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1968: legado político de hoy

El movimiento estudiantil de 1968 enarboló la bandera de las libertades democráticas. Nada más, pero nada menos. Además, fue una lucha de carácter nacional y no sólo en la Ciudad de México.

El régimen del presidencialismo despótico respondió con represión y masacre. Así fue derrotado el movimiento, pero su causa sería cada vez más fuerte y brillante.

Poco a poco, algunas libertades empezaron a ser respetadas o menos atropelladas. Asociación, reunión, manifestación, expresión, prensa, adquirieron paulatinamente carta de naturalización en grandes regiones del país. Diez años después, en 1978, se produjo una reforma política que permitió a nuevas oposiciones estar presentes en la Cámara de Diputados y se les abrió un acceso a la radio y la televisión.

Sin embargo, después de 50 años, las libertades democráticas no se pueden ejercer a plenitud. Existe una agenda pendiente. La escuela mexicana es autoritaria y no forma ciudadanos en la democracia; las universidades, en su mayoría, aún tienen formas verticales de gestión; casi todos los sindicatos son antidemocráticos, lo cual impide su libertad; abundan los contratos colectivos de protección; existen centenares de presos políticos, en su mayoría por conflictos locales lo que no cambia su significado; no se ha creado todavía un fuerte sistema de radio y televisión de Estado verdaderamente plural; parte de la prensa sigue aprisionada en el sistema de la gacetilla política y el chayote; los cacicazgos no son escasos; los fraudes electorales, entre ellos la compra del voto con recursos públicos, siguen siendo un fenómeno mexicano.

No obstante lo extenso de esa agenda pendiente, es preciso atenderla ahora en el marco de la lucha por una nueva democracia participativa. Las libertades democráticas deben ser el marco general para el ejercicio de nuevos derechos: proponer, impugnar, decidir, revocar, refrendar, rechazar.

El formalismo de la democracia, una consulta cada periodo de años, es algo del siglo XIX. Aunque en México fue preciso luchar por el voto libre durante todo el siglo XX, y a pesar de que no se ha conquistado a plenitud, hay que avanzar hacia un sistema mucho más participativo.

El tema es aún más relevante a partir del 1º de julio, cuando una mayoría de votantes fijó un cambio de rumbo político. Tratar de alcanzar a plenitud solamente la democracia formalista sería postergar el núcleo del cambio democrático cuya realización ya es mandato popular. La vieja agenda pendiente debe resolverse dentro de la nueva agenda porque ésta también contiene elementos que corresponden a las últimas cinco décadas.

Se escuchan gritos, sin embargo, que arguyen, por ejemplo, el carácter técnico de toda obra pública, para implorar que jamás debe ser motivo de consulta popular. Las construcciones requieren tecnología, sin duda, pero no son eso. Debe definirse motivo, necesidad, justificación y cobertura de costos. Por ello, toda obra pública es, ante todo, una decisión política. Las controversias sobre la realización de obras, en especial cuando esas son grandes y costosas, pueden ser consultadas a la ciudadanía, tal como si tratara de leyes de trascendencia.

¿Para qué sirve la libertad de crítica si los argumentos que prevalecen en la decisión siempre son, al final, los del gobernante? Para que esa libertad funcione tiene que existir el conducto político para impugnar y decidir: la consulta popular.

En el año de 2014, la Suprema Corte de Justicia le infringió un golpe bajo al naciente sistema de participación popular directa. Bajo consigna del Ejecutivo, ese tribunal, el más alto del país, violó la Constitución mediante su negativa a la solicitada consulta sobre la reforma energética. Esto no debe volver a ocurrir.

La revocación de mandato de los cargos ejecutivos de todo el Estado debe ser un medio nuevo para resolver conflictos políticos que se presentan con frecuencia. El derecho de elegir debe ir acompañado del derecho de revocar mandatos.

Así, todo derecho formal, tradicional, debe acompañarse con otro, su complemento, que otorgue poder funcional a la gente, es decir, que construya una nueva ciudadanía afincada en la democracia.

En el siglo XXI, ese podría ser el legado político del movimiento estudiantil de 1968.

«Bonanza» o «bancarrota»: dos visiones

Andrés Manuel López Obrador ha dicho que el país se encuentra en «bancarrota». Pudo haber dicho quiebra, ruina o desastre. La respuesta no tardó en llegar por boca del secretario de Hacienda y algunos corifeos de la prensa neoliberal, quienes pintaron un paisaje de bonanza económica.

Ambos extremos no podrían concordar con absoluta exactitud con la situación, pero mantienen abierto el debate sobre de qué lado estamos más cerca, de la bonanza o del desastre.

No todo el dinero que la Federación recauda es regresado a la sociedad como pudiera esperarse. Esto se debe a que el endeudamiento de Peña-Videgaray ha sido tan alto, gravoso e inservible que obliga al gobierno a usar parte de la recaudación en solventar débito, con lo cual se desvían recursos, es decir, se gasta en otro objeto que no está en la sociedad misma. Se supone que el gobierno no debe retener o descaminar dinero sino regresarlo de otra manera a su lugar de origen. Esto último es justamente lo que no está ocurriendo con una fracción relevante del gasto público.

Un Estado que no regresa a la sociedad lo que le quita está de alguna forma en quiebra, ya que parte de sus ingresos no los destina a su propósito inherente sino a otros objetos, ajenos a la gente.

Si analizamos la caja del Estado y la manera en que éste gasta podemos ver que se está mucho más cerca de una bancarrota que de una bonanza.

En un sentido más general, el producto por habitante no ha crecido y el asunto se aprecia desastroso cuando analizamos que el salario mínimo es menor ahora que hace 30 años.

Al estudiar el estancamiento económico durante el reinado neoliberal, es necesario hacer una liga con el patrón mexicano de distribución del ingreso que es de los más regresivos del mundo. Una economía más o menos estancada que concentra el ingreso está produciendo pobreza incesantemente y, en tal virtud, contiene fuertes estructuras que reproducen el mismo estancamiento. En ese círculo vicioso ha vivido el México neoliberal.

La pobreza reporta números absolutos más altos entre cada sexenio, pero también porcentajes mayores. Existe una bancarrota social.

Hace 30 años teníamos poco menos de un tercio de la juventud en las aulas; hoy tenemos casi el mismo porcentaje, mientras países que se encontraban igual que México ya sobrepasan el 60 por ciento de matricula universitaria.

Existen también elementos que no son directamente económicos o que no se observan en el PIB ni en los índices de distribución del ingreso, aunque ahí están también, como es la delincuencia organizada, la acumulación de dinero ilícito y otros, aún más lesivos, como el incremento incesante del número de homicidios dolosos, feminicidios, extorsiones, violaciones y otras conductas ilícitas cuyos números son agobiantes cuando se analizan en términos absolutos como en relativos.

Es verdad que hace 30 años había un Estado corrupto, mas el hecho de que lo siga habiendo no significa estar igual sino peor, ya que se suponía que las alternancias electorales iban a empezar a resolver ese gigantesco problema pero, en la realidad, lo profundizaron. Esto también es una bancarrota, pero ya no sólo económica sino también moral.

El PRIAN fue un régimen que dejó incólume lo más inicuo del sistema de partido absoluto y, al mismo tiempo, aumentó la adoración de las recetas neoliberales y de la concentración de riqueza e ingreso. Tenemos hoy una sociedad más estratificada y más injusta.

Si analizamos la situación en la que se encuentran los grandes conglomerados capitalistas, entonces sí que vivimos en bonanza.

Es cuestión de precisar desde dónde se observa la realidad.

UNAM: el gobierno nunca informa… tampoco ahora

La represión frente a la Torre de Rectoría es un hecho grave que debería ser motivo de sendos informes, tanto del gobierno federal, por tratarse de una institución nacional, como del gobierno capitalino, por haber ocurrido en la Ciudad de México.

Como fue un acto represivo contra el ejercicio de los derechos humanos de reunión, petición y manifestación de las ideas, perpetrado por un grupo de individuos organizados, presumiblemente una banda, aunque no fuera ésta de carácter gubernamental, es preciso saberlo todo al respecto. Es lo mínimo que debería reclamar la sociedad y, también, la misma Universidad.

Las autoridades han dicho que el Ministerio Público averigua. Mientras, un alud de exigencias se dirigen a pedir castigo para los responsables. Ya se sabe que el procurador debe intervenir, pues se han cometido delitos, lo cual implica investigaciones penales. No hace falta exigirlo.

El gobierno federal y, por lamentable extensión, el de la capital, nunca informan, son omisos en su deber de exponer y explicar lo ocurrido. Lo más que se ha atrevido a decir el jefe de gobierno de la capital es que los represores de la Rectoría llegaron en varios vehículos desde el Estado de México. El secretario de Gobernación no ha podido pronunciar ni palabra, parece que para él no hay materia; sencillamente, no gobierna.

Así como jamás nos informaron de lo ocurrido en Tlatlaya ni de los violentos sucesos de Nochixtlán, para recordar sólo dos desgarradores hechos sangrientos, tampoco nos hablan de lo que acaba de ocurrir en la Ciudad Universitaria, aunque ahí no hubieran intervenido fuerzas castrenses o policiales. ¿Para qué sirven los servicios de «inteligencia»? ¿A qué se dedican los observadores, halcones, palomas, orejas, mirones, chivatos, que por centenares tienen a su servicio el gobierno federal y el capitalino?

Es probable que los gobernantes de ambos niveles sí tengan informaciones que no quieran integrar en una versión concreta y pública. Pero es inadmisible que no se explique la naturaleza y propósitos del grupo agresor cuando el mismo rector ha expulsado de la UNAM a varios de sus probables integrantes. Por cierto, el doctor Enrique Graue se equivoca al dar a conocer los nombres de los alumnos sancionados, ya que éstos se encuentran bajo presunción de inocencia, tienen recurso para apelar la expulsión y no deberían ser estigmatizados. La Universidad debe ser la primera en respetar derechos por más que su rector tenga prisa de enviar un mensaje de severidad o algo por el estilo. No se pueden defender derechos de unos violando los de otros.

Aquí lo que importa no son los nombres de los expulsados, sino el conocimiento del entramado organizativo de los represores, sus actividades y propósitos. Tenemos derecho a saberlo todo al respecto. Luego, el Ministerio Público tendría que hacer su trabajo en relación con las personas.

Tampoco se ha explicado porqué en el momento de la agresión en la Torre de Rectoría, ninguna autoridad hizo algo para repelerla. ¿Cualquier cosa puede ocurrir bajo las barbas del rector sin que existan vigilantes o personal de resguardo y vigilancia para intervenir o, tal vez, llamar a algún cuerpo policial? Lo más que hicieron fue solicitar servicios médicos de urgencia. Esta realidad no se va a superar con la sola «suspensión» del encargado de la vigilancia de la UNAM sin dar las explicaciones del caso.

La autonomía universitaria obliga a la autoridad a llamar a la fuerza pública cuando estudiantes o profesores están siendo agredidos o reprimidos en una situación en la que el resguardo interno se muestra impotente, tal como ocurrió el pasado 3 de septiembre.

Lo que está sucediendo, con la entusiasta participación de la prensa, es una lluvia de especulaciones frente a las cuales ambos gobiernos guardan silencio porque decir algo concreto les obligaría a contarnos una historia que tal vez no desean que se conozcan o porque, de plano, la desconocen. En ambos casos estaríamos frente a autoridades incompetentes, ya fuera por acción o por omisión.

En este marco, está surgiendo lo que podría llegar a ser un movimiento estudiantil reivindicativo sobre el tema de la inseguridad y algunos otros puntos de carácter académico-administrativo, cuya atención ha estado postergada por demasiado tiempo.

La Universidad acusa un retraso en materia de democracia. Mientras en el país se han producido cambios, aunque a tropezones, el sistema de gobierno universitario sigue igual que hace 73 años. La democracia ha sido negada con el argumento de que la derecha es mayoritaria, pero, ¿y eso qué?

Por lo pronto, no sería menos importante que el estudiantado y los académicos exigieran al gobierno federal y al capitalino sendos informes, deber elemental de toda autoridad.