Archivo por meses: noviembre 2013

El Pacto que se va

Cuando el Pacto por México fue firmado, se entendía que el gobierno y las principales oposiciones tenían bases de negociación. El Pacto era para eso. Pero también el documento signado tiene contenidos. Los aspectos concretos son justamente la materia de las negociaciones.

Las cosas no iban tan mal hasta que el gobierno decidió abrir una negociación paralela con el PAN para sacar adelante su reforma energética, atropellando otros temas convenidos desde el principio. Quizá el más importante para la izquierda es la ley de consultas populares, que sería el instrumento para ir al referendo derogatorio contra el proyecto petrolero, la cual, por lo demás, debe ser obligatoriamente expedida bajo mandato constitucional.

El Pacto siempre ha dependido de que opere y funcione. Si no hay negociaciones de los temas incluidos en el documento firmado, entonces el Pacto no existe por más que el gobierno llegue a arreglos con algún otro partido. En realidad, el PRD no ha repudiado el Pacto, sino la falta de respeto a su contenido. Por su parte, Peña sabía que los pasos que iba dando tenían que llegar a la inoperancia del Pacto. En este momento ya no hay en realidad nada pactado sino un documento firmado sin mecanismo propio de reclamación: así suelen ser los acuerdos políticos.

En los tres partidos se han producido problemas internos con motivo de la existencia del Pacto, pero más en relación con su aplicación. Es así que el PRI rechaza la creación del Instituto Nacional de Elecciones que abarque los comicios federales, locales y municipales, como lo dice con esas palabras el documento Pacto. Por su lado, el PAN ha condicionado votar el proyecto de energía a la aprobación de la reforma electoral, pero cediendo a peticiones priistas que no se ajustan a lo firmado en el Pacto. El PRD no tendría que ceder ni un ápice frente a los arreglos que involucran una reforma petrolera contra la cual debe ir hasta el final. Además de que reformar la Constitución en materia de energía sería contrario al Pacto, Peña no lo incluyó en su programa de candidato, como tampoco lo hizo Vázquez Mota: se quiere timar al país porque no se trata de cualquier tema.

El porcentaje oficial que se le asignó a Peña en la elección de 2012 fue de 38 por ciento. Con esta proporción no se debería caer en el autismo político. Es por ello que el Pacto parecía ser un reconocimiento de que no se debe de gobernar sin un esquema político permanente. Pero la tentación de volver a un bipartidismo virtual (PRI-PAN), que no es expresión de las urnas, está echando a perder una idea política original de diálogo permanente que nunca había existido y que Peña parece estar dispuesto a tirar a la basura. Algunos dirán que eso es lo mejor, pero en este terreno el asunto está en otros términos. Hay siempre varios caminos posibles y cada fuerza política escoge uno cada vez. Lo que no se puede es caminar al mismo tiempo por todas las sendas. Así, el Pacto está siendo roto por Peña.

Han quedado puestas algunas importantes reformas que el país estaba necesitando desde hace mucho tiempo y que no hubieran salido adelante sin el Pacto. Pero ahí están muchas más que no saldrían o, si acaso, serían expresión de acuerdos difíciles y circunstanciales. Por lo que se advierte, estamos regresando.

Pacto: desde fetiche hasta demonio

El llamado Pacto por México se ha fetichizado —convertido en ídolo— y, por otra parte, se ha demonizado. Esas dos formas de analizar ese inestable acuerdo entre el gobierno y los mayores partidos de la oposición son igualmente erróneas y conducen a engaños.

Es evidente que en México no existe una coalición de gobierno de facto y ni siquiera una convergencia legislativa, como ha dicho el diputado Beltrones y como insinúan algunos desde la izquierda. Uno y los otros afirman eso con propósitos absolutamente diferentes, pero asumen la misma interpretación equivocada.

La reciente reforma fiscal —elemental ciertamente, pero insólita— no pasó por el Pacto, como tampoco el Presupuesto de Egresos, a pesar de que ambos decretos son importantes instrumentos de gobierno. Además, el calendario pactado no es ya una referencia de aplicación, las cosas van demasiado lentas y el regateo de parte del gobierno es demasiado fuerte si se considera que el Pacto ha sido firmado y Peña ha dicho con insistencia que su gobierno reconocerá sus compromisos.

La mayor discrepancia entre las fuerzas políticas no ha sido la reforma fiscal, por más que el PAN la haya atacado con rabia y parte de la izquierda la repudie sin tomarse la molestia de discutir nada en concreto. Lo más fuerte es —también fuera del Pacto— el debate sobre sendos proyectos de reforma de las industrias de la energía que han presentado gobierno, PAN y PRD. En conclusión, esto no se parece en nada a una coalición política. No puede construirse un fetiche ni un demonio.

El Pacto es una mesa intermitente de negociaciones temporaleras, aunque ha logrado varios cambios de suma importancia, como la reforma de telecomunicaciones y, también (¿por qué no decirlo?), la base jurídica para arrancarle a la burocracia parasitaria del SNTE el inmenso poder que se le otorgó durante décadas de concesiones políticas, la cual podrá ser efectiva o no según las medidas que se vayan tomando para la aplicación de las nuevas normas administrativas de la educación básica. Está claro, por lo demás, que no se ha producido una reforma educativa ni está en vías de producirse.

El Pacto también ha provocado una especie de pundonor legislativo con el cual no pocos parlamentarios han expresado que el Congreso no es una oficialía de parte de sus propios partidos. Ningún legislador hubiera llegado al cargo sin el apoyo de su respectivo partido, diga lo que diga. Pero ahora tenemos una situación de molestia por la actividad política de los dirigentes partidistas (designados justamente para tomar parte de la lucha política), lo cual indica la existencia de problemas en los premodernos partidos que imperan en México, expresiones directas del atraso democrático del país.

El Pacto tampoco es un demonio, porque ninguno de sus integrantes está obligado a admitir lo que no quiere o no puede. Si hay acuerdos, es porque se negocia, todos ceden algo y logran algo, es imposible que una parte imponga su voluntad. Esto es mejor que el sistema de mayoriteo mecánico que al parecer añoran los críticos demoniacos.

Si los escasos proyectos del Pacto hubieran tenido que redactarse exclusivamente en el Congreso, de seguro que no tendríamos nada aprobado. Hoy, en el Congreso no existen condiciones para procesar importantes reformas y mucho menos las de índole constitucional. Parece mentira que se tenga que recordar que para legislar se requiere mayoría y para reformas a la Constitución se necesitan dos tercios y el referendo en los congresos locales.

En el PRD se discutirá en estos días el tema del famoso Pacto. Quizá el debate vaya a ser de bajo nivel, como acostumbra ese partido, pero algo podría quedar más o menos claro: tomar parte de las negociaciones en el Pacto no implica dejar de ser oposición como tampoco lo es por sí mismo negociar en el Congreso.

Investigación

El Ejército ha venido solicitando que el Congreso le otorgue facultades de investigación de ilícitos penales. Lo hizo anteayer en público el secretario de la Defensa y, por lo que se observa, esa campaña va a seguir. El Poder Legislativo cometería un error grande y de difícil reparación si acepta esa propuesta.

La investigación de los delitos está a cargo de autoridades civiles. Hasta hace poco sólo podía legalmente hacerlo el Ministerio Público y, ahora, también la policía, aunque se dice que bajo la conducción y mando de aquél (art. 21). Ésta es una función eminentemente civil, las fuerzas armadas no han sido hechas para eso por más que investiguen y espíen en tanto el gobierno les encarga que lo hagan ante su propia inoperancia o flojera. Sería cuestión de conceder esta facultad constitucional al Ejército y la Armada para que nunca la dejen, para que su intromisión en la persecución de los delitos se haga parte integrante del sistema político y judicial del país de manera permanente. Pero, además, sería contrario a los tratados de derechos humanos firmados por México, los cuales ya forman parte de la Carta Magna (art. 1).

La guerra declarada por Felipe Calderón contra el llamado crimen organizado no era tan nueva como él decía, sino una continuidad ampliada de actividades castrenses en esta materia. Pero de cualquier forma el argumento para hacer esa guerra siempre fue la incapacidad de las autoridades civiles tanto federales como locales, la cual —se supone— puede ser superada con una mejor y disciplinada policía civil, por lo que se han construido y rehecho cuerpos policiales. Otorgar a los militares la función de investigar delitos sería convertir al Ejército en la principal institución ministerial y policial del país con mandato indefinido, es decir, permanente.

Dice la Constitución que en tiempos de paz las autoridades castrenses sólo pueden ejercer funciones exactamente conectadas con la disciplina militar (art. 129), lo cual fue incorporado por el constituyente revolucionario, integrado por no pocos militares, para subrayar el carácter civil del poder del Estado y poner límites claros al Ejército. ¿Debe esto cambiar? ¿La crisis de violencia delincuencial debe llevar al Estado a revisar uno de sus compromisos históricos? Creo que el general secretario se está dejando llevar por la coyuntura nacional, pero está olvidando la naturaleza republicana del sistema político. Sería fácil decir que sí y luego vemos qué pasa, pero sin duda lo que ocurrirá no irá en el sentido de garantizar el carácter civil del poder público.

Es de entenderse que las órdenes que imparten las autoridades federales civiles a los militares para que intervengan en la investigación y persecución de delitos están fuera de la ley y lesionan a las fuerzas armadas y las exponen a consolidar su actuación como algo ilegal, pero sería mucho peor que la Constitución les otorgara a los militares funciones civiles permanentes, lo cual terminaría también por perjudicar más aún al Ejército y la Armada.

Creo que el Ejército debería usar su influencia en el gobierno para que éste cuente con una política criminal de verdad, para que empiece a contrarrestar a las mafias y empresas delincuenciales con políticas públicas y para que se desarrollen sistemas policiales civiles con servicios de inteligencia que sean en verdad inteligentes. Pasan los años y esto no se hace. Se entiende la desesperación de los militares, pero las bases republicanas no deben deshacerse a la desesperada.

Federalismo de conveniencia

Por lo visto, el PRI se opone a la creación del Instituto Nacional de Elecciones (INE) y a la consecuente desaparición de los organismos electorales locales con sus inservibles y costosos tribunales. El único argumento que se les ha ocurrido a los priistas es el del federalismo. No es tiempo de centralismos, dice Beltrones, como si no hubiera sido él mismo una especie de virrey enviado a Sonora desde la Secretaría de Gobernación.

Los institutos electorales de los estados son instrumentos de los gobernadores y lo mismo ocurre con los llamados tribunales. Pero si no lo fueran, también estarían de más. Casi todos los asuntos llegan al Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. Así está hecha la Carta Magna. Pero, además, el sistema electoral mexicano no debería tener duplicaciones: no hay motivo ni dinero.

Si se admite que el padrón electoral esté a cargo de una sola autoridad nacional, ¿por qué no habrían de estarlo también la conformación y ubicación de las mesas directivas, los resultados preliminares y los cómputos? Se trata sólo de organización y procedimientos definidos en la ley. Pero se quieren retener en la esfera local los registros y las aplicaciones de normas políticas. Así, el PRI busca que el INE asuma funciones técnicas mientras sus órganos electorales locales mantienen las tareas políticas donde está el mayor margen para las operaciones ilegales, las cuales son las que le importan a ese partido. Vaya federalismo.

Peña Nieto firmó el compromiso de crear el INE con una legislación nacional para todas las elecciones (federales, locales y municipales). Tal vez el PRI como tal no fue consultado, pero también signó el llamado Pacto, lo cual le impediría desconocer su firma por la vía de rebajar las funciones del nuevo organismo nacional. No tendría caso que el INE se encargara de las cuestiones meramente técnicas y se enfrentara irremediablemente a cada paso con órganos locales encargados del control político. Los procesos electorales no deberían estar sometidos a los poderes constituidos, pues eso es lo viejo y antidemocrático.

La creación del INE, como única autoridad administrativa electoral, es necesaria para emprender un paso más en la ya muy larga transición. A pocos países, como a México, les ha costado tanto tiempo, trabajo y dinero remontar el control de los gobernantes sobre los procesos electorales.

Además, sí habría un ahorro de recursos por dos vías: evitar que el INE cayera en el dispendio y la ridícula parafernalia del IFE, y aprovechar la infraestructura de este último y de una parte del personal de carrera de los actuales órganos locales. Lo que se ha discutido hasta ahora es la creación de consejos estatales del INE, es decir, de órganos colegiados permanentes.

Por lo demás, cada legislatura local seguiría aprobando las bases políticas de su sistema de representación popular, donde reside justamente el federalismo, es decir, la autonomía de las entidades para decidir su régimen interno dentro de las nada menores limitaciones señaladas en la Constitución federal. Por lo que respecta a la legislación electoral nacional, ahí sí que ni modo, en esta materia no puede haber tantos procedimientos diferentes según cada estado. Beltrones admitió con entusiasmo que hubiera un solo código de procedimientos penales; bueno, aquél sería el código único de procedimientos electorales. Lo mismo, pero este último no le gusta al PRI: federalismo de conveniencia.

Disputa fiscal

La política de Fox y Calderón fue la misma que la de Zedillo: privilegios a los ricos, impuestos indirectos, retracción de la inversión pública, pésima administración de la renta petrolera y aumento de los gastos de operación del gobierno. Diez y ocho años son suficientes para demostrar que esa política es nacionalmente suicida.

Zedillo subió la tasa general del IVA a 15 por ciento, Fox propuso un nuevo impuesto a las compras finales que fue rechazado por el Congreso, Calderón buscó el IVA en alimentos y medicinas, pero se conformó con uno por ciento de aumento a la tasa general y la invención del IETU y de un inusitado impuesto al circulante.

Peña Nieto acarició la idea de generalizar el IVA y logró que su partido la aprobara, pero al final se desistió. ¿Por qué? Seguir en la línea trillada, inoperante y fracasada sólo hubiera tensado más las relaciones políticas. Pero, además, no se podía lograr el IVA en alimentos y, al mismo tiempo, atacar por el lado del impuesto sobre la renta de los mayores ingresos del país. La situación política no lo permitiría porque el gobierno no hubiera podido llegar a acuerdos con ninguna de las dos fuerzas políticas que son necesarias para obtener la mayoría legislativa.

Las opciones se encontraban como siempre en la larga lista de los llamados gastos fiscales. Había que palomear aquellos que podían incluirse en un proyecto de reformas y, al mismo tiempo, obtener la mayoría en el Congreso.

Fueron algunos de los agujeros en el renglón de renta los escogidos como principales: progresividad, consolidación fiscal, ganancias bursátiles, régimen agropecuario de las grandes empresas, deducciones fiscales y derechos sobre la minería, aunque también se debía dar respuesta al ya viejo problema de la tasa diferencial del IVA en las fronteras que nunca tuvo justificación, así como al fraude en la exención del IVA de maquiladoras. Los refrescos azucarados son una añadidura, aprovechada por el PRD para lograr un trato semejante a los alimentos chatarra. El gobierno sólo quería llevar la tasa máxima del ISR de 30 a 32 por ciento, pero el PRD exigió mayor progresividad, hasta 35 por ciento sobre los ingresos mayores de tres millones anuales: no hay “clase media” que gane tanto en ninguna parte del mundo, como lo suponen el PAN e inexplicablemente algunos legisladores del PRD.

Cuando el gobierno accedió a tachar un paquete de elementos colaterales, no tanto impugnados por el PAN, sino por el PRI y no pocos perredistas, tenía que negociar con el PRD. Claro que tales negociaciones tenían una base sólida: la mayoría de las propuestas coincidía textualmente con iniciativas presentadas por la izquierda. Y un asunto vital: rechazar un sistema fiscal diferente sobre nuevos proyectos petroleros, que era la preparación de la iniciativa energética de Peña. El punto que no se logró por parte del PRD fue crear una especie de IETU sólo para las mayores empresas del país, como impuesto de control que garantizara un mínimo de contribuciones efectivas con una tasa de cinco por ciento sobre ingresos. Ese partido intentó negociarlo, por el otro lado, con el PAN a cambio de olvidar por el momento la homologación del IVA fronterizo, pero ese partido no estaba dispuesto a dar el menor paso para cobrar impuesto sobre la renta a los consorcios cuando rechazaba la tasa máxima del ISR de 35 por ciento y otras cerraduras de agujeros históricos de tal gravamen.

En síntesis, el paquete impositivo aprobado por el Congreso proveerá más recursos públicos a costa, principalmente, de los ricos. Falta el desenlace de la otra disputa: la del gasto.