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Control militar del país

El proyecto de ley del oficialismo considera como amenaza contra la seguridad interior «cualquier acto o hecho que ponga en peligro la estabilidad, seguridad o paz públicas», es decir la seguridad pública, la cual en consecuencia debería ser resguardada por la autoridad civil. Sin embargo, ese mismo proyecto presentado por el PRI afirma que las fuerzas armadas intervendrán cuando las capacidades de la policía federal «resulten insuficientes para contrarrestar la amenaza», es decir, siempre. Pero esa intervención militar «en ningún caso se considerará de seguridad pública.» En otras palabras, la seguridad pública lo es de por sí pero cuando los militares la asumen entonces ya no lo es. ¿Alguien puede explicar esto?

El circunloquio priista conduce a consentir en una ley que las funciones de seguridad pública, cuando las asumen las fuerzas armadas, no son de seguridad pública sino de «seguridad interior», la cual se encuentra definida en su propio proyecto como «continuidad de las instituciones y del desarrollo nacional», es decir, cualquier cosa. Ante un peligro contra esa «continuidad» entran las fuerzas armadas a dar seguridad, pero «interior», aunque en realidad es para combatir a los delincuentes aunque no estén «amenazando» el «desarrollo nacional». ¿Por qué el término? El presidente está investido de la facultad de disponer de las fuerzas armadas para la defensa exterior y la seguridad interior. De ahí se cuelgan quienes desean «legalizar» la ocupación extensiva de las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública, es decir, lucha contra la delincuencia organizada.

Por más vueltas que se quiera dar a las tareas policiales de las fuerzas armadas, ésas seguirán siendo inconstitucionales. Mas el problema no está cifrado en estos términos porque el Ejército y la Armada tienen años ejerciendo de policías, sino en el hecho de que han fracasado. Una década después, el país está peor que al principio. Este es el desenlace de la «guerra» declarada por Felipe Calderón y continuada por Enrique Peña Nieto.

¿Con la pretendida ley oficialista de seguridad interior las fuerzas armadas podrían someter finalmente a las grandes bandas de narcotraficantes, secuestradores, extorsionadores y sicarios? Nadie lo cree. Se trata sin embargo de un reclamo del Ejército y de la Marina, cuyos titulares exigen «garantías». Pero la autoridad no requiere garantías sino que es ella quien debe brindarlas a la sociedad. Las cosas han sido puestas al revés.

Lo primero que habría que reconocer es que el problema más grave (que sí es de seguridad interior) es la penetración de la delincuencia organizada en el aparato público y la consecuente impunidad de la que han gozado las bandas. Mas se requiere al mismo tiempo aceptar que el narcotráfico no se va a acabar a balazos sino hasta que se levante la prohibición y el Estado se convierta en regulador en lugar de persecutor.

De lo anterior se desprenden dos tareas: por un lado, intervenir a fondo donde la delincuencia ha tomado control de aparatos públicos y, por el otro, empezar a legalizar la producción, distribución y comercialización de las drogas, como ya se intenta en varios países, entre ellos Uruguay y Estados Unidos, en nuestro continente.

Dice el proyecto priista, impulsado también por los generales y almirantes, que «las fuerzas armadas desarrollarán actividades de inteligencia en materia de seguridad interior y, al realizarlas, podrán «hacer uso de cualquier método de recolección de información». Esto es propiciar el control militar del país. No tiene caso andar con ambages en asuntos tan serios.

Hace daño defender toda acción de las fuerzas armadas aunque sean ejecuciones (Tlatlaya) o uso desproporcionado de la fuerza, sin sobrevivientes (Tepic), entre otras acciones violatorias de derechos humanos. Es entendible que si se mete un ejército a la seguridad pública, se habrán de ejecutar acciones de guerra contra civiles, aunque ésos sean los peores, lo cual no está permitido en el derecho internacional de derechos humanos al que México es afecto por mandato Constitucional. Sin embargo, eso es justamente lo que busca «legalizar» el gobierno de Enrique Peña Nieto.

Dice el proyecto que el Presidente de la República «podrá ordenar acciones inmediatas a las fuerzas armadas», en referencia a la seguridad pública, es decir, para hacer frente a los delincuentes. Pero no sólo cuando éstos toman control sobre entidades públicas, entre ellas cuerpos enteros de policía, sino en toda circunstancia, a juicio del gobierno. Esto no es «seguridad interior» sino prepotencia presidencial y predominio militar.

Cuando, como en el proyecto de Peña-Cienfuegos, la seguridad interior se define como «la condición que proporciona el Estado mexicano que permite salvaguardar la continuidad de sus instituciones así como el desarrollo nacional…«, se abarca todo lo que ya está construido y lo que se podría construir en el futuro. ¿Es esa la «seguridad interior». No, por cierto, porque la Constitución más bien la refiere como el funcionamiento normal del sistema político legal.

Mientras, los narcos siguen en lo suyo.

La crisis está llegando

Con una total espontaneidad, el presidente del 12% de preferencias nos ha dicho que vivimos un momento de «desafío económico». Bueno, para algunos no estaría mal esa respuesta considerando la capacidad explicativa de Peña Nieto, pero todo país tiene siempre desafíos, especialmente en el terreno económico. Así que nos hemos quedado en las mismas.

El tema es si México está a las puertas de una nueva crisis económica o logrará sortear la recesión que ya se advierte.

Creo que estamos viendo cómo se acerca la recesión. No se trata de una «incertidumbre por lo que va a pasar con Estados Unidos», como ha dicho Peña. Para nuestro infortunio, la devaluación del peso lleva los 4 años de su presidencia mientras que la recesión industrial arrancó el año pasado, antes de la elección de Donald Trump.

El presidente mexicano no tiene temor a que lo desmientan. Con frecuencia hace afirmaciones con inexactitud o franca falsificación de hechos. Así, el incremento en las afiliaciones al IMSS en los dos últimos años no se ha debido, en su mayoría, a «empleos nuevos», como él afirma, sino a empleos ya existentes incorporados al régimen de seguridad social por la vía de una reforma fiscal que abarcó a una gran parte del sector informal tradicional del país. Lo que hemos visto es una formalización del empleo inducida mediante el mecanismo fiscal. Ese es un asunto que llevaba años discutiéndose (más bien comentándose) en el Congreso hasta que, mediante un acuerdo entre Videgaray y el PRD se produjo la reproducción de los peces o de los panes, es decir, que se pudieron medir muchos empleos antes informales pero verdaderos.

Tenemos en realidad una disminución evidente del ritmo de crecimiento y en la industria se reporta ya un decrecimiento. Esto quiere decir que si no se produce un repunte, el país llegará muy pronto a la recesión. Esa será la crisis cierta aunque Peña siga hablando de «incertidumbre».

El gobierno ha cometido errores. Al aumentar la recaudación por efecto de la reforma fiscal, también se decidió incrementar el déficit del sector público. Pero el destino de los nuevos ingresos no fue el adecuado, es decir, el impulso a proyectos productivos, sino que el gobierno se gastó gran parte de ese dinero en esto y lo otro, o sea, en satisfacer pendientes, otorgar prebendas, repartir dinero dentro del aparato gubernamental para utilizarlo en gasto político. No había un verdadero buen plan de inversiones. El país no reaccionó a esos cambios en la política de ingresos y prosiguió por la cuesta en la que ya venía.

El resultado de ese desastre fue que los requerimientos de la deuda rebasaron las mejorías en los ingresos públicos pues el déficit creció también en términos relativos. La aspirina para esta enfermedad se llama «superávit primario», es decir, regresar a la sociedad menos dinero de lo que se le quita por parte del fisco con el propósito de aminorar el incremento porcentual de la deuda.

Pero como la devaluación del peso continúa en gran medida por la situación de la deuda, la tasa de riesgo que demandan los inversionistas en bonos gubernamentales es cada vez mayor, lo cual, a su vez, ha orillado al Banco de México a elevar mucho su tasa de interés para bajar la presión sobre el mercado de cambios, pues la mayoría de quienes venden sus bonos compran dólares con destino a sus cuentas en el exterior. El Banco de México quiso antes regular ese mercado haciendo subastas pero la verdad es que ese mecanismo es poco útil cuando los inversionistas tocan retirada. México lo debería saber de sobra: «ya nos saquearon», dijo un presidente, «yo no sabía nada de los tesobonos», dijo otro. Las crisis de deuda en México han generado estropicios mayores: devaluación y recesión.

México (su gobierno) insiste en seguir jugando principalmente en el mercado abierto de los grandes inversionistas, depende de ellos y siempre será víctima de sus decisiones. Es preciso cambiar el esquema, recomprar bonos gubernamentales, fondearse en mecanismos de deuda institucional, abrir la participación popular en la deuda interna, etcétera. Si la economía no crece, la deuda enferma; si la economía decrece, la deuda aniquila. Podría México estar transitando de un escenario al otro.

Peña no ha querido hablar del repunte de la inflación. Cuando las presiones inflacionarias derivadas, entre otros factores, de la devaluación continua del peso, estaban llegado a su punto de impacto, se le ocurrió aumentar los precios de las gasolinas, recetarnos el gasolinazo: era un plan de Videgaray para cubrir deuda sacándole a la economía real muchos miles de millones adicionales. Ese combustible es ahora más caro en México que en Texas y, aun así, Peña insiste en que el aumento se debió al incremento del precio del petróleo. Ante el golpe, la protesta hizo que Peña suspendiera el segundo gasolinazo, pero el esquema sigue siendo el mismo.

La crisis está llegando.

Unidad de acción o uniformidad

Los insistentes llamados a la unidad que Peña Nieto lanza al aire casi todos los días están cayendo en el vacío, incluyendo sus persistentes espots inenarrables. Es evidente que el país requiere en este momento un acuerdo básico frente al gobierno de Estados Unidos que abarque a todas las fuerzas e instituciones, pero ése es justamente el que no está siendo confeccionado por la Presidencia de la República.

La primera frase de cada llamado de Peña es que no se trata de algo partidista. Lo dice como si los acuerdos entre partidos fueran segregadores, pecaminosos y sucios por definición aunque Peña es el líder de un partido y así lo mira el país entero. Es cierto que en México los tratos donde se incluye al PRI siempre terminan en la violación cuando no en la traición, pero no parece viable que en un acuerdo nacional no estén los partidos y, con ellos, el Congreso, los gobiernos y parlamentos locales, los ayuntamientos, etcétera. Así que ahora, cuando el país requiere un convenio básico frente a la política de Donald Trump, es contradictorio que el presidente mexicano hable de un entendimiento sin el concurso de los otros partidos.

La evidencia de lo anterior es que Peña no ha llamado a consultas a los líderes partidarios. Lo que hizo fue encargarle al cabecilla del PRI, el señor Ochoa, que convocara a los dirigentes de todos los partidos. Claro que sólo sus aliados de bolsillo acudieron a la cita. Así no debería trabajar un presidente que quiere ser líder después de cuatro años de no poder serlo.

Hay una gran diferencia entre la unidad de acción que requiere la embestida de Trump y la uniformidad que se exige desde Los Pinos. El primer punto de un acuerdo verdadero tendría que ser la sinceridad pero Peña ha estado mintiendo recientemente en asuntos importantes. Negó categóricamente que Trump le hubiera mencionado que la autoridad mexicana no puede con la delincuencia organizada y necesita la participación estadunidense, tal como había sido filtrado por la Casa Blanca. Luego mandó decir que no graba las conversaciones telefónicas con otros jefes de Estado o de gobierno, lo cual no se lo cree nadie. Y si así fuera, tendríamos algo peor: la estupidez de un gobernante que no lleva registro de sus relaciones personales del más alto nivel. Después ordenó declarar que el gobierno mexicano iba a indagar acerca de la filtración de la llamada telefónica, lo cual es ridículo por imposible. Antes, Peña había dicho que el tema del muro ya no sería tratado en público por ambos presidentes, lo cual no fue desmentido por el vocero de la Casa Blanca, pero Trump sigue haciendo propaganda de su proyecto mientras Peña evade el debate directo. El presidente de EU así seguirá porque está en una lucha. ¿El presidente de México también está luchando? En Los Pinos nadie entiende que muchas cosas han cambiado y que hace falta otra política.

Peña asiste con frecuencia a actos y ceremonias de otros. Él casi no convoca a reuniones, mucho menos a actos multitudinarios, como podría hacerlo un líder político cuyo país está siendo agobiado por el gobierno de Estados Unidos. Lo que dice todos los días es que la unidad no sería alrededor suyo sino de México, pero no aclara que sí pretende establecer el marco de esa unidad, es decir, aspira a la uniformidad, la cual consistiría en que no se criticara al gobierno para no debilitarlo ante el de EU, lo que resulta imposible.

Tampoco es viable tal unidad de acción si no hay acuerdo sobre qué cosa se tiene que hacer. El gobierno ha convocado a cúpulas empresariales y sindicales a consultas sobre posibles reformas del TLC, pero ese no es un tema que sólo interese a tan distinguidas personas. Es un asunto de todo el país y, en el nivel institucional, del Senado de la República. Aquel cuarto de al lado oficial no será de seguro un medio para lograr la unidad sino para promover disidencias.

Si Peña quiere seguir tratando asuntos nacionales en cuartos cerrados con los miembros del gobierno de Trump y con éste mismo sin ser sincero con su propio país, lo que va a lograr es que su 12% de aceptación siga bajando. A ningún mexicano, por más odiosos que considere que son sus gobernantes, le ha de gustar que los ninguneen o se burlen de ellos los representantes de otro país, peor aún cuando ése es Estados Unidos con quien existen muy viejas rencillas y una vecindad no siempre amistosa.

Si no se abre por completo el ostión para que todos sigamos con exactitud y verdad el estado de la relación entre ambos gobiernos y el debate sobre qué hacer a cada paso, México se dividirá más en lugar de unirse en una acción defensiva frente a la arremetida de Donald Trump. El gobierno de Peña Nieto tiene en sus manos la decisión.