resoluciones vinculantes. ¿Para qué construir una instancia más como lugar sólo para hablar y escuchar, si acaso?

Quizá por esto mismo ha resurgido en el proyecto la “evaluación”, reducida en el nuevo texto constitucional a ser instrumento diagnóstico de un sistema de mejoramiento educativo. Hoy, se plantea el fomento de “la cultura de la evaluación y acreditación” (Art. 48), que buscaban por varios métodos los neoliberales en la reforma educativa de Enrique Peña Nieto. El liberalismo ha impulsado siempre la competencia entre estudiantes, profesores e instituciones de educación, pero en México no habíamos oído hablar tan claramente de toda una “cultura de la evaluación educativa”.

Como es característica de todo planteamiento de derecha, el proyecto de ley de educación superior no confiere derechos de participación de estudiantes y profesores para intervenir en la determinación de las condiciones de su propia labor. Nunca se dice qué abarca el ser estudiante y el ser profesor, qué funciones desempeñan unos y otros, qué deberes, qué derechos. Nada. En el proyecto de ley, alumnos y maestros no existen más que a través de muy escasas referencias desafortunadas o confusas. En especial, los alumnos son elementos absolutamente pasivos y los maestros son simples subordinados. Se pretende expedir una ley de educación superior, pero sin proceso educativo, sin personas que se relacionan y actúan juntas, sino sólo para regular relaciones formalistas entre las burocracias dominantes.

Ya en el ámbito de lo absurdo, el proyecto busca impedir que los órganos legislativos admitan iniciativas o expidan reformas a la ley de cualquier universidad sin contar con una previa “respuesta explícita de su máximo órgano de gobierno”. Pero el Congreso de la Unión carece, por una parte, de facultades para regir los procedimientos internos de los poderes legislativos de las entidades federativas y, por la otra, para negar el derecho constitucional de los legisladores y del Ejecutivo a presentar iniciativas de ley. Esta inaudita pretensión tiene el propósito de mantener viejas y caducas estructuras de las universidades, bajo la bandera de la defensa de la autonomía. Por desgracia, esa misma autonomía se confunde hoy día con algo por completo separado o de plano contrario a la democracia universitaria, sin la cual no puede cristalizarse aquella “capacidad y responsabilidad de gobernarse a sí mismas”, de la que habla la fracción VII del artículo 3º  de la Constitución en referencia a las universidades autónomas.

El proyecto de ley de educación superior se ha presentado como una obra de amplio consenso y trabajo participativo. Pero a su redacción no fueron convidados los críticos de la actual educación superior, cuya organicidad es obsoleta. Nomás estuvo presente la derecha. Es entendible que se produjera un gran acuerdo.

Los movimientos estudiantiles anteriores y posteriores a la gran lucha de 1968 por la democracia política en todo el país buscaban una educación democrática, popular y científica. Hubo mucha represión, es cierto, pero también se lograron resonantes victorias. Universidades y escuelas democratizadas en las que alumbró una nueva educación con base en la ciencia y el examen crítico de la realidad. Fueron periodos en los que en muchos lugares estudiantes y profesores decidían objeto, contenido y métodos de los procesos educativos, con libertad y en pie de igualdad. Hoy vivimos la burocratización, el elitismo, los privilegios de autoridades y un profundo repliegue de la participación democrática de estudiantes y profesores.

Una nueva legislación no sería suficiente para superar este deplorable estado, pero no es aceptable expedir una norma, dejando todo igual o peor, sólo para cubrir un requerimiento. Pronto podríamos volver sobre el tema. Lo más importante en estos días es que no se apruebe una ley neoliberal en plena 4T porque sería una concesión innecesaria e inicua.

Que no se escarbe en tierra infértil para sacar el cadáver político de Ernesto Zedillo, de sus ideólogos y corifeos neoliberales.

Que no sea “… demasiado tarde”

Las versiones del poema de Bertolt Brecht (o de Martin Neimöller) terminan en una desolación: “ahora vienen por mí, pero ya es demasiado tarde”. La censura, como toda persecución, es cosa de que se inicie para que luego pueda hacerse normal.

Twitter y Facebook suspendieron las cuentas del tal Donald Trump y eliminaron sus mensajes en las pantallas de millones de personas a partir del día del asalto al Capitolio. ¿Esto merece aplauso de parte de los adversarios del entonces presidente de Estados Unidos? ¿Es válido cancelar textos horrorosos bajo la aplicación del más simple criterio propio de los dueños de las empresas comunicadoras?

Han sido cuentas y frases de Trump las censuradas, pero podrían ser de otro. La amenaza culmina, como nos dice el poema, en que, si antes nada hiciste, ya llegaron por ti.

La Constitución mexicana (Art. 7) prescribe la neutralidad de la red internacional como parte de los medios a través de los cuales se realiza la libertad de difusión de opiniones, información e ideas, declarada como inviolable. La Carta Magna de México dice más: “No se puede restrigir este derecho por vías o medios indirectos, tales como el abuso de controles oficiales o particulares, de papel para periódicos, de frecuencias radioeléctricas o de enseres y aparatos usados en la difusión de información por cualesquiera otros medios y tecnologías de la información y comunicación encaminados a impedir la transmisión y circulación de ideas y opiniones”.

“Ninguna ley ni autoridad puede establecer la previa censura ni coartar la libertad de difusión”, sigue diciendo la Carta Fundamental mexicana. Los límites que pueden fijar a la libertad de difusión de opiniones, informaciones e ideas, siempre tendrían que incluirse en la ley y aplicarse por autoridad competente en el marco de otros derechos humanos.

Lo que han hecho las empresas que operan varias redes sociales, especialmente Facebook y Twitter, es lo contrario a lo que prescribe la Constitución de México, para no hablar de las leyes de otros muchos países que tampoco tienen autorizados los bloqueos arbitrarios, Estados Unidos incluido.

Cancelaron en la cuenta de una persona sus mensajes y luego suspendieron la misma. Simultáneamente, impidieron que otros y otras pudieran conocer lo que expresaba el sujeto bloqueado. La libertad consiste en emitir y poder recibir mensajes. El que hubiera sido Donald Trump es relevante, pero no determinante en el significado del hecho, puesto que se trataba de la difusión de ideas e informaciones. Todo esto no sólo abarcó a EU sino al resto del mundo interconectado en el que vivimos.

En el momento en que la autoridad de algún país restringe a Twitter, Facebook (incluido Whatsapp), Telegram u otra red en la difusión de informaciones que denuncian al gobierno, tales empresas censuradas manifiestan su inconformidad, crean un conflicto político y en su auxilio concurren otros gobiernos y hasta la ONU.

Cuando esas empresas por sí mismas censuran y cancelan cuentas mediante las cuales se difunden ideas e informaciones, no pocos gobiernos y la ONU callan porque se trata, quizá, de la libertad de comercio, de las condiciones contractuales impuestas para la prestación de los servicios de comunicación.

Sin embargo, las empresas, las que sean, no emiten leyes sino regulaciones comerciales contractuales que no pueden estar por encima del derecho humano de libre difusión de opiniones, información e ideas. Este criterio es una herencia de algunos olvidados liberales decimonónicos, el cual consiste en que es inválido aceptar la renuncia del derecho propio y que todo acto tendiente a tal propósito es ilegal y nulo de plano. Ningún contrato civil, escrito o hablado, tiene validez si abarca la excepción de derechos y libertades.

La humanidad no puede ahora depositar en unas poderosas empresas de la comunicación mundial la “inviolable libertad de difundir opiniones, información e ideas a través de cualquier medio”.

El carácter golpista que asumieron los actos del presidente de Estados Unidos el día de la toma del Capitolio no altera la validez de este principio, el cual ya es parte de los derechos humanos. Pero, además, los mayores censores suelen ser, entre otros, los fascistas, como lo son esos partidarios de Trump que buscaban impedir que el Congreso certificara la elección de Joe Biden, quien, por cierto, censuró a los asaltantes pero calló frente a Facebook y Twitter, porque los vio, quizá, como aliados, pero que cualquier día, no obstante, le podrían cancelar sus cuentas en las redes sociales.

Dar consentimiento al acto de censurar arbitrariamente, sin procedimiento ni autoridad, aunque sea tácito, admite que la misma censura pueda ser aplicada contra el aquiescente.

En el caso preciso de Donald Trump, la autoridad legítima ya ha tomado en sus manos el asunto. El aún presidente es un impeached (acusado) por segunda vez y el Senado estadunidense dictará sentencia, antes o después de la terminación de su mandato.

Pero el corte digital contra Trump también tiene otro fondo. Si en las redes se puede censurar opiniones e informaciones, entonces volvemos al esquema del imperio de los grandes medios convencionales. Dicho de otra manera, serán lo mismo Twitter y Facebook que los viejos periódicos y cadenas de radiodifusión. Es el monopolio de la información, en el cual se apoyaron durante dos siglos los poderes despóticos y las democracias formalistas de las clases dominantes.

La vieja libertad de imprenta, en el marco de la prensa escrita o hablada, se constreñía principalmente a los dueños de los periódicos y a los concesionarios de las telecomunicaciones, quienes gozaban de capacidad de difusión. Carecía de esa libertad el resto de la gente que no les podía pagar a aquellos por sus servicios. Al mismo tiempo, en México todo ese andamiaje fue controlado por el gobierno mediante compras, amenazas y represalias. Perder la libertad en las redes sociales sería una regresión.

Esto lo hizo ver el presidente de un país: México. Otros, quizá por convenencia o hipocrecía, ignoraron ese mensaje o voltearon a ver para otro lado, sin descontar a aquellos que insinuaron soezmente que la protesta de López Obrador contra esas empresas de redes sociales sería una forma de apoyo a Donald Trump.

México tiene que emitir una ley que impida la supresión y la censura previa en las redes. Si hasta ahora no se ha expedido es porque se consideraba que sería suficiente el texto constitucional. Pero como no pocos conservadores se han quedado callados frente a la acción de Facebook y el arrogante mensaje de su principal ejecutivo, entonces ya se ve que es necesario legislar y, además, convocar a todas las naciones a impedir las dos cosas: el imperio de las empresas privadas y la acción restrictiva y arbitraria de las autoridades, ya que unas y otras, juntas o separadas, son quienes poseen hoy en día capacidad de coartar la libertad en materia de difusión de opiniones, información e ideas.

Ha sido Donald Trump el acallado, por lo que no era necesario inconformarse; mañana habrá otro cualquiera y tampoco será preciso elevar la voz; al final, quizá seamos muchos y ya no habrá tiempo de detener a los arrogantes administradores de la “inviolable libertad de difundir opiniones, información e ideas”, como la denomina la Constitución mexicana. ¿La historia tiene que repetirse?

Annus Terribilis

La pandemia de 2020, recrudecida hacia finales del año, podría recordar a los historiadores aquella de 1346, ANNUS TERRIBILIS de peste negra que se alargó durante siete más. Las grandes epidemias suelen cambiar la forma de vida en muchos aspectos, pero también, consecuentemente, la manera de analizar la sociedad.

Acostumbrado a los desequilibrios económicos, el mundo tiene ahora otra cosa, con intermitentes parones de actividades productivas, algo que no es propiamente una crisis capitalista aunque pueda tener consecuencias parecidas, pero sólo de momento. La estructura económica de la sociedad parece seguir igual, mas tiene su parte dramática en una mayor cantidad de personas sin trabajo asalariado y de pequeños propietarios arruinados o al borde de estarlo.

Sin embargo, se han apresurado algunos cambios en proceso, tales como el trabajo, los servicios y el comercio a distancia, la sustitución de funciones humanas, la mayor concentración en los circuitos del capital financiero y la celeridad de procesos de innovación.

Algunos inventores de fármacos han logrado ya producir vacunas, siempre en combinación financiera con gobiernos. Las ganancias serán grandes, obtenidas mediante ventas a los sistemas sanitarios de todo el mundo. De nueva cuenta, la abismal disparidad del desarrollo económico, en especial la alta tecnología, generará una corriente de valor a partir de transferencias hacia unos cuantos países desde los demás. Este esquema puede durar algún tiempo pues no se tienen todos los datos sobre la inmunización, ni la frecuencia de la aplicación de vacunas. La pandemia se encuentra tan extendida que surgirán nuevos biológicos y medicamentos en una competencia que irá dejando su secuela oligopólica. Se verá pronto hasta dónde puede llegar Cuba con sus vacunas soberanas, excepcionales para un país pobre y pequeño.

Los gobiernos han aplicado subsidios muy disímbolos, según su capacidad de generar nuevos pasivos consolidados, como en Estados Unidos, o con adelantos de asignaciones comunitarias sin rédito, como en la Unión Europea. Los gobiernos de países pobres han subsidiado mucho menos, por lo que la consecuencia social inmediata de sus parones económicos ha sido proporcionalmente mayor. La inyección de liquidez desde los bancos centrales ha vuelto a ser un mecanismo como el que se usa en las recesiones, aunque no haya propiamente en curso ningún ciclo económico de ese carácter. Como ocurre con frecuencia, los más protegidos son los bancos privados.

Desde la cuenta provisional de cerca de dos millones de víctimas mortales de la Covid-19, pasando por la incontable cantidad de personas con secuelas (86 millones han enfermado), el saldo final podría ser enorme aunque no llegara a los números de la gripe española (brotó en Kansas) que inició en 1918. Sin embargo, quizá la nueva peste traiga también otra clase de consecuencias.

En todo el mundo se requiere más personal sanitario y unidades médicas. Ningún sistema de salud está al nivel de la vida social. La gran industria farmacéutica supedita el progreso a su altísima rentabilidad económica; lo mismo hacen los inventores de equipo médico. Parte de la dieta de las personas es definida sólo en términos de buen negocio, mientras la desnutrición abarca todavía a un segmento de la humanidad. La Organización Mundial de la Salud (OMS) está tocada por el síndrome de caducidad que padece el Sistema de Naciones Unidas.

Asimismo, la organización de la sociedad no corresponde a las necesarias tareas comunes, como las que se desprenden de una emergencia sanitaria y otras tantas calamidades que pueden caer sobre la gente. Desde el principio de la pandemia, la disciplina casi siempre fue impuesta con toques de queda y otras medidas coercitivas que resultaron a la postre insuficientes.

El Estado, por lo general, jamás ha sido capaz de responder bien a desastres, pero, al intentarlo, lo hace por lo regular para evitar que la gente tome poder. Es así que la gestión de la pandemia se ha realizado mediante disposiciones que combinan la limitación de la movilidad personal y de la actividad económica, lo cual no siempre ha funcionado en la forma planeada, sino con estiras y aflojes para contener en algo el enfado popular y la pérdida de ingresos. Es por ello que la gente aparece ahora como la culpable por haberse ido de fiesta.

Quizá lo peor ha ocurrido en Estados Unidos porque ese país tiene una sociedad desarticulada, donde su clase política no ha hecho otra cosa que disputarse el presupuesto y la política exterior, incluido, claro está, el negocio de la guerra. Salud, calidad alimentaria, educación, distribución del ingreso, sistema fiscal, déficit público, cooperación comunitaria, asistencia social, migración, comercio internacional, están en crisis al mismo tiempo. Casi todo depende de la velocidad de sus inventos de tecnología de punta y la captación de excedentes en Wall Street, pero sólo con eso no se organiza una sociedad, ni siquiera un mega Estado. Esto se ha visto más claramente en la pandemia.

No sólo ha sido una larga alerta debido a que la enfermedad puede ser contagiada a cualquiera, en casi todas partes, sin que la víctima se percate y sin que luego haya remedios. La Covid-19 ha provocado espanto entre miles de millones, en especial en los centros urbanos donde los contagios son mayores: una gran parte de la humanidad vive aglomerada y, ahora, aterrorizada.

Cuan vulnerable es nuestra especie. Esto siempre se ha sabido como expresión de actos conscientes de los mismos seres humanos, la guerra en primer término, pero también de catástrofes naturales y de enfermedades contagiosas. La cuestión es que, ahora, el capitalismo ha generado una conciencia de superioridad, de algo nuevo y poderosísimo. A la hora de la pandemia causada por el CoV-2, la reacción no pudo ser otra que el parón económico.

Esto se debe a que no existe esa superioridad capitalista para resolver en pocos días lo imprevisto porque no hay de por sí un adecuado sistema de medicina ni una suficiente organización de la gente. El desastre no ha estado lejos de casi ninguna parte. No es que sea global, sino que es parte integrante de la globalidad en sí misma, de aquella que es más un medio de dominio, en la que ninguno discute los problemas de los demás países sino acaso sólo del suyo propio.

La arrogancia alemana y la altivez británica han caído por los suelos cuando cada una de tales potencias llegó a contar, al finalizar el año, muchos más contagiados por día que México, teniendo aquellos países menos habitantes y estando “impecablemente bien organizados y disciplinados”. Como antes, nadie pudo prever las intermitencias de la pandemia.

La debilidad del poder establecido (político y económico) no sólo se desprende de su falta de convocatoria específica sino de algo anterior: la ausencia de credibilidad y de adhesión.

El Annus Terribilis de 2020 ha tocado a muchas sociedades y a las llamadas relaciones globales, de tal suerte que, tan luego que la pandemia empiece a reducirse, las personas se podrán hacer nuevas preguntas. Es probable que entonces sea buen momento de volver a intentar grandes cambios sociales.