Archivo por meses: mayo 2017

Votar por la izquierda en el EdoMex

 

No hay duda que la izquierda es la mayoría electoral en el Estado de México. Tiene, no obstante, tres candidatos (Morena, PRD, PT) y un solo adversario: el viejo sistema político, anterior incluso a la formación del PRI, el llamado Grupo Atlacomulco. No habrá, sin embargo, unidad formal, según se desprende de las declaraciones del candidato del PRD, Juan Zepeda, quien respondió claramente que no al presidente de Morena, quien había puesto un ultimátum para que aquél definiera su postura con la suficiente anticipación al día de la jornada electoral.

Los candidatos, todos, han hecho sus campañas. El resultado preliminar consiste en que la pelea por la gubernatura está entre dos de ellos: Delfina Gómez y Alfredo Del Mazo. La situación es la misma que al principio del periodo electoral, es decir, la izquierda es amplia mayoría, pero las decisiones de sus núcleos de dirección podrían mediatizarla, lo cual llevaría al circunstancial triunfo de una minoría que sostiene al sistema PRI, con sus características de conservadurismo, corrupción, fraude, compra del voto, compadrazgo, influyentismo, venalidad e ilegitimidad política. Hay una inmensa mayoría en ese estado que está harta del PRI, el cual está empeñado en hacer otra vez una elección de Estado con la coacción y la compra masiva de votos.

Por ello, la solución a este problema ya no se encuentra en los núcleos de dirección de los tres partidos sino en el pueblo de izquierda, en los críticos del priismo que no son derechistas, en la gente que quiere un cambio sin demora. La dimensión popular es la que debe encarar y superar la división.

La candidatura que se ha perfilado claramente es la de Delfina Gómez, a pesar de la unidad del PRI y PAN para combatirla, primero, con los más deleznables argumentos referidos a su origen social y a su profesión; después, con denuncias de pretendidos hechos que nunca fueron motivo de queja en Texcoco durante la presidencia municipal de la misma Delfina Gómez.

Lo que está en juego en el Estado de México no es sólo definir la persona que va a asumir la gubernatura de la entidad sino el partido que se va a hacer cargo de la administración pública. Más allá de las promesas nunca antes oídas que hace el candidato del PRI en materia social, todo mundo sabe que de llegar Del Mazo a la gubernatura seguiría el más consistente y persistente sistema de corrupción política que ha conocido el país en toda su historia. Frente a esto, la candidatura de Delfina Gómez supone un cambio de método de administración con un marcado sello de ruptura con la familia de Atlacomulco.

El sentido de la política social de la que habla la candidata de Morena otorga un alcance universal a los programas más importantes, como el de pensiones mínimas y el de salario estudiantil, los cuales, al no ser focalizados ni, por tanto, condicionados, difuminan el clientelismo, se inscriben en el ámbito de la lucha política y dejan atrás el mecanismo de voto cautivo.

Se trata también de acabar con diezmos y moches que son la característica de toda obra pública y toda compra gubernamental. No sólo se ahorrarían las empresas un dinero, las cuales muchas veces lo recargan en los precios y tarifas, sino principalmente se eliminaría el carácter patrimonial del gasto público en manos de políticos inescrupulosos y francamente ladrones. El aparato estatal mexiquense en su conjunto está corrompido, por lo cual, la deshonestidad es también una cuestión de finanzas públicas. El cambio planteado no es menor.

El hartazgo de la corrupción y la simulación en el Estado de México ha llegado a su máximo histórico. Sería algo indigno que la izquierda, que compone la mayoría electoral, no le fuera fiel a su propia entidad, a su propio pueblo. Si las dirigencias no quieren o no pueden admitir esta situación, por los motivos que sean, los cuales ya a estas alturas importan muy poco, el pueblo de izquierda, los grupos progresistas, los hartados, deben votar por Delfina Gómez, dar a su voto un sentido de cambio político efectivo.

El aspirante del PRD es bueno, malo o regular, según las diversas opiniones, pero hoy no se necesita un candidato para defender la votación de un partido sino un gobernador, en este caso, una gobernadora, con el fin de desechar la dinastía priista e impedir la continuidad de un régimen de corrupción pública, conservadurismo social y atraso cultural. Quien puede ser esa gobernadora es Delfina Gómez, con el voto de la izquierda y de otras tendencias ciudadanas progresistas de la entidad. No es hora de regateos, pruritos y perjuicios, sino de la sencilla pero definitiva acción de votar con dignidad y responsabilidad democrática.

Derecho a ser informados

Los asesinatos contra periodistas y líderes de derechos humanos, hombres y mujeres, que se han cometido con tanta frecuencia en los últimos años, siguen por lo regular en la impunidad, quizá por encima del 90 por ciento. Mas las autoridades tampoco explican el posible móvil concreto de cada acción homicida ni a quienes en específico están buscando.

La sociedad tiene derecho a la justicia pero también al conocimiento de los motivos de tan resonantes crímenes. Sin embargo, el gobierno no se preocupa por la ausencia de información ya que, de por sí, adolece de un grave problema de incomunicación con la ciudadanía.

Habría que tomar en cuenta que, por lo regular, los homicidas no entregan boletines de prensa, pero las autoridades policiales y el Ministerio Público cuentan con aparatos de inteligencia y conocen a las bandas del crimen organizado, lo que les debería también permitir hacer seguimientos precisos de lo que se publica o se declara acerca de aquellas mafias, lo cual es parte de los motivos criminales.

El gobierno nunca se ha preocupado por aportar datos informativos que sirvan para entender las causas precisas de esos asesinatos, tanto porque no se le exige que los brinde como porque tiene ciertas excusas legales de las cuales colgarse para mantener su silencio. O, quizá, porque, dentro de sus deficiencias, los oficiales policiales y los agentes ministeriales están tan perplejos ante el crimen organizado como el resto de la sociedad. El nuevo procurador general ha dicho que van a revisar expedientes, es decir, reconoce que está perdido. ¿Acaso esto se escucha en cualquier otro país?

La cuestión es aún más grave en tanto que los gobernantes tampoco se sienten obligados a explicar a la sociedad el porqué de tanta impunidad. Los recientes discursos en reunión de Peña Nieto, su gabinete y los gobernadores no han brindado al respecto nada nuevo. Se han juntado para que la ciudadanía observe a los políticos más poderosos del país preocupados de los más recientes asesinatos de periodistas y defensores de derechos humanos, pero sólo ha sido publicidad. Se ha anunciado que ahora sí se hará lo que hace años se prometió. Se dice que la Federación apoyará a las procuradurías locales para que averigüen asesinatos cometidos por bandas que se dedican a cometer delitos federales. Se promete que ya se van a coordinar los «tres órdenes de gobierno», lo que no podrá ser posible mientras se encuentren infiltrados por los delincuentes. Nada hubo de autocrítica concreta, específica, capaz de cambiar en algo la terrible situación. En tanto los gobernantes no se vean obligados a explicar la impunidad, no habrá cambios positivos en este tema. No lo hacen porque ello les llevaría a hablar de sí mismos pero en términos críticos y no con lamentos, mentiras o vanas promesas. Los reporteros han gritado contra los discursos porque quieren acciones efectivas.

La crisis de violencia ha golpeado desde un principio a defensores de derechos humanos y comunicadores profesionales. Pero las autoridades no nos han explicado si se trata de venganzas de actos concretos. También a este respecto, la falta de certezas de policías y fiscales se ha traducido en desinformación social. El gobernador de Chihuahua, Javier Corral, afirma que los asesinos de Miroslava Breach están identificados; si eso es verdad, entonces que lo publique para que la policía, si acaso, pueda ayudar a aprehenderlos. Algo parecido ocurre con el homicidio de Javier Valdez, que, en principio, está siendo investigado como un asalto a mano armada, mientras el gobernador, Quirino Ordaz, dice que él no sabe nada acerca de la delincuencia organizada y sólo «escucha leyendas que se han creado». Con esos métodos, los cuales nunca se discuten, la impunidad seguirá como una constante de la crisis que azota al país.

Mucha gente ya ha pasado de la preocupación a la indignación y el enojo. No parece haber gobierno mientras las autoridades de distintos niveles callan sobre los hechos concretos, hacen discursos vagos y se culpan entre ellas. Va siendo tiempo de exigir que se nos informe sobre los posibles móviles e identidades de los presuntos asesinos, así como de los elementos que pudieran haber motivado una venganza en contra de los periodistas y los defensores de derechos (hombres y mujeres) que han sido asesinados en estos largos años de desgarradora violencia sobre México.

El gran fracaso frente a la violencia

 

El fracaso de la estrategia de guerra contra la delincuencia organizada, proclamada y conducida de manera personal por el entonces presidente Felipe Calderón, se convirtió en un gran fracaso bajo la presidencia de Enrique Peña Nieto en los más de cuatro años en los que se ha refrendado, extendido y complicado dicha estrategia fallida.

Después de una década de «guerra», la delincuencia organizada ha crecido en cantidad de personas directamente involucradas, en volúmenes comerciales, en delitos cometidos  contra la gente y en número de víctimas de la violencia, tanto la ejecutada por los grupos de la delincuencia organizada como de aquella consumada por las fuerzas encargadas de perseguirlos. Es inútil buscar esperanza en las variaciones mensuales del número de muertos o tratar de consolar a la opinión pública con el lugar de México en las estadísticas sobre la cantidad de asesinatos por cada 100 mil habitantes. La crisis de violencia mexicana se ha prolongado y se ha agudizado.

La pieza clave de la política oficial ha sido la intervención de las fueras armadas, con el fin de llevar a cabo un enfrentamiento armado con las mafias y contrarrestar el papel instrumental de numerosas autoridades civiles al lado de las bandas delincuenciales. Ahora mismo, se están poniendo las esperanzas en una nueva ley de seguridad interior para dotar a los militares de recursos jurídicos que les «otorguen garantías». La autoridad, incluyendo a las fuerzas armadas, no está para exigir garantías en su exclusivo favor sino para promover, respetar y proteger los derechos de la gente. Lo que varios generales quieren es impunidad a perpetuidad para los oficiales y jefes que se encuentran en «el frente». Pero eso no se permite ni en las guerras; ellos lo saben mejor que nadie.

Mas el sabor a derrota que deja la infortunada intervención masiva de los militares en la crisis de violencia delincuencial está ligada con esa amargura que provocan los centenares de víctimas civiles debido al uso incontrolado o desproporcionado de la fuerza. No han sido para menos, entre otros, los fusilamientos de Tlatlaya y el estremecedor video de Palmarito. La opinión pública nunca ha conocido los partes militares de los hechos sangrientos, pues se consideran documentos reservados por motivos de seguridad. Si hubiera que esclarecer lo que ocurrió en la reciente confrontación con huachicoleros poblanos, se tendría que partir de los partes que rinden oficiales y jefes a sus superiores.

Cuando el mando militar declara que todo debe ser esclarecido por el Ministerio Público Federal, está fingiendo ser ajeno a actos efectuados bajo su responsabilidad. El Ejército debería dar la cara directamente, o a través de un vocero de la Presidencia de la República, para explicar lo que ocurrió e informar al país.

Las autoridades en México están acostumbradas a anunciar lo obvio: que se investigará. En eso se pasan los meses y los años. Así ha sido siempre. Todavía estamos esperando el resultado de la investigación mandada a hacer con voz enérgica por Echeverría sobre la matanza del 10 de junio de 1971, ordenada por él mismo. Dicho esto para no tener que mencionar 1968, con su simulados procesos penales, y de otras muchas tropelías de gobernantes todopoderosos. El caso de Iguala –integrante de la actual crisis de violencia de México– podría durar abierto el tiempo en que se mantengan los mismos en el poder, a pesar de que todos, menos ciertos periodistas maiciados, están de acuerdo con que en el basurero de Cocula no pudieron desaparecer absolutamente los restos de 43 personas tatemadas durante unas cuantas horas; ni que hubiera sido Auswitch.

El gran fracaso no sólo consiste en que la violencia crece sino también que la corrupción aumenta. Pero si eso no fuera suficiente, también es cierto que el gobierno carece de una mínima autocrítica, no convoca a hacer nada, no se sabe cuál es el plan. Después de más de 4 años de sufrir el robo de combustibles, cuestión que se ha convertido en un problema de finanzas públicas, y luego de los enfrentamientos en Puebla, Peña ha dado órdenes para que en todo el gobierno, también generales y almirantes, se trabaje en la elaboración de un plan, sencillamente porque no había ninguno.

Los actuales gobernantes están imposibilitados para admitir que la delincuencia organizada se combate con Estado social y erradicación de la corrupción sistémica. No lo pueden hacer porque son neoliberales y su política de predominio del mercado no sirve para combatir a una de las actividades más lucrativas de ese mercado que es justamente el de las drogas prohibidas. Tampoco pueden porque forman parte del gran entramado global de la corrupción.

Mas los políticos del poder en México son también exponentes de esa moral que pretende prohibir todo lo que no se quiere ver. En México se prohibió la marihuana en los años treintas por presión de Estados Unidos, el mayor productor mundial de cannabis de todos los tiempos. La prohibición de drogas es, en sí misma, una enemiga de la sociedad porque promueve delincuencia, corrupción pública y violencia, pero no impide su producción y consumo. Esa es otra de las verdades que hay que decir al respecto del gran fracaso que corroe a la República.

El `68, Perelló y el machismo

Una de las maneras de explicar las expresiones machistas, discriminadoras y ofensivas de Marcelino Perelló en la última emisión de su programa en Radio-UNAM, ha consistido en afirmar que él se quedó en lo que eran los jóvenes estudiantes en los años sesenta, y que no ha entendido los cambios producidos desde entonces en las relaciones de género.

El punto es relevante porque en los medios universitarios de fines de los años sesenta el machismo era menos desbocado que el predominante en el resto de la sociedad. En 1968 las estudiantes participaron junto con sus compañeros. Ese fue el primer movimiento estudiantil al que se incorporaron masivamente mujeres, con motivo del cual cambiaron varias cosas en sus relaciones con los hombres.

Es también relevante el punto porque cuando los dichos machistas de un comunicador social se atribuyen al predominio de una conciencia discriminatoria, en el fondo se está buscando justificarlos, es decir, convertir al conductor del programa en una especie de víctima de una sociedad machista que le ha impartido sus enseñanzas.

Es verdad que la discriminación de las mujeres es un producto histórico social, pero ver cada caso con ese lente es un callejón sin salida que sólo puede llevar a justificarla y a impedir su rechazo. La lucha por subvertir las desiguales relaciones de género no se dirige contra un fantasma que está en todos sitios y en ninguno, sino contra los elementos concretos de la conciencia patriarcal y de su práctica.

Decir en la radio que es normal ultrajar a una mujer –que fue lo expuesto por Perelló— es exactamente una manera de tratar de normalizar una conducta que, por más frecuente que sea, es socialmente repudiable.

Haber dicho en público eso en 1968 hubiera sido escandaloso e igualmente execrable. La diferencia es que ahora las mujeres tienen más voz y han logrado cambiar leyes y otras normas, además de que existen nuevos medios de comunicación no monopolizados como las redes sociales.

Desde el ángulo jurídico, la Constitución obliga ahora a la autoridad a hacer valer el derecho de todas las personas a no ser discriminadas, a ser respetadas por su sexo, edad, etcétera. Invocar la libertad de expresión (aquí sería la de difusión de las ideas a través de cualquier medio, incluida hace pocos años el artículo 7º. de la Constitución), es una falsedad porque nadie tiene derecho a difundir ofensas discriminantes y tendientes a la reproducción de condiciones de opresión de género a través de medios orales, visuales, escritos. Así es la ley porque de lo contrario sería imposible hacer efectivos los derechos humanos.

Si en la difusión se pudieran normalizar libremente los ultrajes sexuales, se haría nugatoria la norma fundamental consiste en que dichos actos son ilícitos. No se trata de suponer que tales ultrajes sean poco frecuentes sino que no sería válido considerar que, por no serlo, hubiera que ignorarlos o justificarlos con la falsa tesis de que no se pueden perseguir uno por uno. Si pocas o muchas personas debieron ser reconvenidas por acciones similares pero no fue así, eso no puede justificar la conducta ilícita de nadie más.

En la reciente discusión a propósito de lo dicho, refrendado y aumentado por Perelló, se ha hablado también de una supuesta actitud irreverente y subversiva del cuestionado conductor radiofónico. Pero en realidad es al revés: lo subversivo consiste en la crítica y la defenestración de la normalización de las agresiones sexuales. Nada que ver, por cierto, la discusión sobre el tipo penal vigente de violación, sino lo dicho por Perelló sobre lo normal que le parece a él la agresión sexual sin cópula, cuestión, por cierto, debatida y legislada desde el siglo XIX (1871 en México).

Por lo oído, algunas opiniones de Perelló al respecto no se ubican en los años sesentas del siglo XX sino en el siglo XVIII.