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¿Gobierno de coalición?

 

El gran cambio de régimen político que ofrece el candidato del PAN-PRD, el frentista Ricardo Anaya, es la creación de un gobierno de coalición, «por primera vez en la historia», etcétera. Para ello, le pide al Congreso que emita una ley secundaria del precepto constitucional que permite al presidente de la República, si acaso lo desea, formar el tan mentado gobierno de coalición.

Esto requiere un análisis, mucho más allá de un eslogan de campaña electoral con el cual se manejan el PAN y el PRI en su alianza.

El gobierno de coalición no puede existir como tal, en verdad, si no se le dota de facultades, las cuales no pueden ser sino constitucionales, pues una ley reglamentaria no podría organizar dicho gobierno por encima de las atribuciones y deberes que actualmente se le otorgan a una persona, en la cual se deposita el Poder Ejecutivo de Unión. Es decir, si no se forma un concejo de gobierno, gabinete o cualquier otro organismo por mandato constitucional, con facultades bien determinadas, el gobierno seguirá siendo unipersonal, o sea, a cargo del presidente o presidenta de la República.

La introducción en la Carta Magna de la figura de «gobierno de coalición» es para decorar en la medida en que es potestativa del Ejecutivo unipersonal y también es funcional al mismo. Según el actual artículo 89, fracción XVII, de la Carta Magna, luego que el presidente de la República decida formar un gobierno de coalición, envía al Congreso un programa y una lista de secretarios de Estado –excepto de las fuerzas armadas– para ser ratificados. Forma un gobierno, sí, pero no un ente colegiado con facultades, pues el Poder Ejecutivo seguirá siendo el Presidente solo.

Contra la actual falsificación de un gobierno de coalición, existe una iniciativa de reforma constitucional para crear el Concejo de Gobierno, integrado por los secretarios de Estado y presidido por el propio Presidente de la República. Tales secretarios serían ratificados por el Congreso a propuesta del mismo Presidente, pero con una gran diferencia: dicho Concejo tendría facultades constitucionales como órgano colegiado. Así, el gobierno, fuera o no de coalición, sería un concejo que aprobaría los reglamentos, las iniciativas de ley del Ejecutivo, el proyecto de presupuesto de egresos, la cuenta pública, la promulgación de las leyes y decretos del Congreso y, en consecuencia, las observaciones que se presentaren sobre los mismos, las controversias constitucionales ante la Suprema Corte y los decretos del Ejecutivo.

¿De dónde saldrían estas facultades asignadas a un concejo y ya no a una sola persona? De la vieja institución, de origen monárquico y retomado por las repúblicas, que se llama refrendo. Actualmente, ninguna orden del Presidente debe ser obedecida si no va también firmada por el secretario del ramo correspondiente. Este refrendo tiene como propósitos dos instrumentos típicos del presidencialismo: que haya otra persona que se cerciore de la legalidad y ecuanimidad de la orden o, de lo contrario, que haga ver la posible violación o inconveniencia; y que haya un responsable de la orden emitida, lo cual implica que el secretario pueda ser sometido a juicio político por el Congreso.

Con una reforma de fondo, ese refrendo sería puesto en manos de todo un concejo de gobierno, pero expandido a las iniciativas de ley o decreto y a las devoluciones de los decretos al Legislativo.

De lo que está hablando el panista Ricardo Anaya no es de un gobierno de coalición sino de un ilusorio acuerdo con el PRD para que Miguel Ángel Mancera sea secretario de Gobernación y «jefe» del pretendido gabinete de coalición. En la realidad, si Anaya llegara a ser presidente de la República haría lo que quisiera con el Poder Ejecutivo porque la mención del gobierno de coalición en la actual Constitución no le quita ninguna de sus facultades al llamado titular del Ejecutivo.

Ricardo Anaya y sus cómplices del PRD no están planteando la creación de un concejo de gobierno con facultades constitucionales, sino quieren una absurda ley reglamentaria que no podría crear dicho concejo o, si lo creara, éste no podría tener facultades. Así de simple.

Es por este motivo que el pronunciamiento de Anaya sobre la necesidad de esa tal ley no es más que propaganda electoral para dar cobertura a su plan político de gobernar con el PRD hasta que él mismo así lo desee, si acaso accediera al Poder Ejecutivo como titular del mismo.

Para todos está claro que Ricardo Anaya es libre de decir cualquier mentira, completa o parcial, hacer eslogans exclusivamente propagandísticos, tratar de engañar a la gente con la gran idea de conformar «por primera vez» un gobierno de coalición y acabar con la Presidencia personal que tanto daño ha hecho al país, y bla, bla, bla. Pero el problema es que Anaya está tratando de presentarse como lo que no es, dicho así, como un partidario del sistema parlamentario que en su vida lo ha pensado, ya no digamos propuesto sino ni siquiera entendido.

Se puede hoy hacer un gobierno de coalición pero no sería más que la suma de los secretarios y la misma decisión unipersonal del Presidente de la República, según el molde constitucional original porque el artículo 89, fracción XVII, de la Constitución, que ahora habla de un gobierno de coalición, no limita las facultades presidenciales, ni siquiera en lo del nombramiento de secretarios que deben tener sanción del Senado, porque si éste no los ratifica en dos ocasiones, entonces el Presidente hace la designación libremente. O sea, ¿cuál coalición de gobierno? ¿De qué sanción parlamentaria están hablando?

De engañifas ya estamos hartos. Es cierto que el presidencialismo no ha demostrado ser, en muchas décadas, la mejor forma del Ejecutivo y que el país debe adentrarse en un sistema parlamentario de gobierno. Pero que no nos venga ahora el líder del PAN, Ricardo Anaya, a tratar de regalarnos la falsa idea de que él es el demócrata de la película.

Han existido presidencias unipersonales democráticas (más o menos). Pongo dos ejemplos: Roosevelt, en Estados Unidos, y Cárdenas, en México. Han existido también dictaduras bajo el sistema parlamentario. Así que, aunque el presidencialismo ha traído consecuencias pésimas, el camino hacia una democracia parlamentaria debe ser abierto, con verdad, sin falsificaciones. Ricardo Anaya es un falsificador que se ha colgado de una reforma constitucional, también mentirosa porque es de oropel, promovida por el priista Manlio Fabio Beltrones.

Para caminar hacia un nuevo régimen político es indispensable acabar con la gran convergencia de los últimos casi 30 años entre el PRI y el PAN, quienes han hecho juntos todo lo más importante. El bipartidismo mexicano no es orgánico sino exclusivamente estratégico. Lo hemos vivido alrededor de presidencias más o menos autoritarias pero con la misma política: Salinas, Zedillo, Fox, Calderón, Peña Nieto. Veamos retrospectivamente al país y encontraremos una línea de continuidad, como si hubiera gobernado un mismo partido. ¿No es así…, honradamente?

Amenaza de recesión

La amenaza de recesión siempre ha sido un espantajo de las derechas para detener los avances de las izquierdas. Se postula que las transiciones políticas hacia los partidos que son críticos del modelo económico imperante, en específico, el neoliberalismo, generan tal desconfianza que empresas e inversionistas se retraen.

En esta temporada seguiremos viendo declaraciones de funcionarios de instituciones financieras privadas, las cuales formarán parte de la campaña electoral. Ninguna de esas negociaciones dirá claramente que apoya a tal o cual candidato, pero todas van a ubicar a Andrés Manuel López Obrador como irruptor de la actual política económica y, por tanto, promotor de la recesión y el desastre: un peligro.

En esta semana han destacado un par de declaraciones reproducidas por varios medios. En una de ellas, de Casa de Bolsa Finamex, Guillermo Aboumrad alerta que el triunfo de Morena podría retraer la inversión privada y provocar recesión. En la otra, de BBVA, Juan Ruiz nos habla desde Madrid de los «riesgos» mexicanos: elecciones y TLC. En cuanto a la contienda, este economista bancario dice que le preocupa «en términos de crecimiento potencial» la suerte de la reforma energética», es decir, «la liberación del sector y las subastas de los campos petrolíferos».

En 1982-1983, en que no hubo cambio de partido en el gobierno, vivimos una crisis profunda. En 1994-1996 se produjo otra fuerte recesión bajo el mismo esquema PRI-PRI, cuando Ernesto Zedillo sustituyó a Carlos Salinas. El país vivió entonces una caída brutal de la economía que, además, le costó, sólo por concepto de rescate de la banca (Fobaproa), 100 mil millones de dólares, de los que todavía se debe la mayor parte y se pagan los intereses por la vía del Presupuesto. Hubo inflación escandalosa, marcada disminución de los salarios reales, quiebra de numerosas empresas y monstruosas tasas de interés activas.

En relación con las inversiones petroleras, habría que decir que la participación de capitales extranjeros no está del todo definida y que no se sabe de qué tamaño será durante el presente año. Lo que sí se sabe es que, desafortunadamente, el Estado se ha replegado en este sector y, por tanto, la economía sufre.

La disminución del crecimiento anual de la inversión extranjera es consecuencia de tendencias recesivas. Por tanto, la participación foránea en las industrias de energía no va a sustituir la baja de reinversiones de empresas trasnacionales en México. Lo que ha salvado la situación, hasta cierto punto, son los posibles aumentos en las exportaciones manufactureras hacia Estados Unidos.

El incremento de la deuda no pudo ser atemperado con las subidas de la recaudación porque el gasto político y otros despilfarros del gobierno han alcanzado niveles inmanejables para cualquier administración responsable y porque el crecimiento esperado de la economía no llegó jamás. Ahora ya tenemos superávit primario, el cual es recesivo.

La inflación aumentó en 2017 por culpa del gobierno (Peña-Videgaray-Meade). Con la idea de que es preciso cobrar impuesto porcentual (IVA) más impuesto de tasa flexible (IEPS) a las gasolinas y que debe subir el precio del gas doméstico, debido a la depreciación del peso y el aumento del petróleo, se ha impactado severamente una economía que a duras penas venía amortiguando diversos eventos desfavorables. Todo, para satisfacer el dogma neoliberal de que el Estado tiene que forzar la concurrencia energética aunque ésta implique el mayor costo y se entreguen riquezas nacionales. Ahora, en estos días, cuando bajan el dólar y la cotización del crudo, los precios de las gasolinas y el gas no disminuyen o siguen creciendo.

El salario mínimo para 2017 aumentó más que otros años pero la inflación se duplicó, de tal manera que el deterioro salarial no se detuvo. Lo mismo puede decirse respecto de los salarios contractuales fijados a través del macabro sistema político de topes. José Antonio Meade, según ha dicho, no quiere control de precios en ninguna mercancía, excepto en esa especial mercancía que es la fuerza de trabajo y cuyo precio es el salario. Eso se llama desvergüenza.

Seguir deprimiendo el mercado interno es el camino de la continuidad desastrosa en la que ha vivido el país durante 30 años. ¿Esa es la política que se quiere conservar para lograr una estabilidad que «promueva» la inversión? Sí, es esa misma.

Es falso que el gobierno mexicano se encuentre preparado si Donald Trump decide iniciar un proceso de denuncia del TLCAN. Ningún gobierno podría prepararse para eso en un año. Pero menos cuando Peña y demás gobernantes se dedican a decir que las cosas pueden ir bien. No, no irán bien de ninguna manera. Si hubiera un acuerdo, de todas formas se erosionaría el superávit comercial mexicano con Estados Unidos. Además, ¿quién ha dicho que lo mejor para un país es tener un abultado superávit comercial? El problema de México consiste en que es demasiado deficitario con el resto del mundo.

El país tampoco está preparado para una corrida financiera si acaso ésta se produjera como consecuencia de la existencia de inmensos capitales que anidan en el mercado mexicano de capital-dinero. Y no lo está (ni siquiera con el compromiso de solvencia del FMI) porque el grado de volatilidad es demasiado costoso: el sistema de financiamiento del país se encuentra en crisis. Eso es lo que no se quiere reconocer porque no se desea cambiar nada.

El sistema de pensiones basado en las Afores ya tronó, absolutamente. La pensión casi nunca será superior al 30% del último salario y la mayoría no alcanzará ni el salario mínimo: tendrá que haber subsidio público. Sin embargo, el gobierno calla para defender al más canallesco negocio financiero, establecido por ley, pero no social, sino neoliberal. Dentro de tres años vendrá la explosión.

Que le pregunten a Peña, Videgaray o Meade, qué modificaciones deben hacerse a la política económica, luego de lo cual los verán respondiendo con evasivas o, de plano, cambiando de tema.

Mas los funcionarios de las empresas financieras no le preguntan nada al gobierno. Están felices con la actual política. Tienen las mayores tasas de ganancia en el escenario internacional. Es de entenderse que si nadie gana tanto como ellos, quieren que nada cambie.

El problema, sin embargo, es saber si la gente común y corriente desea cambios para buscar otros senderos. Por lo pronto, hay que rechazar los espantajos.

¡Ahí vienen los rusos!

 

Hace una semana (12.01.18) escribíamos sobre la guerra sucia electoral que está emprendiendo el gobierno con el propósito de ubicar a José Antonio Meade en lo alto de la contienda. Pero no calculábamos que, al caer en lo ridículo, sólo se nos muestra el alto grado de nerviosismo existente en el cenáculo político más elevado del país: Los Pinos.

Esto se revela con la reciente afirmación del oscuro personaje, varias veces transexenio y transpartido, que ha tomado el micrófono en el cuartel del aspirante priista: Javier Lozano.

La vieja frase «¡Ahí vienen los rusos!» está de regreso mediante las exclamaciones con las cuales se ha inaugurado la nueva vocería de prensa de Meade-Nuño-Videgaray. Es un concepto de la guerra fría que ha sido puesto en el escenario a propósito de las revelaciones de la CIA sobre intervenciones rusas a través de Internet y con el incesante activismo político de la prensa que mueve el Kremlin.

El rumor sobre el interés que pudiera tener la gente de Vladimir Putin en las próximas elecciones mexicanas ha llegado de un diario estadunidense pero no se han presentado indicios concretos. El gobierno mexicano, oficialmente, no podría hablar del punto sin presentar protesta documentada por vía diplomática a Rusia, por lo cual no tenemos ningún elemento.

Sin embargo, el vocero de Meade se toma la libertad de señalar a López Obrador y, haciéndose el chistoso, le llama Manuelovich, como supuesta demostración de las conexiones del líder de Morena con Moscú, para ver la posibilidad de contagiar con el ridículo apodo a algunos medios de comunicación afectos al oficialismo militante. Además, Lozano habla del modus operandi de los rusos, como si él conociera algo del tema.

Lo peor del lance de la casa de campaña del aspirante priista es que lo dicho por Lozano es responsabilidad de Meade en persona, por lo que lleva las miradas hacia él. El candidato del oficialismo tendrá que compartir la burla general de la peregrina afirmación sobre los rusos en las elecciones mexicanas.

Así, Meade no tiene ahora sólo uno sino dos brabucones de barrio. No fue suficiente Ochoa Reza, confeso beneficiario de numerosas concesiones de taxis y arrendador de los mismos, sino que ahora acude a otro golpeador, quizá peor por su larga experiencia en el oficio.

El grado de desesperación generada por una candidatura que no prende en el ánimo popular, podría ir mucho más lejos que las ridiculeces sobre la amenaza rusa. Podríamos tener pronto, a cargo de Lozano, cualquier acusación de robo, fraude, asalto, violación sexual o lo que fuera, para alimentar desconfianzas sobre López Obrador. Podríamos tener falsos testigos en los medios de comunicación para sostener calumnias, aunque los dichos fueran groseramente insostenibles.

La sola presencia de Javier Lozano como vocero ensucia la actuación de José Antonio Meade, pero el problema mayor es que a éste no le importa, pues, al parecer, aprecia los servicios de un individuo carente de todo principio ético, con tal de elevar su propia capacidad de calumnia (se le dice debate) frente a López Obrador.

Como es fácil entender, por desgracia el problema no es sólo del PRI sino de las condiciones en las que se desenvuelve la lucha política en el país.

A partir del incidente de Lozano sobre el tema de los rusos, los medios de comunicación, en la medida de lo posible, deberían asumir una actitud de prevención al lector u oyente sobre toda calumnia o afirmación inicua y sin elementos de prueba que lance el nuevo vocero de Meade contra otros candidatos, con exclusión de los inevitables insultos personales, los cuales suelen caer por sí solos.

Esa actitud sería un aporte efectivo al mejoramiento del clima político en medio de una campaña electoral, cuyo desenlace de seguro dejará una impronta que no podrá ser soslayada.

La fealdad de la campaña electoral

Lo deslucido de una campaña electoral es la falta de discusión, el derroche de ataques personales y la simulación. Eso ya está en la actual contienda por la Presidencia de la República.

Mas lo feo es la operación política sucia, la maniobra ilegal, la utilización de recursos públicos, la propaganda de mentiras y calumnias, la compra de votos, la cooptación de las instituciones electorales, la presión sobre los medios de difusión, el uso de paleros y provocadores, la intimidación, la agresión. Todo eso también lo tenemos en el México de nuestros días.

Lo deslucido puede ser producto de una burocracia del Estado detenida en el tiempo, pues los políticos mexicanos por lo regular tratan de ser, como antes, maniobreros geniales que operan a la sombra del poder. La falta de debate público no es algo nuevo, sino mala costumbre producto de una democracia formal deficiente.

Pero lo feo es expresión del Estado corrupto mexicano: el uso del poder para perseguir y derrotar a los adversarios políticos, la falta de verdaderos controles sobre los recursos públicos y la ausencia de moralidad republicana de los gobernantes.

Lo feo es la respuesta del poder político y del poder económico ante un fenómeno que tiene dos aspectos principales: el descrédito del gobierno hasta niveles inauditos, incluyendo su fracaso al presentar un falso candidato ciudadano, y la presencia de un aspirante, puntero en las encuestas de opinión, que por tercera vez intenta crear un gobierno de ruptura política.

En casi cualquier otro país, las dificultades del gobierno serían parte de la normalidad y los poderes actuarían bajo las reglas del juego político, es decir, de la competencia. En México no es así. Lo que existe en este momento es una conspiración, de la que toman parte el gobierno federal y ciertos multimillonarios, para tratar de detener a Andrés Manuel López Obrador con métodos ilegales e ilegítimos.

Las cosas están tan claras que bien podría darse por sentado que la campaña de mentiras, calumnias y difamaciones, al dirigirse contra un candidato y un partido, en realidad es una acometida política contra la ciudadanía.

El momento es de campaña electoral aunque el país se encuentra en un periodo en el que los partidos van a tomar sus decisiones formales. No obstante, ya se puede observar el contenido de los embates conservadores.

Es síntoma de descomposición llegar al punto de pagar pintas en Venezuela para que sean noticia en México, en la línea de convencer con artificio que López Obrador forma parte del esquema en el que se encontraría el gobierno de Nicolás Maduro. La asociación que se busca con Venezuela no resulta nueva sino polvo de viejos lodos de Felipe Calderón, el cual empezó con esa campaña que no ha cesado, sino que la toma el PRI.

No se trata sólo de hacer propaganda de falsos vínculos y asignar al líder de Morena puntos programáticos que evidentemente no sostiene, sino crear la idea de que López Obrador llevaría al país al desastre si llegara a la Presidencia. En ese esfuerzo se propagan ideas supuestamente técnicas sobre posibles respuestas dañinas de los mercados financieros ante un cambio político en la conducción del país.

Al estar ubicado el PRI como el partido más repudiado, es ya perceptible que el plan de propaganda del gobierno se dirige también a inducir miedo y desasosiego entre franjas libres del electorado para fomentar la abstención electoral.

El aspecto más irruptor será la compra masiva de votos. Sabemos que el gobierno federal y varios de carácter local tienen tomada la decisión y poseen la capacidad de coaccionar a votantes mediante dinero y bienes. En un marco de cerrada y confusa competencia, la compra de sufragios podría ser determinante. En esto entrarían ciertos empresarios muy adinerados, los cuales ya han hecho contribuciones ilegales, con el propósito de contribuir a las labores de coacción del voto de la ciudadanía.

Además de todo lo anterior, está lo que ya hemos visto en las dos últimas elecciones presidenciales: el partido ubicado en el tercer puesto de las encuestas cambia de rumbo y apoya subrepticiamente al PRI (2012) o, antes (2006), al PAN.

El llamado PRIAN es un mecanismo de bipartidismo que, desde 1988, opera cuando hay que defender políticas decisivas o intereses importantes. Mas su existencia y funcionamiento se basan en una aparente lucha política permanente entre esos dos partidos, el PRI y el PAN. Llegado el momento, probablemente le tocaría otra vez al PAN, arrastrando ahora al PRD, apoyar soterradamente al candidato priista.

Lo feo podría ponerse más feo. Esta es la aspiración de José Antonio Meade y de su padrino, Enrique Peña Nieto, quienes, por lo visto, no están dispuestos a acatar así nomás las reglas de la contienda política.

Gasolinazos: ¿oferta y demanda o mentiras repetidas?

 

Se dice que desde hace un año los precios de las gasolinas están determinados por la oferta y la demanda, más aún cuando desde el 30 de noviembre de 2017 tales precios ya son «libres». En realidad esa afirmación es un engaño. Esos precios están controlados por el gobierno a través de un gravamen móvil, según el cual, cuando suben o bajan «demasiado», la autoridad hacendaria puede modificar cada mes la tasa del IEPS (Impuesto Especial sobre Producción y Servicios), sin consultar con el Congreso.

El punto que el gobierno defiende es dejar que las gasolinas suban de precio para que el gobierno alcance unos ingresos complementarios, aunque lleguen a estar más caras que en los otros lados de nuestras fronteras, tal como está ocurriendo. El sistema fiscal se convierte así en factor directo de encarecimiento, lo cual resulta al final más oneroso que cobrar unas tasas fijas y moderadas.

Veamos. El gobierno genera primero un subsidio virtual a través de una alta tasa impositiva que no se recauda efectivamente en su totalidad. Luego, denuncia la existencia de 200 mil millones de pesos anuales de dicho subsidio, suficientes para sufragar anualmente 20 universidades públicas, las cuales, sin embargo, siguen sin existir. En consecuencia y para aumentar por esa vía los ingresos («no se aumentarán impuestos», ha dicho la actual administración), se eleva la tasa real de IEPS y se cobra de manera regulada, en prevención de un disparo en los precios internos con motivo de la participación de las compañías importadoras y distribuidoras de gasolinas que están arribando al país.

Pero, ¿para qué querría México tener unas empresas privadas de gasolina? La respuesta es simple aunque contradictoria. El país ha tenido el crudo y ha podido producir los refinados, sin embargo, la reforma energética tiene como propósito rematar la riqueza nacional de hidrocarburos y, también, dejar de producir gasolinas con el argumento de que así serán más baratas y sin «subsidios». El problema es que México no se va a beneficiar en el balance final sino que serán las empresas privadas, en su mayoría extranjeras, las cuales importarán el combustible. Todo esto no es más que un negocio promovido y protegido.

La reforma energética es también una derivación del dogma que sostiene que el Estado no debe hacerse cargo de la producción ni de la distribución de bienes y servicios. Por tanto, en la concepción del neoliberalismo en boga desde hace 30 años, la existencia de Pemex y la CFE habría sido un error histórico.

El resultado de la privatización no es sólo lograr que la oferta y la demanda se conviertan en cobertura de un emporio abigarrado de intereses particulares, sino que todo control de precios se efectúe en el marco de negocios privados, pero exclusivamente por cuenta de ingresos públicos. Es lo de siempre, las ganancias se privatizan, las pérdidas se socializan. Ahora tenemos tasas impositivas indexadas a las utilidades de unas cuantas empresas.

Además, el país deja de desarrollar su propia ingeniería para resolver problemas que van a seguir presentes durante varias décadas. Por desgracia, las gasolinas no serán sustituidas del todo dentro de diez o veinte años y, cuando por fin ocurra, la petroquímica seguirá siendo una de las bases industriales de cualquier país.

La oferta y demanda «internacional» no es lo que opera para la fijación de los precios internos de las gasolinas sino el nivel del IEPS petrolero, es decir, tenemos que, en los hechos, un duplicado gravamen al consumo se ha convertido en un renglón privilegiado de ingresos públicos.

Algo peor ha ocurrido con la súbita revolución del precio del gas doméstico, bajo la «desrregulación» del gobierno, pues su monstruoso aumento golpea en forma fuerte y súbita la economía de las familias pobres. Mejor sería abaratar ese gas produciendo más dentro del país.

Ahora bien, la inflación está entrando en una espiral por dos factores directos y un resultado esperado. El primero es la política de aumento de precios de bienes y servicios del sector público, la cual no se quiere revisar. El segundo consiste en que en el pasado reciente se incrementó la deuda pública por encima de la capacidad de pago, debido a que la economía creció muy poco; ahora viene la resaca que consiste en el superávit primario que le quita recursos a lo importante para lanzarlos a la esfera de la especulación financiera, es decir, sin que sean devueltos a la sociedad.

El resultado esperado consistió en la depreciación del peso con la consecuente subida de la tasa de interés como medio para prevenir la exportación de capital-dinero. No obstante, el aumento del rédito opera a favor de la inflación y, con ello, se volatiliza uno de los efectos deseados del aumento original de la tasa de interés que consiste en estabilizar el peso. Como la depreciación de la moneda está casi siempre a la puerta y, de la mano, el rédito se ha triplicado, entonces muchos precios tienden con frecuencia a subir.

En conclusión, al margen de las inicuas mentiras neoliberales, hay que cambiar la política económica, fortalecer la inversión productiva, aumentar los ingresos bajos, producir en suficiencia alimentos básicos, controlar bien los precios al público de los hidrocarburos, asumir la conducción e impulso del sector de la energía, modificar el sistema de financiamiento del Estado, administrar mejor y dejar de despilfarrar ingresos públicos, reimpulsar la política social y promover desde el Estado el crecimiento de la economía.

No sería la gran cosa, pero todo eso ya es una urgencia nacional.

2017: supremacía de Estados Unidos

En el mundo, lo más relevante del año que termina (2017) ha sido la presidencia de Donald Trump. Al provenir de una elección en que la mayoría de los votantes apoyó a la otra candidata, cualquiera hubiera pensado que el nuevo presidente buscaría un acercamiento con el Partido Demócrata.

Las cosas han ido, sin embargo, como Trump las había anunciado cuando era candidato. No se podría decir que el millonario gobernante está defraudando a sus electores. El punto es que ésos eran y siguen siendo menos que los demás. Sí, se trata, como en otras ocasiones en la historia, de una política minoritaria hecha gobierno. En términos de la vigente democracia formal, hay un gobierno de la minoría, el cual es permitido, con necedad, por el vetusto sistema electoral.

Donald Trump es tan neoliberal como su nuevo partido, el Republicano (casi siempre de la mano del Demócrata), pero tiene abierta una guerra sin cuartel contra los medios de comunicación de tradición liberal, lo cual no es en realidad una cosa demasiado sensacional. Las formas han cambiado, pero todo sigue aproximadamente igual.

El problema que sí es muy grave es el trato de Trump a los carentes de papeles migratorios, los «demás, los «otros», los que, además, no son «blancos, anglosajones y protestantes». El racismo de Trump es tan odioso como el de cualquiera, pero, en varios sentidos, es una regresión por la manera en que se frasea, aunque las deportaciones de mexicanos y mexicanas no se hayan incrementado, hasta ahora, luego de que Barak Obama las elevara durante casi todos sus ochos años en la Casa Blanca.

El programa de Trump es supremacista. No se trata de nada nuevo sino por la forma de plantearlo. Antes, con excepción de la expoliación territorial de México y sus guerras en el Caribe, Estados Unidos buscaba su propia supremacía con aliados, encontrando causas que eran compartidas por otros gobiernos, al menos en parte, con «reparto de beneficios». Ahora, Trump pretende pasar por encima de cualquier sistema de alianzas con tal de dejar sentada su posición y emprender sus planes. Quizá esto sea debido a la decadencia del imperialismo de la segunda posguerra.

Ha sido singular la muy reciente amenaza de la Casa Blanca, dirigida a gobiernos que pensaban votar en la ONU a favor de la condena contra Estados Unidos por violar la ley internacional sobre Jerusalén, pero no tanto por su contenido sino por la manera de hacerlo. Lo peor del lance es que hubo varios países que, habiendo asumido tradicionalmente la posición común sobre ese tema, se abstuvieron por simple miedo a Donald Trump. El más distinguido ha sido México, que ahora se encuentra en negociaciones comerciales con el Norte, el cual obedeció vergonzosamente a su vecino.

Tratar de completar el muro fronterizo con México, mantener el bloqueo contra Cuba, seguir con el intervencionismo político a través de la OEA, ver como repúblicas bananeras a las centroamericanas, dar la espalda al diálogo con Palestina, entre otras continuidades de Trump, no son nuevas, pero la forma en que se expresan provoca una muy especial repulsa.

En cierta forma podría decirse que Trump no es demasiado distinto a sus antecesores, pero es más directo y majadero.

El mundo está más azorado con Trump por su estilo que por sus actos concretos. No ha invadido aún ningún país, según la tradición republicana. No ha bloqueado, no ha embargado, no ha desconocido gobiernos, todavía. Ha bombardeado algo menos que Obama, Premio Nobel de la Paz.

¿Qué clase de supremacía es la que busca Trump con su lema de Primero Estados Unidos? En su óptica, lo que se debe hacer es dejar de «ceder» ante el resto del mundo. No se trata de una imposible autarquía sino de restablecer convenios francamente favorables a Estados Unidos, sin caer en los sistemas de alianzas que hicieron que la supremacía estadunidense fuera cada vez más embrollada. El insolente millonario de Nueva York plantea pactos que sean favorables exclusivamente a Estados Unidos, mientras el resto del mundo sólo debe firmar.

Parece que estamos frente a un fenómeno de supremacía sin compartir, sin ceder nada importante a los aliados, los viejos y los posibles nuevos. Un ejemplo de esto es el reclamo de Trump por los bajos gastos en defensa de países donde Estados Unidos mantiene bases militares. Los costos podrían prorratearse mejor y, en principio, esos gobiernos han aceptado incrementos graduales.

Bajo el nuevo supremacismo estadunidense se quiere obligar a China y a Rusia a deshacer el programa militar de Corea del Norte. Mientras, se postula que el acuerdo internacional con Irán fue por completo equivocado, siguiendo a Israel, pero sólo a éste, con lo cual la Casa Blanca está a punto de denunciar ese convenio que en realidad equivale a un tratado de paz.

Así ha ocurrido con el acuerdo medioambiental de París, desechado por Trump debido a sus costos, considerados pesados e innecesarios para la mayor economía. En realidad, Estados Unidos le da la espalda al mundo entero sobre el tema de mayor urgencia en la agenda humana de nuestros días.

El tema económico es el que parece volver a estar en el centro de las preocupaciones del gobierno de Estados Unidos. El posible rompimiento del TLCAN con México; la imposibilidad de un acuerdo con Europa sobre el que ya no se plantean nuevas negociaciones; la cancelación del acuerdo comercial transpacífico; las endurecidas posiciones estadunidenses en la OMC, así como el cúmulo de conflictos comerciales concretos con medio mundo, son agenda central de Donald Trump, quien persigue una supremacía grosera y, ante todo, en soledad: no confía en ningún otro país.

El gobierno de Estados Unidos se siente cada vez más solo en un mundo que tiene estilos diferentes a los suyos en las relaciones internacionales. Pero no sólo se siente sino que lo está. Nunca así se ha podido construir o mantener una supremacía mundial.

¿Esto es mejor o peor? Quizá parte y parte.