Archivo por meses: mayo 2019

Corrupción y desigualdad en «países populistas»

Alguien ha intitulado a algunos de los aún vigentes Estados de bienestar, los nórdicos, de «países populistas». Lo hizo Andrés Manuel López Obrador en su conferencia del 24 de mayo pasado. Dijo que el propósito de su administración es alcanzar ese Estado de bienestar que existe en lugares, agregó, «donde son bien populistas». Parece que no pocos periodistas se lo tomaron a broma, o algo así.

En su alocución, AMLO señaló que en México hay mucha más desigualdad social que en los países nórdicos, con lo cual subrayó la diferencia estructural entre el capitalismo de aquellas naciones y el que existe en México. La concentración del ingreso es una expresión, entre otras, de esa diferencia.

En ese plano, lo que nos aleja de los países nórdicos es el Estado, como lo ha dicho Andrés Manuel, pues mientras aquéllos son redistributivos (captan el 50% del PIB), el nuestro es de ingresos ínfimos (capta menos del 15%). Sin alta recaudación relativa es imposible el Estado social, aunque ésa no basta.

Es preciso una contención de la dinámica del capitalismo basado en altas tasas de ganancia, complicada con esquemas monopólicos como los imperantes en México.

Aquí no sólo hemos sufrido el neoliberalismo como política concentradora del ingreso, promotora de la desigualdad y disolvente de las regulaciones estatales y de la economía pública, sino que casi siempre hemos tenido un Estado que se preocupa, ante todo, de garantizar altas tasas de ganancia al gran capital. El punto es que nos han llevado a un callejón en el cual, sin esos altos porcentajes de beneficio, se obstruyen las corrientes de inversión extrajera y se deprime la nacional.

Entonces, la cuestión consiste en romper con el esquema que ha llevado a que, gracias a sus bajas contribuciones y otras muchas inicuas concesiones, el gran capital invertido en México tenga iguales tasas de ganancia que las obtenidas en empresas que están ubicadas en la punta de la innovación global o en la renta del subsuelo, los hidrocarburos. Tenemos estructuras monopólicas empresariales con tasas de ganancia propias de las grandes tecnológicas mundiales, pero sin haber realizado un solo invento. La conclusión de todo eso es la precariedad del salario y la insuficiencia del gasto público.

Para encarar tal situación se necesitan varias reformas, además de las indispensables regulaciones antimonopólicas. Entre ésas se encuentran: modificar el esquema de financiamiento externo para no depender tanto de los capitales «golondrinos» y anclar la deuda externa en esquemas fijos; controlar mediante el sistema fiscal las exportaciones de capitales nacionales; promover el arraigo del capital-dinero mediante una suficiente certidumbre contributiva; controlar las remesas al exterior de las ganancias de los bancos extranjeros; desarrollar un sistema de financiamiento interno con menores tasas de interés mediante el establecimiento de un amplio sistema de garantías a cargo del Estado; disminuir las importaciones de bienes destinados al sector público y promover contratos internos de largo plazo; impulsar la innovación y la puesta en práctica de sus resultados en la industria mexicana; revolucionar la producción interna de alimentos y energéticos.

Al mismo tiempo, es indispensable aumentar la inversión pública, tanto en infraestructura como la directamente productiva, pero más allá de unos cuantos grandes proyectos.

Como algo prioritario se requiere una nueva política salarial con objetivos ciertos, precisos y claros.

Todo lo anterior se debe amarrar con un objetivo insustituible: el incremento de la tasa de crecimiento del producto.

Algunos puntos han empezado a dibujarse en los pocos meses del actual gobierno, sin embargo, Andrés Manuel subrayó que el propósito de un Estado de bienestar se puede lograr «si erradicamos la corrupción». Se sabe que, en este momento, bajo el Estado corrupto es imposible el Estado social, pero el programa anticorrupción, aunque tenga finalidades políticas propias, es un requisito de una reforma mucho mayor.

Como están las cosas en el mundo, el capitalismo como sistema va a seguir predominando ampliamente, pero un Estado de bienestar, o Estado democrático y social, no puede prescindir de reformas económicas. Es mentira que para redistribuir el ingreso primero es necesario aumentar éste. Lo que sí es cierto es que, para redistribuir mejor, será siempre necesario alcanzar altas tasas de crecimiento. Esto es algo por completo lógico. Mas una política redistributiva se dirime en el terreno de la lucha política porque los grandes acaparadores del ingreso van a defender la inmensa parte porcentual de la que ahora se apropian.

Aún más, la lucha contra la corrupción se puede quedar atorada si no sobrevienen las reformas sociales a las que se refiere el Plan Nacional de Desarrollo.

Ahora bien, dentro de este complejo panorama surge la singular pregunta de si será suficiente la eficiencia recaudatoria o va a ser preciso ajustar deducciones para ampliar la base gravable de las grandes empresas e, incluso, alzar la tasa máxima de la tabla del impuesto sobre la renta.

Los mecanismos más directos de redistribución del ingreso no son prescindibles para una reforma social que conduzca al financiamiento de salud, educación, pensiones y vivienda, así como a la cobertura de planes de infraestructura que promuevan el crecimiento económico.

El populismo nórdico, el Estado democrático y social, no es alcanzable sólo con el colapso del Estado corrupto. Nada puede suplir, por ahora, las reformas sociales. Dicho de otra forma, la lucha contra la corrupción debe inscribirse dentro de esas reformas. Esta idea es el quid del programa de la transformación de la vida política del país. El otro gran punto es el de la democracia.

AMLO: administrar o vencer la corrupción

La primera renuncia en el gabinete de López Obrador proviene de divergencias en el plano de la administración. Germán Martínez ha dicho algo al respecto. Sin embargo, al quejarse de la corrupción que corroe al IMSS, se abstuvo de presentar diagnóstico y plan de combate contra ese flagelo.

Como es de comprenderse, lo trascendente no es la separación de Germán Martínez sino el debate sobre los planes del gobierno de López Obrador para combatir la corrupción a lo largo y ancho de la administración pública. ¿Es posible alcanzar el éxito si se comienza con hacer concesiones a los circuitos de la gran corrupción? Sabemos que no se puede de un momento a otro acabar con la mordida callejera y de ventanilla, pero eso no debería poder decirse de la corrupción realizada por mafias que operan dentro y fuera del Estado.

La austeridad es un tema diferente al de la lucha contra la corrupción aunque uno y otro tienen muchas conexiones. Una administración austera no busca gastar menos sino más, pero en lo que es debido, sin derroche. La plataforma de lucha contra la corrupción no busca «ahorrar» dinero sino evitar el robo, con lo cual se preservan fondos para usarlos en otros propósitos señalados como prioritarios. Se han reducido programas y partidas de gasto puramente operativo, burocrático, pero sobre todo se han combatido sobreprecios, desviación de fondos, aviadurías, moches y grandes mordidas, amén de huachicoleos. Esto apenas empieza; así lo debemos esperar y exigir.

Si López Obrador aflojara el paso, de seguro que el nuevo gobierno fracasaría. Precios alterados de insumos, pagos en demasía, negocios con recursos públicos, concesiones amañadas, contratos a modo, peculados y muchas más formas de corrupción han formado parte del sistema político. No estamos hablando de «vicios» sino de articulaciones delincuenciales construidas dentro del poder político.

Queda por completo claro que el Estado corrupto no existe en forma aislada sino articulado a la economía y a la cultura. No debería, por tanto, combatirse sólo mediante tiros de precisión, por lo cual se está usando la denuncia pública y el desmantelamiento de estructuras legales para modificar al Estado, incluyendo políticas como las salariales y las garantías de derechos sociales.

A México, como a otros países, le ha tocado un capitalismo salvajemente neoliberal, pero al mismo tiempo una de las peores combinaciones de aquél: la corrupción como sistema. De tal suerte, la redistribución del ingreso y el establecimiento del Estado democrático y social no son factibles sin un proceso simultáneo de desarticulación del Estado corrupto.

Las cifras de condonaciones fiscales dadas a conocer por Andrés Manuel hace unos días se nos revelan como una fotografía política: véase el primer año de mandato de Peña Nieto, con más de 200 mil millones de pesos de impuestos condonados, que fueron parte del pago de financiamientos políticos ilícitos y demás apoyos para gastos electorales y para otros mecanismos de poder. Todas las aportaciones privadas se pagaban y, al mismo tiempo, en esas exacciones se creaban nuevos fondos para financiar la futura actividad política. Ésta, en México, ha sido muy cara: de una forma o de otra todo el dinero tenía que ser aportado por el Estado.

La nueva administración no podía arribar a entidades y organismos públicos con la idea de ir mejorando las cosas. Esa actitud hubiera sido un error fatal. Si se quiere transformar hay que remover el aparato administrativo anterior. Esto incluye al Seguro Social, donde desde tiempos muy remotos ha sido una tradición ocupar las delegaciones en los estados como referentes políticos de grupos y figuras del poder. Ya no se hable, por sabido, de los sobreprecios de los insumos médicos: esos sí que son «inhumanos».

Pero como es hasta cierto punto natural, cada error administrativo ha de ser magnificado por los conservadores para defender su viejo Estado corrupto. Hasta ahora, la resistencia ha sido moderada, pero quizá pronto se haga virulenta. Si el gobierno de AMLO mantiene la firmeza suficiente podrá ganar esa lucha. Pero si empezara a postergar acciones y a ceder ante los circuitos de la corrupción con sus referentes en empresas y políticos tradicionales, todo se vendría abajo. Es más, para algunos, el ritmo actual es aún lento y no va a tomar velocidad organizando insustanciales subastas de aviones y automóviles, las cuales resultan ridículas en lugar de espectaculares.

Si no se admite el freno o la tesis de la cautela, entonces es preciso empujar. Si así fuera, se podría empezar a combatir la corrupción cotidiana, la que golpea más directamente a la ciudadanía: bajar hasta el primer peldaño de la escalera, el más alejado de la cúspide del poder.

La «quiebra» de Pemex: segundo Fobaproa

Desde un punto de vista meramente formal Pemex está en quiebra porque debe más de lo que tiene. Pero bajo un análisis estrictamente económico, Pemex ha sido saqueado por los gobiernos anteriores.

Esa inmensa deuda externa de la petrolera, que asciende a más de 100 mil millones de dólares, no fue consecuencia de necesidades reales de la empresa, sino de una forma de financiamiento del gasto público improductivo, la cual, por tanto, fue inconstitucional.

Fobaproa-IPAB llegó a alcanzar 100 mil millones de dólares de deuda (un millón de millones de pesos de entonces), por lo que se puede decir que la «quiebra» de Pemex es una nueva versión, sólo que este endeudamiento público no ha sido para cubrir deudas y quebrantos de empresarios y bancos privados, sino para sufragar el gasto de operación del gobierno federal durante los cuatro sexenios anteriores. Sin embargo, ambos fraudes también tienen en común que el pueblo tendrá que pagar.

Como se sabe, el débito gubernamental debe ser destinado a inversiones que produzcan directamente un incremento en los ingresos públicos, excepto reestructuraciones o regulaciones monetarias. Esto señala la Constitución. Para eludir fácilmente este mandato, las sucesivas administraciones mantuvieron muy pesada la «carga fiscal» de Pemex, obligándolo a contratar deuda soberana. Es decir, el dinero que Pemex invertía no venía de sus propios ingresos, lo que hubiera sido natural y nada oneroso, sino de los préstamos.

Si los impuestos de Pemex hubieran sido fijados según el exacto nivel de sus necesidades de operación, mantenimiento e inversión, la empresa no hubiera tenido que contratar deuda, pero el gobierno tampoco hubiera podido financiar sus gastos de operación, los cuales fueron aumentando con enorme velocidad a partir del gobierno de Vicente Fox. En el fondo, se trataba de gasto político.

Se pasaba el dinero de una caja a otra para poder elevar el gasto no productivo mientras la inversión de Pemex se tenía que financiar con créditos en el extranjero, después de saquear todos los días a Pemex. La Ley de Ingresos disponía una cantidad fija diaria que Pemex debía entregar como anticipo del pago de sus contribuciones.

México cometió el mismo error que otros países pobres del mundo: dilapidó sus excedentes petroleros en gastos de mantenimiento político, meramente operativos, de una burocracia costosa y parasitaria, así como en subsidios, muchos de los cuales eran innecesarios. A esto hay que agregar la inmensa corrupción que llevaba ríos de dinero hacia las cuentas de gobernantes, funcionarios y contratistas.

Los sucesivos gobiernos decían que el dinero procedente del petróleo debía ser destinado a cubrir las necesidades de gasto de «todos los mexicanos…». Pero esa afirmación era una mentira. Gran parte del dinero procedente del petróleo se estaba usando en sufragar el gasto administrativo del gobierno, en lugar de usarlo en inversiones productivas, petroleras también. La tolerancia hacia la elusión y la evasión fiscal era menos problemática porque más de un tercio del presupuesto se cubría con los excedentes petroleros. En síntesis, todo fue un esquema parasitario hecho por parásitos.

En los últimos años, ante la crisis de la deuda pública y bajo la política de extinción de la empresa por quiebra total, Pemex tuvo que reducir drásticamente sus inversiones. Cayó la producción y la petrolera fue presentada como el fracaso más grande, aunque corrupción y huachicol seguían hacia arriba.

El nuevo gobierno está ahora entregando recursos frescos a Pemex, ha rebajado parte del pago de sus derechos fiscales y autorizó una reconversión de deuda. Se ha evitado más del 90% del robo de combustibles. Si Pemex continúa invirtiendo para producir más, el fisco podrá ir poco a poco regresándole lo que le debe con el fin de hacer de esa empresa una plataforma de crecimiento y desarrollo.

Al mismo tiempo, la producción de refinados es una tarea de Pemex por una razón: México no debe depender (al menos no casi totalmente como ahora ocurre), de las importaciones de gasolinas y gas porque en el momento en que hubiera problemas en el suministro, la economía del país podría paralizarse. Nadie, en serio, podría sostener que México deba seguir trayendo de fuera el 90% de las gasolinas.

El esquema elaborado por la convergencia política PRI-PAN en la «reforma energética» incluyó el plan para que compañías extranjeras trajeran las gasolinas. Pero eso no cambiaría en nada la situación. Quizá la complicara.

No existe energético más caro que el no se tiene. Así han pensado los estadunidenses desde hace años en su política de alcanzar la autosuficiencia en hidrocarburos. Ya casi lo logran, aunque deban producir petróleo y gas más caros. ¿Y México? ¿En qué es distinto en ese aspecto? Estados Unidos tiene el más poderoso ejército para ir a buscar el petróleo a donde sea, pero eso ni por asomo lo podría intentar México.

Moody´s afirma que Dos Bocas costará más de 10 mil millones de dólares y no los 8 mil calculados por el gobierno, lo cual ha de generar, dice, un boquete fiscal. Se basa en la falta de experiencia nacional en la construcción de refinerías, pero no explica dónde está la experiencia propia de esa «calificadora» de riesgos en la presupuestación de complejos petroleros. Sean 8 mil, 10 mil o más, el gobierno de México tiene que hacer lo que sea necesario, para lo cual no se requieren empresas calificadoras porque no es un asunto meramente financiero sino estratégico, un problema de Estado.

Eso nos lleva a un tema mucho más complejo: más allá de los viejos conflictos regionales históricos, la globalización no está evitando del todo nuevas contradicciones internacionales. Los desbalances del comercio han vuelto al escenario, como lo indica la «guerra» arancelaria de Estados Unidos contra China, así como otras medidas tomadas en contra de diversos países, incluido México.

Al mismo tiempo, Estados Unidos ha recrudecido su capacidad de bloqueo comercial y financiero contra aquellos países considerados como amenazas o sencillamente de gobiernos «indeseables».

Pasar de la «guerra arancelaria» a los bloqueos comerciales y financieros requiere tan sólo un paso. ¿Hasta dónde podrían llegar los conflictos dentro de la modernísima globalización? ¿De qué manera y hasta qué punto se podría descomponer la libertad mundial de comercio y circulación de capitales? En verdad no lo podemos saber, sino sólo sospechar. Por lo pronto, Dos Bocas debe ir adelante y luego averiguamos. Así se trabajan estos temas.

 

La Suprema Corte frente a las remuneraciones escandalosas

Para resolver sobre la Ley de remuneraciones de servidores públicos, la Suprema Corte tiene frente a sí un proyecto para declarar inconstitucional ese ordenamiento. Los y las ministras se encuentran de cara a la Constitución.

Para el ponente, el ministro Alberto Pérez Dayán, la ley objetada no contiene lineamientos para modular la determinación del sueldo del presidente de la República. Según él, tiene que haber una «elaboración objetiva» de la remuneración presidencial.

La Ley de remuneraciones ha sido una de las más combatidas por ser chocante a los altos funcionarios, incluyendo a los del Poder Judicial. Durante muchos años, esos servidores públicos se asignaron su propio sueldo. Llegaron a los más altos montos jamás vistos. Hoy, no combaten en realidad la ley de remuneraciones, sino el texto de la Constitución (Art. 127) que les impide ganar más que el presidente de la República porque el sueldo de éste se redujo.

El parlamento moderno empezó asumiendo el «poder de bolsa». Contener al monarca mediante la fijación de los impuestos y la autorización de los gastos. Parece, sin embargo, que ahora se quiere que los gastos corrientes tengan «parámetros» predeterminados, racionalidades técnicas preestablecidas, «métodos de cálculo» definidos. Esto quiere el ministro instructor Pérez Dayán.

Sin embargo, el sistema democrático liberal que se mantiene en el texto constitucional expone otra cosa. A la espera de una democracia directa y participativa, la vigente, enteramente formalista, indica que la política de sueldos la marca la representación popular. El poder de bolsa es exclusivo del Congreso y tiene dos partes: ingresos y egresos. Estos últimos los determina de manera exclusiva la Cámara de Diputados en el Presupuesto, el cual es anual.

Se postula que la política de sueldos la determina el electorado, al elegir a quien mejor propuesta tiene al respecto. ¡Ah!, pero Pérez Dayán quiere que las remuneraciones de los altos funcionarios sean determinadas por «parámetros» y mediante métodos «objetivos». ¿Cuáles pueden ser éstos? Si tuviéramos una difícil situación de bajos ingresos y altas deudas tendríamos que bajar los sueldos de los jefes sin pensar en «parámetros». De la misma manera, cuando el pueblo ha votado y nos ha dicho que basta de privilegios, tenemos que bajar los sueldos de esos mismos jefes por el simple dictado del electorado. Cuando es preciso aumentar el gasto social y rebajar las erogaciones operativas, meramente burocráticas, hay que reducir los sueldos de los funcionarios de alto rango para dar al presupuesto otros objetivos. Todo esto es lo que está ocurriendo.

Así funciona el sistema representativo liberal formalista. ¡Ah!, pero Pérez Dayán quiere inventar un nuevo sistema tecnocrático y obligar al Congreso a expedir una ley que diga lo contrario, es decir, que los sueldos de los jefes del aparato público se deciden mediante criterios «objetivos» y «técnicos», pero de ninguna manera políticos en el sentido más amplio y exacto del término.

Si así lo dijera al final la Suprema Corte, no podría ser de esa forma porque el país no está para admitir que el sueldo del presidente se defina mediante imposibles «razones» técnicas, lógicamente, por parte de unos tecnócratas. Es decir, aunque se declarara en la Suprema Corte la inconstitucionalidad de la ley de remuneraciones, mientras no se deroguen los artículos 75 y 127 de la Constitución, el sueldo del presidente de la República, el más alto en el Estado mexicano, seguirá siendo determinado por votación en la Cámara de Diputados, cada año, como está establecido desde que se fundó la República.

El ministro Pérez Dayán va más lejos en su intento de echar abajo la ley de remuneraciones. Como dicho ordenamiento fue expedido por la Cámara de Diputados siete años después de que se lo enviara el Senado, entonces es nulo. ¿Qué? Pues sí. Ese ministro ponente pretende hacer que la Corte declare que una ley es inconstitucional porque el Congreso se tardó demasiado en expedirla. ¡Wau! Eso nunca se había visto.

No existe precepto alguno en Constitución, ley o reglamento que prescriba la caducidad de un proyecto enviado desde una cámara a la otra. Jamás. Las normas señalan la «preclusión» de la facultad de las comisiones para dictaminar una minuta procedente de la colegisladora cuando se hubiera agotado el plazo con el propósito de poder discutirla y votarla directamente en el pleno, como se hizo en este caso, pero no existe la posibilidad de declarar desechado un proyecto enviado desde la otra cámara sin la votación de la asamblea, pero, además, para devolverlo a la de su origen. Nadie por su propia decisión puede archivar una minuta o declararla extemporánea, excepto, por lo visto, Pérez Dayán, quien de seguro debió haber leído el artículo 72 de la Constitución cuando era estudiante, pero se nota que no entendió nada.

El ministro instructor dice que la ley de remuneraciones debió haber señalado lo que ya dice la Constitución en un artículo diferente al 127, justamente el 95, en el que se prescribe que las remuneraciones de los integrantes del Poder Judicial no puede ser disminuidas durante su encargo. Pero ese precepto vigente no requiere reglamentación especial porque es de aplicación directa. Es más, se ha respetado.

Dice el ponente que la ley de remuneraciones ataca la «autonomía presupuestal» del Poder Judicial y de los órganos «autónomos». Esta afirmación es por completo contraria a la Constitución. La Carta Magna dice que los «autónomos» y poderes deben enviar, a través del Ejecutivo, su proyecto de presupuesto a la Cámara de Diputados, pero no dice que ésta debe aprobarlo como llegue. El poder de bolsa, en su vertiente de egresos, corresponde por entero sólo a los diputados y diputadas. Punto.

Lo que además hace la Cámara es determinar toda «retribución que corresponda a un empleo que esté establecido por la ley», como le ordena la Constitución. Esto incluye a los integrantes de los órganos «autónomos», preocupados, todos ellos, por mantener sus altísimos e injustificados sueldos.

La llamada «autonomía presupuestal» indica que la administración del presupuesto que le asigna la Cámara a cada ente autónomo y a los poderes Judicial y Legislativo no corresponde al Ejecutivo sino a ellos mismos, sin poder eludir la revisión de sus gastos por parte de la Auditoría Superior de la Federación de la Cámara de Diputados. Pero sólo la Cámara puede autorizar sus respectivos montos presupuestales y los sueldos de los empleos señalados en ley. Hagan lo que hagan, así seguirá siendo.

En el fondo de este largo, escabroso y lamentable litigio sobre la ley de remuneraciones se encuentra la aplicación del artículo 127 de la Constitución. Antes, cuando el presidente ganaba lo que quería, sin contar lo que robaba, no había problema alguno. Hoy, el sueldo presidencial es moderado y adecuado a un Estado empobrecido y saqueado. Sí, es políticamente adecuado.

Hay intereses evidentes en este asunto aunque también, podría pensarse, miseria moral de los altos jefes que reclaman inmensos sueldos cuando el país en el que se encumbraron quiere cambiar.

Existen también en la ponencia de Pérez Dayán otras pretensiones de inconstitucionalidad y algunas propuestas que son discutibles, pero el enfoque en su conjunto es inicuo porque propone la subversión de una parte del sistema político de la Constitución pero desde un mal uso del control constitucional que forma parte de ese mismo sistema.

La Suprema Corte de Justicia no puede dictar una sentencia de carácter aditivo, con la cual se agregue algo a una ley. Puede declarar omisiones legislativas pero no legislar directa o indirectamente.

En la situación actual, si la Corte declarara sin razón la inconstitucionalidad de la ley por «omisión legislativa» para tratar de obligar al Congreso a legislar por pedido y lograr así la elevación del sueldo del presidente de la República, la mayoría legislativa le respondería expidiendo el mismo texto vigente porque los elementos que Pérez Dayán quiere que entren en la legislación atentarían contra la facultad constitucional de la Cámara de Diputados para expedir el presupuesto de egresos e incluir ahí la política de sueldos. Eso no lo podría admitir un parlamento que está tratando de recobrar altura republicana y democrática.

La transformación que se está intentando en el país a partir de la victoria electoral del 1 de julio de 2018 no va a rodar sobre una mesa de billar. Es natural que los conservadores hagan lo que se pueda para, desde sus trincheras, combatir los elementos centrales del dictado de las urnas. La respuesta ha de ser tratar de impedírselos.

España sobre el filo de la navaja

En varios países, incluido México, se ha recibido como un alivio el triunfo del Partido Socialista (PSOE) en España. Sin embargo, de momento, lo que ha ocurrido es el fracaso de las tres derechas que se encontraban en dura disputa entre ellas por acreditar mayor aptitud reaccionaria y, luego, unirse en un nuevo gobierno.

En realidad, el PSOE, con el 28.68% de la votación útil, aunque ha sido altamente beneficiado por el sistema de reparto de escaños, no rebasa con sus 123 diputados y diputadas la suma de las tres derechas que operan a nivel de todo el Estado español (147).

La mayoría del Congreso de los Diputados es de 176. El PSOE está lejos de esta cantidad. No obstante, ese partido ha manifestado que desea un gobierno monocolor, es decir, no busca una coalición de partidos. Quiere llevar a España a una vida política que se curse sobre el filo de la navaja.

Según un análisis entre grandes conglomerados ideológicos (en los tiempos en que ya no hay ideologías sino sólo técnicas, se dice), las izquierdas suman 48.53% de los votos válidos y las derechas alcanzan el 46.85, contando a todas las formaciones con presencia parlamentaria. En escaños, de un lado hay 187 y del otro 163.

El primer problema es que el PSOE y Unidas Podemos no alcanzan la mayoría absoluta, pues suman tan solo 165 de los mencionados 176 que se requieren para lograr un gobierno en primera votación. En una segunda vuelta, se podría tener un gobierno de minoría si acaso se obtuvieran más votos a favor que en contra, con lo cual los grupos parlamentarios que se abstuvieran podrían decidirlo todo, pero la derecha, sola, no podría detener la investidura de un gobierno de izquierda.

El segundo problema consiste en saber dónde están en la izquierda esos partidos valientes que desean un gobierno inestable (PSOE en solitario) frente a una derecha convergente que tendría más escaños que los socialistas.

Caminar por el filo de la navaja querría decir que un gobierno presidido por Pedro Sánchez (PSOE), sin coalición, podría estar en minoría en cualquier coyuntura, como le ocurría al de Mariano Rajoy y al mismo Sánchez, quien no podía siquiera sacar el presupuesto.

Los peores momentos políticos de España, bajo la democracia, han sido con gobiernos minoritarios. Nunca nada bueno ha salido de ese esquema.

Pero Pedro Sánchez tiene otra tesis. Él cree que puede gobernar con astucia, administrando a un conjunto abigarrado de grupos parlamentarios que, así como pueden converger pueden romper todo pacto. Esta equivocado.  Se sobreestima a sí mismo. No es cuestión de astucia. Hay un país en juego.

El esquema de Sánchez es algo así como un cesarismo o bonapartismo, que consiste en una confrontación política sin solución propia que arroja un poder equilibrador por encima de facciones. El líder del PSOE «no sería de izquierda ni de derecha, sino todo lo contrario»: un Luis Bonaparte que pasó de presidente a emperador. España es un «reino» pero no es para tanto.

El resultado de las elecciones no favorecerá a las izquierdas en tanto subsista su separación. No sólo existe el grave problema de los españoles y españolistas frente a los nacionalismos catalán y vasco (ERC y Bildu), con quienes se podría hacer una mayoría absoluta de izquierda con 184 escaños, sino también el del programa social de izquierda.

Como el PSOE en alianza con Podemos no llegaría a la mayoría, a cada paso debería negociar con otros, pero dentro del plano de la izquierda. Las cosas serían más adversas para España cuando el PSOE, como gobierno monocolor, tuviera que negociar todo con el Partido Popular o con Ciudadanos, dos derechas en competencia para ver cual es más reaccionaria. Esto último está incluido en el nefasto plan de Pedro Sánchez.

Existe entre las bases socialistas un repudio a negociar con Ciudadanos. Quizá eso se vaya diluyendo, pero de esa forma provocaría un vuelco a la derecha en el gobierno de Pedro Sánchez, lo cual sería por completo contrario al dictado de las urnas. Lo que perdieron las derechas en las elecciones sería recuperado con los actos de gobierno de los socialistas.

En el momento en que se abriera una coyuntura, el PSOE habría de ser defenestrado sin que las otras izquierdas pudieran salvarlo. Al final de ese proceso, una nueva elección contendría el riesgo de lo que ya se vio hace poco en Andalucía: un gobierno del PP y Ciudadanos con el apoyo de Vox, el partido más franquista.

Si Podemos no puede abstenerse gratuitamente en la segunda votación para formar gobierno, el voto en contra de aquellas tres derechas (PP, Cs y Vox) sería suficiente para impedir que Pedro Sánchez fuera investido. Habría otra elección, pero luego de un fracaso del PSOE, entendido quizá como incapacidad para sortear la abigarrada composición política española.

El camino de la unidad de las izquierdas, dos de ellas dentro del gobierno y las otras pequeñas en coexistencia constructiva, tampoco es fácil pero, al menos, abriría un camino de reformas sociales y políticas en una España que está hace ya tiempo sedienta de aguas nuevas.