Archivo por meses: octubre 2013

Canto de sirenas

El secretario de Energía, Pedro Joaquín, ha comparecido en el Senado para defender la propuesta de Peña sobre energía. Es un canto de sirenas hablar de “cambio histórico” como no sea en sentido regresivo. Las industrias nacionales no necesitan competencia porque ésta siempre será una concesión, un traslado de riqueza a las empresas privadas. Si bien es cierto que el capitalismo mexicano no surgió así, sino bajo un sistema duro de propiedad privada, aquella línea de los liberales fue criticada y modificada de tal manera que el Estado tomó en exclusiva bienes nacionales y actividades estratégicas. ¿Por qué desandar para volver a un régimen de entreguismo nacional?

Para explicar la posición reaccionaria (volver a los anteriores privilegios) se nos habla de negocios y de progreso. La tesis es que, hoy, no puede haber progreso en las industrias de energía sin el concurso de las grandes trasnacionales, lo cual no está en absoluto demostrado. Se insiste en que el Estado no cuenta con suficiente dinero para invertir con la cuantía requerida, pero no se explica la manera en que se financian las trasnacionales para realizar sus propias inversiones, es decir, en los mismos mercados que los Estados. Pues bien, dejada de lado la mentira de la falta de financiamiento, lo que le queda al gobierno es demostrar que Pemex y CFE no pueden acometer grandes proyectos.

Sobre la incapacidad de las empresas del Estado se ha hablado hasta el cansancio, en especial por los grandes empresarios y los gobernantes, quienes son los responsables de la corrupción en el sector público. Nadie más que el gobierno ha dirigido Pemex y CFE, por lo cual si se ha administrado mal, ya llegó el tiempo en que las empresas públicas se reformen y se deje de presentar el defecto propio como argumento de la propuesta oficial.

No hay nada verdadero en la iniciativa de Peña, pero ahora dijo Pedro Joaquín que no debe impedirse a Pemex asociarse con otras empresas. Lo primero que salta a la vista es que el proyecto oficial no abarca asociaciones de la paraestatal con las trasnacionales, sino directamente del gobierno. Se quiere hacer a un lado al Pemex corrupto e inoperante antes de reformarlo. Se busca que sea el gobierno el que haga los contratos con las grandes trasnacionales. Si se aceptara, sin conceder que eso es mejor, el problema no cambiaría en sus términos. Todo contrato de producción o utilidades compartidas, por definición, entrega parte de algo. Ese algo es el dominio y usufructo exclusivos de la nación sobre los hidrocarburos. ¿Para qué? Para producir, se dice, tres millones de barriles diarios; eso ya lo hicimos y el país no cambió. En este punto ha metido directamente su cuchara Peña Nieto, quien nos ha informado que Estados Unidos será en dos años autosuficiente en energía. Aquí la cosa empeora, pues casi todos nuestros excedentes de crudo se exportan a ese país, lo cual ya no se podrá seguir haciendo y tendremos que buscar clientes lejanos, por lo cual no estaría asegurada la colocación de un millón de barriles diarios, mucho menos de dos. Entonces, ¿para qué la prisa de producir más aceite si no tenemos clientes asegurados a precios elevados? Pero, además, con una disminución de la demanda internacional, el crudo podría bajar de precio cuando México estuviera produciendo petróleo a un costo mayor de 50 dólares por barril en asociación con las grandes trasnacionales, las cuales, de cualquier manera, tendrían garantizadas, por parte del gobierno mexicano, la cobertura de sus costos y una ganancia porcentual. Hablan con fantasías en lugar de buscar hacer negocios nacionales. Es un canto de sirenas. Hay que amarrarse al mástil para atravesar el mar.

Izquierdas, derechas y fiscalidad

Algunas izquierdas no pueden declarar, así nomás, que no es necesario aumentar impuestos a las altas percepciones cuando éstas conforman la mayor parte del ingreso nacional. No se puede afirmar tan tranquilamente que el problema consiste sólo en combatir la corrupción y que no hay tareas urgentes de redistribución del ingreso en un país tan desigual como México.

Desde algunas derechas la cosa es diferente. Se puede decir, como se dice, que afectar a los ricos es impedir el crecimiento de la economía. Las derechas más tercas no se confunden porque no les conviene analizar con objetividad la realidad social. Pero no se puede afirmar lo mismo por parte de algunas izquierdas donde existe, por lo visto, una confusión de temas y objetivos que está llegando a un extremo de veras preocupante. El presidente de Morena, Martí Batres, se ha pronunciado contra la elevación de los impuestos a los ricos (él dice empresarios), mientras el PT ha votado en contra.

Hasta ahora no se había dicho desde la izquierda que las reformas para hacer progresivo el impuesto sobre la renta, eliminar deducciones inicuas, aplicar tasas a las ganancias bursátiles, incrementar los derechos por la extracción de minerales, limar los regímenes tributarios especiales y acabar con el sistema de consolidación fiscal de las holdings, entre otras, tendrían que hacerse hasta que el gobierno fuera de izquierda y, mientras tanto, no habría que luchar por ningún cambio. Esto es nuevo. Durante décadas, las izquierdas parlamentarias y académicas han presentado todas esas iniciativas, pero nunca se había dicho que nomás era para perder el tiempo.

Es cierto que el tema de la política de gasto es de la mayor importancia en todo esquema de fiscalidad. La izquierda siempre ha sostenido que el Estado debe asumir un papel central en el bienestar social y, al mismo tiempo, en el desarrollo económico. No se trata sólo de subsidios, sino también de inversiones. Son los neoliberales quienes han sostenido el repliegue del Estado de la esfera de la economía productiva en aras de una mayor libertad de los agentes económicos relevantes, es decir, de las mayores empresas, incluyendo las financieras. Esos neoliberales admiten el protagonismo del Estado sólo cuando obligan a éste a ir a los rescates: el mayor de ellos en México fue el de Fobaproa, con un millón de millones de pesos, del que todavía se debe la mayor parte y corren los intereses que nos impusieron Zedillo, Gurría y Arrigunaga (¡qué trío!).

El PAN hace bien en votar contra las reformas que afectarían a los grandes capitalistas, pues ese partido perdió hace mucho tiempo la oportunidad de ser algo así como una democracia cristiana populista o, mucho menos, un socialcristianismo. Pero desde la izquierda no se puede actuar contra las iniciativas propias, las que se han presentado en el Congreso durante décadas, sino a riesgo de la esquizofrenia.

Existen, sin embargo, algunos temas selectos a los que se recurre con frecuencia. Ya en el sexenio anterior se propuso un nuevo impuesto a los refrescos. Este gravamen y el de los alimentos chatarra no son redistributivos, sino de castigo a los consumidores. El sistema fiscal no debería usarse para castigar, sino para redistribuir ingreso y resolver problemas sociales, pero estamos entrando a una época de acciones fiscales punitivas contra ciertos hábitos nada saludables, como si los impuestos pudieran cambiarlos. En realidad no hay alimentos malos, sino dietas malas. Mas, por lo visto, en política, tampoco.

¿»Anarcos» a la cárcel?

Río de Janeiro. Una marcha en apoyo a los maestros en huelga que reunió a más de 10 mil personas terminó este lunes con enfrentamientos entre la policía y anarquistas enmascarados. La manifestación comenzó en la tarde y la presencia de la policía fue discreta. Pero entrada la noche se registraron los primeros focos de violencia. Un autobús fue incendiado, los vidrios de varios kioscos y agencias bancarias fueron destruidos e incluso sillones fueron extraídos para usarlos de barricada. El batallón de choque dispersó los manifestantes con bombas lacrimógenas. Unos 200 enmascarados del grupo anarquista “Black Blocs” trataron de invadir el edificio público lanzando bombas improvisadas. “Sin policía no hay violencia, cuando está siempre hay”, dijo antes de los enfrentamientos Hugo Cryois, un “Black Bloc” de 23 años con el rostro cubierto con un trapo negro y con una máscara de gas colgándole en el cuello, y un escudo de plástico con una ‘A’ anarquista blanca. Con la violencia terminó esta manifestación convocada a través de las redes sociales para apoyar una huelga de maestros de escuelas públicas que comenzó hace más de dos meses por un mejor paquete salarial y plan de carrera.

Estas noticias aparecen de vez en cuando procedentes de varias ciudades de América Latina, incluso México. Frente a ellas se observa un festival de condenas y exigencias de cárcel a los anarcos como si se tratara de asesinos a sueldo o secuestradores profesionales, es decir, delincuentes. Se exige que los procesos penales contra las personas que se enfrentan a la policía se lleven siempre a cabo en prisión, como si no fuera un derecho la presunción de inocencia y, por tanto, también cursar un proceso penal en libertad.

Estas exigencias han llegado a la más alta esfera del Poder Ejecutivo. El secretario de Gobernación pide cárcel para todos los detenidos y cambio en las leyes de la Ciudad de México para que las prisiones se llenen de anarcos, los cuales —ha dicho Osorio— no quieren conversar con el gobierno. MILENIO Diario encabeza la nota “Obstruyen leyes del DF combate contra anarcos”. ¿Combate? Dentro de poco se hablará de guerra.

Aquí tenemos varios problemas. La idea de que la cárcel “cura” toda conducta social “indeseada”, el postulado de que los jóvenes que se enfrentan a la policía y manifiestan con violencia su repudio al Estado (todo Estado) son delincuentes, la falta de entendimiento de que estamos frente a un fenómeno internacional en el que son jóvenes los protagonistas, el odio que se propaga a través de los medios de comunicación, la exigencia de “cero tolerancia” y dura lex propia del autoritarismo.

Los anarcos van a seguir porque no son de artificio. Esto más vale que lo entiendan los promotores del odio, los gobernantes y los policías. Esos jóvenes se la juegan con cárcel o sin ella y, naturalmente, lo último que querrían es que los recibiera el secretario de Gobernación. Lo primero que hay que hacer es entender el mensaje y conocer esa forma de resistir la realidad. Está claro que la policía va a seguir haciendo su trabajo y es de esperarse que lo haga bien, es decir, sin arbitrariedad y sin provocación, puesto que se entiende que ella es la provocada. No estamos —aún no, al menos— ante hechos cotidianos, por lo cual el mayor problema ahora es el escándalo mediático para exigir mano dura, lo cual es evidentemente provocador.

Legalizar la ilegalidad, ¿se vale?

Como ya sabemos, la Constitución prohíbe los contratos en materia de hidrocarburos. Sabemos también que no se prohíben todos los contratos, por ejemplo, las compras de bienes, alquileres y la prestación de servicios. Se trata de contratos de riesgo en cualquiera de sus modalidades, ya sea de producción compartida o de utilidades compartidas. El contenido actual del artículo 27 constitucional tiende a proteger la propiedad nacional de los hidrocarburos y a impulsar una industria petrolera propia. Si esa riqueza es de la nación, nadie tendría, en consecuencia, el derecho de repartirla entre particulares. No parece tener este concepto alguna dificultad en su comprensión.

La nueva ley de Pemex (art. 61) señala que en la realización de contratos, Pemex no concederá derecho alguno sobre las reservas, se mantendrá en todo momento el control y dirección de la industria, las remuneraciones a los contratistas serán siempre en efectivo, por lo que en ningún caso podrá pactarse como pago un porcentaje de la producción o del valor de las ventas de los hidrocarburos ni de sus derivados o de las utilidades de la entidad contratante, no se suscribirán contratos que contemplen esquemas de producción compartida ni asociaciones en las áreas exclusivas y estratégicas a cargo de la Nación. Además, los contratos que no observen las disposiciones legales serán nulos de pleno derecho.

Esto es lo que quiere derogar el gobierno actual a pesar de que ya se inventaron, desde la anterior administración —la de Calderón— los “contratos incentivados” que no son otra cosa que de utilidades compartidas, es decir, el gobierno viola la Constitución y la ley. En otras palabras se quiere legalizar la ilegalidad a través de una reforma constitucional. Así, después de violada, regalada. ¿Es esto válido?

Hace poco, después de largos debates y posteriores negociaciones, las fuerzas políticas del país llegaron a un acuerdo. El primero fue que la Constitución no debería ser violada, al menos tan fácilmente. El segundo fue que la ley debería ser fiel a la Carta Magna. El tercero fue que Pemex debería tener mayor libertad de operación y la explotación de hidrocarburos debería apegarse a una planeación que asegurara la seguridad energética y el aprovechamiento de los recursos nacionales.

Pero las ansias expoliadoras de las trasnacionales son grandes y los criterios de una parte de la clase política coinciden con las mismas. Lo que se nos está diciendo es que la Constitución y la ley están mal, que por ello son violadas impunemente y que para evitar seguir en la ilegalidad se requiere modificar la ley en el sentido que desean los violadores de ésta. O sea, para evitar la impunidad hay que dar la razón a los impunes. Han de decir que muerto el perro —la Constitución— se acabó la rabia —la violación de la ley—, por lo cual la nación mexicana tendría que dar la razón a los críticos históricos de la expropiación de los bienes de las compañías petroleras de 1938 y llegar a la conclusión de que dicho acto no fue el conveniente: que compañías privadas se apropien de parte de lo que no es suyo, sino de la nación, aunque sea en la forma de contratos de utilidades compartidas y ya no de concesiones directas, como lo sigue proponiendo el PAN.

Bueno, los violadores de la legislación actual dicen que esa defensa total de los hidrocarburos no es más que un nacionalismo trasnochado que ya no tiene justificación. Pero lo que en realidad importa es el mal negocio que hace una nación al compartir sus propias riquezas por falta de inteligencia, decisión y arrojo de sus gobernantes cuando éstos representan intereses diferentes a los nacionales.