No existe evidencia que pudiera llevar a presumir que la visita de un jefe de gobierno extranjero a la Casa Blanca haya influido alguna vez en la elección presidencial en los Estados Unidos. Esa discusión, por tanto, carece de sentido. En realidad, es enteramente especulativa.
La visita de Andrés Manuel López Obrador a Donald Trump
podría ser parte de una relación normal entre los jefes de gobierno de ambos
países. No se mira así por las características del actual presidente de Estados
Unidos. Sin embargo, algo anda mal en esa forma de observar la situación.
A pesar del discurso antimigrante y antimexicano de Trump, el actual gobierno estadunidense ha deportado menos mexicanos que Barack Obama durante los dos peores años de la administración de éste, quizá debido a la creciente falta de cooperación de muchos gobiernos locales en las cacerías de migrantes sin visa. El muro fronterizo que fue construido pacientemente durante anteriores gobiernos demócratas y republicanos, bajo Trump sólo ha crecido en 16 kilómetros y ha sido reparado en unos 300, pero con muchos discursos demagógicos. Es tan viejo que se está cayendo solo.
Entre la inoperancia oficial y la resistencia popular, no parece ir bien la aplicación de la política de Trump respecto al tema de migración, tal como lo demuestran sus fracasos en la pretensión de cancelar el mecanismo de demora para los dreamers ordenado por Barack Obama, el cual, por cierto, no implica la concesión de residencia y mucho menos de ciudadanía. A esos «extremos» nunca llegó aquel presidente.
El protofascista Donald Trump ha realizado dos acuerdos con
México: la reforma del tratado comercial trilateral y el relativo a la
migración centroamericana. Quien cedió más en el primero fue el gobierno de
Estados Unidos que estaba decidido a denunciarlo (cancelarlo), pero reculó ante
fuertes presiones empresariales internas y un posible escenario económico poco
menos que catastrófico; gran parte de la oposición demócrata no quería seguir
con el tratado (nunca apoyó el TLC desde 1994), por lo que algunos de esos
diputados, al final, pusieron sus condiciones en el nuevo T-MEC. Quien cedió
más en el segundo fue México, ante la amenaza de imponer aranceles generalizados
al margen y en transgresión del TLC, ya que el gobierno mexicano no deseaba
asumir la estancia en la frontera sur de los solicitantes de asilo a EU y no
quería confinar migrantes en el sureste del país; recién, un tribunal
estadunidense declaró ilegal mantener en un tercer país a los migrantes que
buscan asilo en EU; el día menos pensado, un tribunal mexicano declarará
inconstitucional impedir a los migrantes el libre tránsito dentro del
territorio nacional.
Ambos acuerdos no significan victorias resonantes de ninguna
de las partes porque son abigarrados, aunque el pacto comercial es formal y será
más duradero, a diferencia del acuerdo migratorio respecto de América Central que
es endeble y de circunstancia.
La promesa electoral de Trump fue cancelar el TLC pero era
demasiado perjudicial para su país. Así que el déficit comercial de EU con México
se mantendrá, ya que su reversión sería producto de otros factores económicos
pero no directamente del nuevo tratado (T-MEC).
Otra promesa electoral de Trump fue concluir el muro fronterizo, cuyo costo sería cubierto por México, «aunque (éste) todavía no lo sabe», según dijo entonces. El muro no crece, pero las obras de mantenimiento se han pagado con fondos presupuestales de Estados Unidos, pues los diputados demócratas le han autorizado a Trump algo de dinero, ya que a fin de cuentas la barrera también es de ellos. El resto de los fondos se los ha quitado a las fuerzas armadas, de manera ilegal dice la sentencia de un tribunal federal de Washington. En resumen, un fracaso: ahora están empezando a «levantar» un muro electrónico, una alarma, mucho más barata y menos contundente.
La antipatía de México (en su mayor parte) hacia Donald Trump
no es algo personal, sino de carácter político. Ese presidente tiene un
discurso hostil y realiza actos odiosos. Sin embargo, no le ha ido muy bien en
su política supremacista, como ya se está viendo con el repudio al lacerante
racismo, pero tampoco en las relaciones comerciales con el resto del mundo, su
«guerra comercial» que, según había dicho, siempre será más barata.
El anterior presidente, Enrique Peña, tuvo que cancelar dos
veces su visita a la Casa Blanca ante la insistencia demagógica de que México iba
a pagar el proyecto de alargar el muro, lo cual, naturalmente, no admitía
discusión. Trump ya se la había hecho a Peña en ocasión de la invitación de éste
a Los Pinos. De regreso a su país, el candidato republicano afirmó que México sí
iba a pagar el fabuloso muro.
En Estados Unidos nunca en la historia ha habido un
presidente que tuviera genuina simpatía por México. Franklin D. Roosevelt es,
quizá, el único que podría considerarse como algo amigable. Esto no se debe a
las personas sino a los intereses estadunidenses del momento, los cuales son,
se sabe bien, aquellos que corresponden a la gran burguesía norteamericana. En
el fondo, este no ha sido nunca principalmente un asunto nacional sino de clase.
La visita de AMLO a Washington cuando en Estados Unidos,
México y Canadá se ha promulgado y ha entrado en vigor el nuevo acuerdo
comercial –a jalones como todos—, no debería verse como algo «peligroso»,
«indebido», «inoportuno», «entreguista» o «sospechoso».
Está claro también que la conversación no versará sólo sobre
el tema del T-MEC sino que puede ampliarse a cualquier otra cosa. Recién ha
dicho el secretario de Estado de EU que Washington espera que México colabore en
el establecimiento de instituciones democráticas en Venezuela. Ya no es el
mismo discurso que cuando EU quería obligar a México a mantenerse dentro del
inefable y ridículo Grupo de Lima en
el que antes se había inscrito Peña Nieto, pero tampoco ese es tema mexicano en
las relaciones con Estados Unidos. México seguirá en la doctrina de la no
intervención porque es una defensa frente al norte.
En el nuevo tratado, el cual en realidad contiene más del
viejo TLC, hay cláusulas que van a repercutir, pero no al punto de modificar en
su conjunto el entramado del libre comercio tripartita tal como ha sido hasta
ahora. Tampoco será un instrumento que propicie, por sí mismo, el crecimiento
del volumen de la producción en México ni mucho menos el incremento de la
capacidad productiva del trabajo social. Sin embargo, a muy corto plazo, podrá
favorecer la inversión productiva y en cartera en tanto que brinda tranquilidad
a algunas empresas para expandirse.
Ha surgido en este marco el tema de porqué un gobierno de
rompimiento con el neoliberalismo firma un tratado comercial con Estados
Unidos.
La mayoría de la izquierda mexicana no se opuso al TLC sino a
varios de sus capítulos. En especial los granos, con cuyo motivo el plazo para
el comercio libre del maíz se ubicó en 10 años.
Pero el problema también consistía en lo que el tratado eludía, en
especial, un acuerdo migratorio, la fuerza de trabajo que va de un país a otro
sin reglas, derechos ni responsabilidades. Este tema sigue abierto, nada se ha
avanzado, excepto quizá un poco con Canadá.
El Tratado de Libre Comercio (TLC) fue precedido de una
apertura comercial unilateral del gobierno de México (Carlos Salinas), en el
marco de una libertad cambiaria pero con control oficial del tipo del cambio, cuyos
objetivos eran, entre otros, bajar la inflación y propiciar la inversión
extranjera directa e indirecta. Se vio que del esquema no funcionaba tan bien
cuando vino la crisis provocada por ese mismo gobierno en 1994.
El TLC trajo una desindustrialización parcial del país, el
abandono de la producción de granos, la más completa apertura a las
trasnacionales estadunidenses, así como un alineamiento con el cual México no
estaba familiarizado: «nuestros socios comerciales». Recién apenas se
ha entendido que eso de «socios» no es más que una relación entre
competidores con reglas comunes, ya que sólo una ínfima parte de los
propietarios mexicanos son en verdad socios de los estadunidenses.
Por otra parte, la economía mexicana alcanzó un superávit comercial
frente a Estados Unidos y mantuvo un déficit con el resto del mundo. Los
grandes exportadores son por lo general los grandes importadores, pero, además,
las empresas mexicanas que venden mucho en EU exportan también capital hacia
allá mismo u otros paraísos.
Más de las dos terceras partes del comercio de México se hace
con Estados Unidos y casi todo bajo reglas comunes de comercio. Sería absurdo
pretender el rompimiento de tales reglas, lo que no impide aplicar una política
de diversificación de las relaciones económicas.
Los elementos principales del retraso de México han estado
relacionados, ante todo, con la política económica y social de los anteriores
gobiernos. Con una política salarial catastrófica, el mercado interno era lo
secundario frente a las gigantescas exportaciones. Ante la economía
maquiladora, han carecido de importancia el desarrollo tecnológico y la
productividad. La gran potencia automotriz, México, no tiene ni patentes ni
marcas; no hay un solo automóvil mexicano porque el negocio es la maquila de
autopartes y el ensamble, todo por cuenta de trasnacionales.
México es un gran consumidor de toda clase de productos
importados en tanto que su capacidad exportadora ha seguido creciendo. El
mercado interno zozobra. En consecuencia, se ha ampliado la brecha en la
distribución del ingreso, tenemos una sociedad cada vez más desigual, lo que
genera mayor pobreza. Además, el empleo formal es ya menor que el informal, el
cual se caracteriza por su ínfima productividad. Eso es un colapso social.
Este resultado no es de la entera responsabilidad de los
sucesivos gobiernos neoliberales, sino también de la clase dominante y especialmente
de sus capas hegemónicas, oligárquicas. La gran burguesía mexicana carece de
proyecto nacional propio, vive del Estado y de la vecindad. No merece dominar
en una sociedad como la mexicana que tiene historia, identidad, geografía y
demografía.
La relación entre
México y Estados Unidos posee, entre otras, la característica de una presencia dentro
de este último de varios millones de mexicanos. La cultura de México está cada
vez más presente en Estados Unidos, pero no por la influencia de los medios,
sino debido al influjo de una nación que se expande hacia el norte.
Por más horrible que parezca el actual inquilino de la Casa
Blanca, bajo cualquier presidente de Estados Unidos van a seguir los problemas en
las relaciones entre ambos países y sus interminables complicaciones. No está a
la vista, aunque tampoco se mira tan lejana, la llegada de un presidente
socialista democrático como sería el senador Bernie Sanders.
Por lo pronto, tenemos que enfrentar la disputa presidencial
estadunidense con sensatez política y con la persistencia en los cambios que se
están iniciando en México.
¿Para qué rehusar la invitación de Trump? ¿Qué le brindaría
al presidente de México aparecer indignado, distraído o disimulado? El pretexto
de la visita es la entrada en vigor del nuevo tratado. Toda visita entre jefes de gobierno tiene
alguno, pero más allá del mismo no debería criticarse el diálogo directo,
personal, entre los presidentes de ambos países, ahora y en el futuro, con independencia
de quienes gobiernen y de qué partido sean.
El trato entre los presidentes de ambos países siempre ha sido algo normal aunque no tan frecuente. Ernesto Zedillo visitó cuatro veces a Bill Clinton. Vicente Fox se reunía con George Bush en su rancho de Texas. Felipe Calderón fue a la Casa Blanca una semana antes de que Bush entregara la presidencia, lo cual fue visto como un innecesario acto de despedida, y visitó luego dos años consecutivos a Barack Obama. Enrique Peña llegó a ir cada año a ver a Obama al final del mandato de éste. Esas visitas se antojan escasas entre mandatarios de países vecinos. El trato intergubernamental, lo sabemos, se realiza con frecuencia en niveles intermedios, pero los jefes de gobierno deberían verse más y no sólo usar el teléfono como se acostumbra desde finales del sexenio pasado y lo que va del actual.
Hay que olvidar la parafernalia del poder e ir a lo concreto
en las relaciones internacionales. Hacia allá está yendo el mundo.