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Catástrofe política en Bolivia

Ninguna persona intelectualmente honrada podría negar que en Bolivia se ha producido un golpe de Estado con el decisivo apoyo de los militares. Esa catástrofe política no se originó de manera repentina. Hay que hacer recuento de hechos y daños.

Evo Morales se equivocó cuando recurrió al máximo tribunal para anular la votación mayoritaria del electorado que refrendó el límite de dos periodos para la reelección del presidente. Eso no lo debe hacer un demócrata, mucho menos un líder popular como Evo, porque es algo contradictorio con esencia, promesa y programa.

Quienes nunca han sido demócratas sino elitistas, los integrantes del grupo económico conservador, clasista y racista de Bolivia, aprovecharon ese error de Evo Morales para cohesionar un bloque opositor antirreleccionista con vistas a la elección presidencial, esperanzados en una segunda vuelta porque no veían que les dieran los números en la primera.

En Bolivia, para obtener el triunfo se requería contar con la mayoría absoluta o con diez puntos porcentuales arriba del segundo lugar. Nadie, ni siquiera Evo Morales, consideraba seguro que esa diferencia se produjera. Cuando se anunció el resultado final del escrutinio, con un poco más de 10% de diferencia, la oposición denunció fraude y convocó a huelgas y bloqueos, pero nunca presentó casos concretos, por lo cual no hubo procesos judiciales.

Otro error que un demócrata no debe cometer fue el haber admitido que la Organización de Estados Americanos se convirtiera en dictaminador electoral con resolución vinculante. El informe que presentó la comisión de la OEA se basó en 300 casillas electorales seleccionadas, y unas cuantas consideraciones de carácter más bien político. Por su lado, los golpistas habían desconocido de antemano ese dictamen porque ya estaban demandando el retiro de Evo Morales y del vicepresidente García Linera, para tratar de imponer de esa forma a un nuevo mandatario, es decir, el golpe directo, con o sin OEA.

Bolivia se convirtió durante un par de días en un país sin guardias. Los opositores podían quemar lo que desearan porque la policía requería violencia como cobertura para pedir el retiro del presidente, por lo cual se «acuarteló» ella misma, en realidad se amotinó. Luego, el Ejército (protagonista directo de muchos golpes de Estado en la historia de Bolivia), presentó el ultimátum al gobierno. Evo Morales no tenía muchas opciones.

Los políticos golpistas, de la mano de militares y policías, han impuesto a una presidenta absolutamente espuria (Jeanine Áñez) antes de que el Poder Legislativo hubiera admitido o negado la renuncia del presidente y del vicepresidente, en acatamiento del artículo 162 de la Constitución. Además, el orden sucesorio legal boliviano señala a la presidenta del Senado (Adriana Salvatierra). El golpe ha sido consumado y el orden constitucional no está vigente.

El gobierno de Evo Morales recobró riquezas naturales y elevó la producción; realizó muchas reformas sociales; redistribuyó el ingreso; cambió el sistema político; le dio voz, voto y poder a la mayoría indígena; implantó la independencia nacional; golpeó la corrupción. La economía boliviana es la que más crece en América Latina.

Sin embargo, con un solo error madre se puede perjudicar la obra magnífica de una revolución pacífica.

Ahora, el curso de Bolivia no es predecible. Durante las próximas semanas podrán sobrevenir acontecimientos capaces de provocar vuelcos en cualquier sentido. A partir de este momento ya no habrá estabilidad política, mientras que la economía, lógicamente, sufrirá problemas ya superados.

La izquierda y las organizaciones sociales tendrán que resistir con tanta fuerza como sea necesaria para que la vía electoral sea reimplantada. Lo que debería quedar absolutamente claro es que no hay solución política o algo semejante si no es a través del voto popular. En consecuencia, los destacamentos del progreso y la democracia no pueden darse el lujo de dividirse en lo más mínimo. De eso depende todo, o casi.

España sin gobierno

Las elecciones del próximo domingo 10 de noviembre han sido convocadas debido al hecho de que España carece de gobierno y sólo tiene un encargado. Pues bien, éste pide que se le otorgue la investidura si acaso su partido logra ser el más votado aunque no consiga coligar una mayoría parlamentaria.

Se trata de un imposible porque no se puede cambiar una Constitución el día antes de la elección para complacer la exigencia de uno de los contendientes. Además, esa propuesta es contradictoria porque Pedro Sánchez, líder del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), no hubiera podido llegar al gobierno cuando el Congreso de los Diputados despachó a Mariano Rajoy luego de una sentencia judicial que comprometía directamente al Partido Popular (el cual era el más votado de la Legislatura) en hechos de corrupción.

El líder de PSOE quiere gobernar en solitario con un 27%, que es lo que probablemente obtendría según encuestas, convertido, con la magia del sistema electoral español, en 121 escaños de un total de 350, casi el 35%. No obstante, Pedro Sánchez quiere llevarse todos los sillones del gobierno, es decir, la totalidad de los ministerios. Esa no es una actitud democrática.

El PSOE considera que las nuevas elecciones de diputados se hicieron necesarias porque las derechas (Partido Popular (PP) y Ciudadanos (Cs) no estuvieron dispuestas a abstenerse en una segunda vuelta de investidura en el Congreso. ¿Por qué tendrían que haber estado en condición de hacerlo si la abstención en esa tesitura equivale a un apoyo?

El reproche que Sánchez le hace a sus rivales de la derecha contiene veneno de víbora, ya que implica que la única solución era y ha de ser un acuerdo de gobernabilidad entre una parte de la izquierda, sólo la suya, y el Partido Popular que fue removido mediante un mecanismo de unidad de las izquierdas, la misma que ahora le parece imposible al candidato del PSOE.

El cuasi empate político entre izquierdas y derechas en la actual España es ya un inmenso problema como para que las cosas se hagan más intrincadas con el sectarismo del líder del PSOE, dispuesto casi a todo con tal de no admitir un gobierno de coalición con Unidas Podemos (UP), que pudiera contar con el apoyo de algunos grupos pequeños, indispensables para obtener los 176 votos en primera vuelta o contar en la segunda con más apoyos que rechazos.

Lo que Sánchez podría buscar es un acuerdo con la derecha liberal, Ciudadanos (14 escaños), pero eso hubiera sido antes, cuando este último obtuvo en abril 42 asientos. Pero la caída de Ciudadanos ya le complicó el panorama al PSOE. Se debería reconocer que, con las nuevas elecciones, los únicos partidos que según encuestas están sumando son el PP y la ultraderecha Vox. Esta ha sido obra exclusiva de la dirigencia del Partido Socialista al bloquearse a sí mismo y tener que llamar a nuevas elecciones.

Los comicios españoles del 10 de noviembre nunca debieron ser convocados. Pedro Sánchez estaba obligado a brindar un gobierno al país en lugar de ir a una aventura que arrojaría la misma situación política, en el menos peor de los escenarios posibles.

España no puede tener gobierno porque el viejo partido socialista se mantiene en su pretensión exclusivista de que es la única y verdadera izquierda, cosa que jamás fue así y menos ahora.

Mas ese sectarismo es una forma de impedir obstrucciones procedentes de la izquierda dentro del Congreso y en el gobierno para de tal forma poder negociar a gusto con las derechas. Sin embargo, tal resultado que busca Sánchez es igual de antidemocrático que la idea de quedarse con todas las sillas del Consejo de Ministros teniendo sólo la cuarta parte de los votos ciudadanos.

La gente en casi toda España va a ir a votar entre la izquierda y la derecha, escogiendo dentro de esos dos grandes bandos a un partido en especial. Por ello, un gobierno monocolor de izquierda capaz de entenderse libremente con la derecha no corresponde al esquema político prevaleciente en el país, con excepción de Cataluña donde existe una situación particular.

Con la abstención de UP y Cs, más la de unos 30 diputados de los partidos menores,  en una segunda vuelta, las derechas PP-Vox bloquearían la investidura con sus 137 votos, contra los 121 del PSOE.

Así que los socialistas tendrían que sumar a 35 de Unidas Podemos y Más País,  y 20 de otros partidos para lograr una mayoría de 176 votos en la primera vuelta. Pero si todo es a fuerza, sólo bajo la amenaza de tener de nuevo que convocar convocar a elecciones, el nuevo gobierno no podría sostenerse más que por decreto, precariamente, o ceder en todo ante la derecha. No parece, sin embargo, que esa sea la idea de la mayoría absoluta de los electores de España.

España sobre el filo de la navaja

En varios países, incluido México, se ha recibido como un alivio el triunfo del Partido Socialista (PSOE) en España. Sin embargo, de momento, lo que ha ocurrido es el fracaso de las tres derechas que se encontraban en dura disputa entre ellas por acreditar mayor aptitud reaccionaria y, luego, unirse en un nuevo gobierno.

En realidad, el PSOE, con el 28.68% de la votación útil, aunque ha sido altamente beneficiado por el sistema de reparto de escaños, no rebasa con sus 123 diputados y diputadas la suma de las tres derechas que operan a nivel de todo el Estado español (147).

La mayoría del Congreso de los Diputados es de 176. El PSOE está lejos de esta cantidad. No obstante, ese partido ha manifestado que desea un gobierno monocolor, es decir, no busca una coalición de partidos. Quiere llevar a España a una vida política que se curse sobre el filo de la navaja.

Según un análisis entre grandes conglomerados ideológicos (en los tiempos en que ya no hay ideologías sino sólo técnicas, se dice), las izquierdas suman 48.53% de los votos válidos y las derechas alcanzan el 46.85, contando a todas las formaciones con presencia parlamentaria. En escaños, de un lado hay 187 y del otro 163.

El primer problema es que el PSOE y Unidas Podemos no alcanzan la mayoría absoluta, pues suman tan solo 165 de los mencionados 176 que se requieren para lograr un gobierno en primera votación. En una segunda vuelta, se podría tener un gobierno de minoría si acaso se obtuvieran más votos a favor que en contra, con lo cual los grupos parlamentarios que se abstuvieran podrían decidirlo todo, pero la derecha, sola, no podría detener la investidura de un gobierno de izquierda.

El segundo problema consiste en saber dónde están en la izquierda esos partidos valientes que desean un gobierno inestable (PSOE en solitario) frente a una derecha convergente que tendría más escaños que los socialistas.

Caminar por el filo de la navaja querría decir que un gobierno presidido por Pedro Sánchez (PSOE), sin coalición, podría estar en minoría en cualquier coyuntura, como le ocurría al de Mariano Rajoy y al mismo Sánchez, quien no podía siquiera sacar el presupuesto.

Los peores momentos políticos de España, bajo la democracia, han sido con gobiernos minoritarios. Nunca nada bueno ha salido de ese esquema.

Pero Pedro Sánchez tiene otra tesis. Él cree que puede gobernar con astucia, administrando a un conjunto abigarrado de grupos parlamentarios que, así como pueden converger pueden romper todo pacto. Esta equivocado.  Se sobreestima a sí mismo. No es cuestión de astucia. Hay un país en juego.

El esquema de Sánchez es algo así como un cesarismo o bonapartismo, que consiste en una confrontación política sin solución propia que arroja un poder equilibrador por encima de facciones. El líder del PSOE «no sería de izquierda ni de derecha, sino todo lo contrario»: un Luis Bonaparte que pasó de presidente a emperador. España es un «reino» pero no es para tanto.

El resultado de las elecciones no favorecerá a las izquierdas en tanto subsista su separación. No sólo existe el grave problema de los españoles y españolistas frente a los nacionalismos catalán y vasco (ERC y Bildu), con quienes se podría hacer una mayoría absoluta de izquierda con 184 escaños, sino también el del programa social de izquierda.

Como el PSOE en alianza con Podemos no llegaría a la mayoría, a cada paso debería negociar con otros, pero dentro del plano de la izquierda. Las cosas serían más adversas para España cuando el PSOE, como gobierno monocolor, tuviera que negociar todo con el Partido Popular o con Ciudadanos, dos derechas en competencia para ver cual es más reaccionaria. Esto último está incluido en el nefasto plan de Pedro Sánchez.

Existe entre las bases socialistas un repudio a negociar con Ciudadanos. Quizá eso se vaya diluyendo, pero de esa forma provocaría un vuelco a la derecha en el gobierno de Pedro Sánchez, lo cual sería por completo contrario al dictado de las urnas. Lo que perdieron las derechas en las elecciones sería recuperado con los actos de gobierno de los socialistas.

En el momento en que se abriera una coyuntura, el PSOE habría de ser defenestrado sin que las otras izquierdas pudieran salvarlo. Al final de ese proceso, una nueva elección contendría el riesgo de lo que ya se vio hace poco en Andalucía: un gobierno del PP y Ciudadanos con el apoyo de Vox, el partido más franquista.

Si Podemos no puede abstenerse gratuitamente en la segunda votación para formar gobierno, el voto en contra de aquellas tres derechas (PP, Cs y Vox) sería suficiente para impedir que Pedro Sánchez fuera investido. Habría otra elección, pero luego de un fracaso del PSOE, entendido quizá como incapacidad para sortear la abigarrada composición política española.

El camino de la unidad de las izquierdas, dos de ellas dentro del gobierno y las otras pequeñas en coexistencia constructiva, tampoco es fácil pero, al menos, abriría un camino de reformas sociales y políticas en una España que está hace ya tiempo sedienta de aguas nuevas.

El desvanecimiento de la OEA

Los momentos más importantes de la historia de la Organización de Estados Americanos han estado vinculados a las órdenes impartidas por el gobierno de Estados Unidos. Se recordará, entre otros muchos, la expulsión de Cuba («incompatibilidad de regímenes sociales») y la ocupación militar para derrocar al gobierno constitucionalista de la República Dominicana.

Pero desde aquello que era dramático se ha llegado al ridículo inaudito: una organización de Estados admite como miembro del mismo al Poder Legislativo de un país. La idea de reconocer a Guaidó como Presidente de Venezuela fracasó cuando en la resolución se sustituyó el término República Bolivariana de Venezuela por Asamblea Nacional, es decir, que el país ya no es integrante de la organización sino sólo su Poder Legislativo. Fue Jamaica, el voto 18 que era indispensable para alcanzar la mayoría suficiente, quien introdujo la corrección.

La OEA es ya una organización en la que están en la mesa gobiernos y una asamblea de diputados. Dentro de poco, de seguro podrán ingresar con derechos plenos partidos políticos si acaso eso sirve para llevar a cabo planes intervencionistas.

Hay un tal Almagro, quien opera como Secretario General de la OEA, que se ha dedicado a combatir todo aquello que odia Donald Trump en el continente. Entre los dos están logrando lo que no se pudo antes: llevar a la OEA a su completo desvanecimiento.

Una organización de tan pobre perfil que llega a los extremos de promover golpes de Estado, ya se ubica un peldaño más abajo que cuando admitía los mismos con simpatía. Pero al designar por sí y ante sí al representante de un Estado soberano, como recurso político golpista, conduce las relaciones internacionales hemisféricas al extremo del colapso. En realidad, esa resolución carece por completo de efectos reales, como se dijo luego de la votación.

La OEA no ha sido un foro privilegiado de sus países miembros, pues casi todos ellos han creado instancias regionales para impulsar relaciones políticas y económicas de mucho mayor calado que el viejo «ministerio yanqui de colonias», como algunas veces le llamaba Fidel Castro.

El arribo de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos no fue lo que más aumentó la presión sobre la OEA. El mayor problema ha sido el conjunto de derrotas de las izquierdas en varios países. La llegada de gobiernos francamente derechistas en Argentina, Chile, Brasil, Perú y Ecuador ha llevado a la OEA a ser algo parecido a lo que era en los sesentas y setentas del siglo pasado.

México ha tenido históricamente una distancia de la OEA. Casi todos sus gobiernos fueron fríos en tanto que, por nacimiento y desempeño, esa organización estaba más cerca de la doctrina Monroe que de unas relaciones hemisféricas en pie de igualdad. El Estado mexicano nunca necesitó a la OEA,  por lo cual fue uno de los más alejados de la misma.

El embajador mexicano ante ese organismo, Jorge Lemónaco,  ha dicho que la afiliación de la Asamblea Nacional de Venezuela a la OEA es una victoria pírrica de algunos, es decir, que le ha costado demasiado a sus patrocinadores, para empezar, el más completo ridículo.

Nicolás Maduro quizá podrá caer, pero es más difícil que Juan Guaidó, el designado por Trump, llegue a ser realmente presidente. La crisis venezolana no es un fenómeno que afecte al hemisferio y mucho menos a las relaciones internacionales del mundo, como pretenden 50 gobiernos que quieren decidir la coyuntura en el país de Bolívar. Sin embargo, se encuentra sorprendentemente en la lista de conflictos mundiales.

En Europa occidental y central pocos han resistido los requerimientos de la Casa Blanca, pero acá, en América Latina, al menos existen todavía gobiernos con dignidad para negarse a intervenir en asuntos internos de otras naciones. México es uno de ellos.

Mientras, la OEA se ha desvanecido. En horabuena.

Su propio presente persigue a Venezuela

Ya no hay la menor duda que Estados Unidos lidera una fuerte coalición internacional para derrocar al gobierno venezolano. Durante los últimos años, el desgaste político en el país de Bolívar ha sido constante, de manera que es su propio presente el que lo persigue: ninguno de sus problemas parece tener posibilidades de pronta solución. Da la impresión de que las cosas, a lo sumo, van a empeorar, cualquiera que sea, por lo pronto, el curso que adopte la lucha política.

Venezuela es un país de más de 30 millones de habitantes. No es nada pequeño. Su riqueza natural ha sido sostén de la economía, el petróleo, cuyo volumen de producción sigue en caída a pesar de contar con las mayores reservas en el mundo. El producto interno continúa disminuyendo mientras la inflación anual ya se mide en porcentajes de millones.

Venezuela es un país que en pocos años ha vencido el analfabetismo, brindado medicina, vivienda y escuela a quienes antes carecían de lo indispensable. Ha superado en gran medida la extrema pobreza pero, en tal proeza, se ha empobrecido como país. Esta contradicción no puede ser superada con la sola perseverancia del partido gobernante, sino que reclama un cambio en la política económica.

El centro de la disputa ha sido desde un principio la renta petrolera. Durante décadas, una burguesía triunfante se apoderó de los beneficios del petróleo, compraba todo con esas divisas en Estados Unidos mientras acaparaba el gran comercio, los medios de comunicación, los transportes y otros servicios. Los capitalistas venezolanos han sido los más parasitarios de América desde el destronamiento de los cubanos, hace más de 50 años.

El bipartidismo, posterior a la caída de la dictadura de Pérez Jiménez, impuso una democracia deforme y corrupta en cuyo centro siempre estuvo el reparto de la renta petrolera a costa de la generación de enormes centros de pobreza alrededor de las ciudades. Desde ahí bajaron un día los pobres a apoyar a Hugo Chávez, un militar golpista que había estado varios años en prisión, luego de los cuales no menguó su popularidad. Eso ocurrió hace 20 años.

En 2002, Venezuela sufrió un golpe de Estado en el que se autoproclamó presidente el líder de la organización patronal (Fedecámaras), con el apoyo de la oposición política. La asonada fue derrotada dos días después con el rescate del presidente Hugo Chávez, encarcelado en una isla. Luego se produjo una huelga petrolera ruinosa para el país y, después, un referéndum revocatorio en el cual Chávez fue confirmado. Entre cada uno de esos acontecimientos se producían frecuentemente protestas, campañas, forcejeos, bloqueos, escándalos, fuga de capitales, manipulaciones económicas: la lucha política más encarnizada en el Continente.

Las contradicciones se profundizaron a la muerte del caudillo del socialismo bolivariano. En 2013, Nicolás Maduro llegó a la presidencia con el 50.61% de los votos contra el 49.12% de su contrincante, Henrique Capriles, pero, en 2015, la Mesa de Unidad Democrática, que agrupaba a toda la oposición, obtuvo el 56.3% de la votación para elegir a los diputados. Bajo el sistema electoral venezolano se conformó una mayoría de 112 escaños de un total de 167. Tres lugares permanecieron en condición suspensiva por anulación, los cuales le impedían a los opositores controlar los dos tercios, porcentaje necesario para tomar las resoluciones más trascendentes.

Desde el día de la derrota electoral del chavismo, la unión de los opositores anunció que removería al presidente de la República por la vía de declararlo ausente. Eran los mismos que, 13 años antes, habían participado en el revertido golpe contra Chávez y todos los otros poderes constitucionales. Son los mismos que ahora han vuelto sobre sus propios pasos al declarar vacante la Presidencia del país.

No hay en América Latina una oposición política, organizada en partidos legales, que haya sido más abiertamente golpista que la venezolana.

Entre tanto, la provocación desde ambos bandos ha conducido a la frecuente represión de la fuerza pública y a la prisión política como respuestas que no mejoran en nada la posición del gobierno.

Una de las bases de sustentación de la fuerza opositora sigue siendo la disputa en pos de la riqueza petrolera, aún cuando la renta de ésta ha disminuido. Pero, además, grandes segmentos de la clase media desprecian lo mismo a los trabajadores urbanos que a todos los demás pobres. Los universitarios egresados de las escuelas de medicina se negaban a trabajar fuera de sus ciudades, luego de lo cual el gobierno tuvo que abrir planteles en otras partes con estudiantes de otros lados: hay en Venezuela una furia social poco conocida por su intensidad en el resto del Continente.

El gobierno del socialismo bolivariano se concentró en sus propios proyectos redistributivos mediante el uso de la mayor parte de la renta petrolera, con lo cual desatendió la infraestructura e ignoró casi todo el campo de las inversiones directamente productivas. Al tiempo, se introdujeron las máximas regulaciones sobre casi toda clase de empresas y el mercado exterior. Es entendible que, en tales condiciones, lo que se ha llamado la guerra económica de los ricos tuviera enormes éxitos, en especial cuando el precio mundial del crudo se redujo.

Los capitalistas venezolanos no hubieran alcanzado sus objetivos de boicot económico sin la desastrosa política del gobierno de Maduro. Ya desde antes, bajo los esquemas de utilización de la renta petrolera y de gestión de la economía trazados por Hugo Chávez, la desestabilización y la recesión se apreciaban como algo seguro. Con Nicolás Maduro, ya nadie lo podía poner en duda.

No parece existir, sin embargo, en el seno del Partido Socialista una alternativa política para modificar el camino. Los embates opositores y, ahora, las descaradas conspiraciones extranjeras, llevan al chavismo a aglomerarse detrás de la muralla.

El orden constitucional ha sido roto por una golpista oposición mayoritaria en la Asamblea Nacional y por un gobierno que desconoce al poder legislativo. Ni los diputados tienen cobertura constitucional para desconocer al titular del Poder Ejecutivo ni el gobierno puede dotar a la llamada Asamblea Constituyente, por él mismo convocada, con poderes que no sean sólo los de redactar una nueva carta magna, de la cual no se ha escrito un solo renglón.

Ningún poder se encuentra operando por entero dentro de la legalidad, excepto las fuerzas armadas que no son un poder constitucional. Este es el dato más estremecedor de la actual crisis política venezolana.

Las negociaciones entre la oposición y el gobierno de Maduro han sido infructuosas y, ahora, se observan como inviables. Los opositores quieren que se les entregue todo el poder por completo, sin condiciones ni demoras. Pero eso sólo lo podrían hacer los militares, siempre que éstos se encontraran unidos en tal propósito, luego de lo cual podrían empezar las confrontaciones armadas.

Es evidente que la represión, hoy mucho más que antes, conspira contra el represor, el gobierno. Entre más violencia se produzca, entre más peligro de confrontaciones armadas se aprecie dentro y fuera del país, mayor fuerza decisiva tendrán los militares, lo cual es justamente lo que busca Donald Trump.

Un acuerdo podría consistir en la sustitución de Nicolás Maduro por un nuevo vicepresidente ejecutivo, nombrado por el Partido Socialista y aceptado, al menos, por algunas otras fuerzas políticas, pero, para ello, se requerirían negociaciones sensatas y leales, las cuales han sido rechazadas de antemano por el ahora candidato a usurpador y por su patrocinador, el inquilino de la Casa Blanca.

No existe nada en el discurso y los actos de la coalición extranjera encabezada por Estados Unidos que no sea la exigencia de un golpe militar que derroque a Nicolás Maduro e imponga a un tal Juan Guaidó.

¿Un gobierno impuesto por Estados Unidos con el uso de las bayonetas venezolanas, que serían traidoras por definición, tendría algún futuro en la Venezuela de nuestros días? ¿Luego del derrocamiento del gobierno de Maduro y, necesariamente, del Tribunal Supremo de Justicia, podría realizarse en los siguientes 30 días (Art. 233 constitucional) una nueva elección bajo condiciones de normalidad y con un encargado del poder impuesto desde la Casa Blanca?

¿Quiénes, en México, quieren llevar al gobierno de nuestro país a ubicarse en un plano contrario a la Constitución para convertir, por vez primera, al Estado mexicano en potencia extranjera interventora aunque no tuviera que enviar tropas? Que levanten la mano bien en alto para poderlos ver.

Odebrecht, Calderón, Peña, Lozoya y demás

 
La empresa Odebrecht, de origen brasileño, ha sido señalada como creadora de un sistema de sobornos de alcance internacional. Numerosos gobiernos fueron «seducidos» mediante grandes sumas de dinero ofrecidas como recompensas a cambio de contratos para la realización de obras públicas a cargo de la trasnacional brasileña. El primer procurador que se lanzó contra esa empresa ha sido el estadunidense, luego de lo cual otros países siguieron ese mismo rumbo, precisamente contra altos funcionarios, incluso ex presidentes. En Brasil, el caso es de amplios vuelos.
 
En México, todo parecía apacible no obstante que nuestro flamante procurador había viajado a Brasil para recabar los datos necesarios para poner en claro los contratos de Pemex con Odebrecht. Sin embargo, la PGR ocultó todo lo que pudo saber al respecto y declaró que seguía investigando el asunto. Por su lado, Odebrecht se dio el lujo de responder a López Obrador, quien se había atrevido a señalar a esa empresa como repartidora de mordidas, mediante el argumento de que es imposible que en México esa compañía pudiera organizar un sistema de sobornos.
 
Ahora, después de los testimonios rendidos en Brasil, los mismos directivos de Odebrecht en el país declaran que están listos a colaborar. ¿Para esclarecer lo imposible?
 
Marcelo Odebrecht, socio mayor y presidente de la empresa que lleva su propio apellido, logró una entrevista con Enrique Peña Nieto en octubre de 2013, cuyo contenido, naturalmente, está en la más completa oscuridad, pero que hubo de tener algún propósito concreto. La trasnacional brasileña ha contratado en México por 1 400 millones de dólares. Los directivos de Odebrecht que han declarado ante la justicia en Brasil dicen que entregaron a Emilio Lozoya, en total, 10 millones de dólares, con lo cual se estarían refiriendo a un miserable 1% de soborno, cuando en México la tasa de referencia de las mordidas es de 10%, el llamado diezmo.
 
Esta situación abre un enorme campo a las hipótesis: podrían los 10 millones entregados presuntamente a Lozoya estar relacionados sólo con algunos contratos o sólo serían para el director de Pemex mientras otras cantidades mayores hubieran sido entregadas a diversos miembros del gobierno, antes y después de diciembre de 2012, es decir, algo le hubiera tocado a Felipe Calderón.
 
También podría ser que los declarantes brasileños no hubieran sabido de la suma total de sobornos en México, sino sólo de una parte menor, aquella que les consta directamente.
 
Marcelo Odebrecht fue sometido a juicio en Estados Unidos en 2015, luego de lo cual, todas las operaciones de su empresa en el Continente tuvieron que ser analizadas como posibles partes integrantes de una forma de actuar basada en el soborno. Eso ocurrió en muchos países, excepto, como siempre, en México.
 
Anteayer, en la llamada cumbre de fiscales de América Latina (11 países), Raúl Cervantes Andrade, Procurador General de la República, dijo cualquier cantidad de frases enredadas o sin sentido para agradecer las informaciones provenientes del exterior, especialmente de Brasil, sobre el comportamiento de Odebricht, pero se pudo observar que carece de un caso conformado.
 
En ese momento, Emilio Lozoya estaba rindiendo su declaración ante el Ministerio Público, pero, como dijo su abogado, el muy conocido Javier Coello Trejo, él nomás iba a eludir todo lo relacionado con las cuestiones que pudieran inculparlo. Pues claro, Lozoya no va a confesar, como no lo hacen quienes reciben mordidas. El problema es que la PGR no tiene nada porque sencillamente no ha investigado nada.
 
Como los sobornos pudieron haber empezado, según los inculpados en Brasil, antes del 1º. de diciembre de 2012, el asunto pudiera tener alguna conexión con los gastos de la campaña priista, lo cual sería conveniente investigar con la ayuda del entonces, como ahora, operador de Peña Nieto, el actual secretario de Relaciones Exteriores, el señor Luis Videgaray, organizador, en ese mismo lado, de las ilegales tarjetas de pago en la campaña electoral de 2012. Si así fuera, las mordidas de Odebrecht hubieran tenido que ser lavadas y qué mejor que pagando con tarjetas.
 
Emilio Lozoya salió de la PGR tan campante como entró. Él ya lo sabía. En su calidad de inculpado, no tiene obligación de responder las preguntas del Ministerio Público. Así que, si quieren acusarlo, que le demuestren algo, pero como no se trata de eso, la PGR está en situación de completo extravío mental, como casi siempre en asuntos relacionados con la corrupción y algunos otros más.
 
En Estados Unidos, Brasil, Perú y otros países ya están abiertos los procesos penales sobre sobornos de Odebricht, excepto en México.
 
La solicitud de legisladores para que se den a conocer las auditorías en Pemex no está mal, pero las mordidas no se anotan en los libros de contabilidad. Es dinero que se cuela. La declaración del defensor de Lozoya (antes agresivo persecutor por consigna), en el sentido de que no hay depósitos bancarios sobre ese dinero, claro que debe tener sus bases porque las cosas se hacen con cuidado.
 
Los corruptos son eso, no son estúpidos. No hay dinero a la vista, lo cual no demuestra que no lo haya en absoluto. Para investigar existe el Ministerio Público, pero en México ése no fue creado para tal efecto. Triste realidad.

Venezuela: los golpistas

 

Es irrelevante que el gobierno mexicano haya «desconocido» las recientes elecciones venezolanas luego de saludar el plebiscito convocado y realizado por las oposiciones. Esto es así para los venezolanos mas no para los mexicanos. Aquí se ha cometido una intervención política del gobierno mexicano en asuntos internos de otro país.

El gobierno de Peña podría romper relaciones con Caracas, si así lo decidiera. No requiere sanción parlamentaria, ni siquiera apoyo popular. Pero México no reconoce gobiernos y, por tanto, tampoco los desconoce: no puede ser golpista. Tiene o no relaciones diplomáticas con otros Estados. Punto. Así es la política exterior mexicana. O, mejor dicho, era, porque Peña Nieto y Luis Videgaray la han defenestrado. Lo peor es que lo han hecho alineándose con Washington, quien sí reconoce o no a otros gobiernos y, más aún, los puede sancionar y buscar su derrocamiento; así es la política exterior de Estados Unidos, pero ése es otro país y tiene otra historia.

Mas al margen de los desaguisados del gobierno de Peña Nieto, existe Venezuela, donde se ha llevado a cabo durante los años recientes una aguda lucha política, cuyo centro es el destino de los excedentes petroleros, los cuales, por décadas, habían sido capturados por una minoría privilegiada que terminó en una profunda corrupción. Aquella oligarquía fue arrollada por una revolución basada en las urnas: bajo el gobierno de Hugo Chávez, en Venezuela había votaciones a cada rato, fueran o no necesarias.

La oposición venezolana siempre ha sido golpista. Intentó varias veces derrocar a Chávez a través de varios métodos, incluido el golpe militar. Mas lo que no estaba previsto era que lo siguiera siendo después de ganar por primera vez los comicios legislativos. Tan luego como la coalición opositora logró la mayoría en la Asamblea Nacional, se propuso terminar con el mandato de Nicolás Maduro y en eso sigue.

Lo que tampoco estaba previsto era que Maduro se convirtiera en otro golpista a través de actos sucesivos: primero, anular elecciones distritales supuestamente fraudulentas para impedir que la oposición tuviera mayoría de dos tercios en la Asamblea; segundo, negar el derecho a la votación revocatoria del mandato presidencial; tercero, suspender las elecciones locales con lo cual se aplastó el derecho del pueblo a elegir, con el único propósito de evitar la derrota electoral del oficialismo; cuarto, incrementar la lista de presos políticos; quinto, mover al Tribunal Supremo para que éste se arrogara las facultades constitucionales de la Asamblea, lo cual tuvo que ser revertido; sexto, instalar una Asamblea Constituyente, convocada sin sanción legislativa ni consulta popular previa, para decretar luego la caducidad del mandato del poder legislativo.

Las fuerzas bolivarianas que lograron una redistribución profunda de la renta petrolera, han quedado en minoría por no haber aprovechado en su momento los altos precios del crudo para impulsar el crecimiento de la economía y el desarrollo del país. Anclado en su carácter de gran exportador de petróleo, Venezuela no resolvió siquiera el problema de la producción de energía eléctrica, mucho menos el de los alimentos. Una nueva industrialización se esperaba al principio de la presidencia de Hugo Chávez con el fin de lograr una economía en expansión y la ampliación del mercado interno, pero no fue así. La política social que jamás se había visto en Venezuela, la que abrió escuelas y hospitales, construyó vivienda y otras obras, forjó programas de subsidios populares, no fue suficiente para impulsar la economía en su conjunto a fin de hacerse sustentable. La guerra económica desatada por una rancia burguesía parasitaria no fue contrarrestada por el gobierno, mucho menos después de Chávez, con la llegada del gobierno de Maduro, el cual no resuelve problemas sino los crea.

Sin duda, los ricos en su totalidad se encuentran en las filas opositoras; ahí nadie se equivoca porque todos desean recuperar lo que se les ha quitado: el excedente petrolero. El problema del gobierno es que su fracaso no se debe a la siempre previsible resistencia de sus adversarios sino a sus propias equivocaciones, graves y consuetudinarias. La crisis económica venezolana es en verdad profunda.

La incompetencia política de Maduro está al nivel que la de sus opositores, con la diferencia de que el presidente tiene que pagar de contado, cada día, sus propias equivocaciones, mientras que sus adversarios se alimentan del desplome de popularidad de un gobierno inoperante. En realidad, el bloque opositor no ha hecho nada verdaderamente memorable después de su triunfo electoral, más que un plebiscito ciudadano golpista que, de cualquier forma, fue un fracaso porque no se alcanzó el objetivo de lograr más votos que los obtenidos por Maduro cuando éste fue candidato a presidente.

A los cuantos días, el partido de Maduro se llevó su propio fracaso porque la elección de la asamblea constituyente quedó lejos del objetivo de congregar a una mayoría de los electores en un país con tan alta incidencia electoral. Los venezolanos sí que saben votar pero ahora han concurrido a urnas diferentes, colocadas por ambos bandos en días distintos, lo cual no era para resolver algún problema sino para complicarlo todo.

No hay pronóstico. Sin embargo, si no se abre un camino de acuerdos, sólo otra fuerza, fuera de la contienda política directa, podría obligar a todos a deponer su beligerancia civil. Esa fuerza sería el ejército, el cual se niega a disparar, pero cuya intervención decisoria tornaría el panorama más difícil y los tiros podrían empezar de verdad.

Peña Nieto se vuelve a equivocar con Trump y el muro

 

La tesis enunciada por Luis Videgaray, en Madrid, sobre lo que él denominó «pleno derecho soberano de Estados Unidos para proteger sus fronteras» mediante la conclusión del muro fronterizo, es otro error del gobierno de Peña Nieto. La soberanía de los países tiene límites. Existen normas y principios de convivencia internacional, en especial cuando hay vecindad territorial. El muro es en sí mismo una agresión contra México.

Si el gobierno de Peña está pensando que es conveniente separar el tema del muro del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, pierde el tiempo y comete de nuevo un error. Una cosa y la otra forman parte del mismo problema: la imposición por parte de Donald Trump de nuevas bases de relación con México.

Si el gobierno de Peña está pensando en que hay que hacer mutis en el tema del muro porque éste no va a ser costeado por el Congreso estadunidense, se vuelve a equivocar porque hay fondos anuales autorizados para la frontera y el punto sería sólo el tiempo que demore la realización completa de la gran obra.

Si el gobierno de Peña está suponiendo que puede lograr bajar el nivel de xenofobia de la Casa Blanca contra los mexicanos y los centroamericanos sólo con poner buena cara, se está engañando a sí mismo. El rechazo a esos «hispanos» del sur tiene su base en la forma en que se analiza la economía por parte de ese hostil segmento de la derecha estadunidense.

Si el gobierno de Peña considera que puede unir a las fuerzas políticas de México bajo la tesis de presentar el muro como un acto soberano de Estados Unidos, en el marco de una dizque no intervención en asuntos internos de otros países, está en un error porque no se trata tan sólo de un problema político de los estadunidenses sino del intento de escindir una vecindad geográfica compartida que se ha convertido en algo social y nacional a través de poco más de siglo y medio, desde que los territorios del extremo norte le fueron amputados al Estado mexicano.

Si Peña está suponiendo que todos sus subordinados van a estar de acuerdo con el mutismo político que anuncia el secretario de Relaciones Exteriores sobre el tema del muro, se equivoca de nuevo porque éste tomará más fuerza y generará mayor rechazo en tanto que, al paso del tiempo, Trump, u otro, insista en sus planes.

Peña se equivoca al suponer con ingenuidad o falta de información que en Estados Unidos solo Trump quiere el muro. Hay millones que lo quieren, esa es la verdad que no se reconoce a las claras. El principal inconveniente es su financiamiento frente a su posible utilidad, por eso Trump inventó aquello de que México tendría que pagar y de esa forma logró una gran adhesión. El tema del muro ha estado presente por décadas en la política estadunidense y seguirá con Trump y sin éste. Pero, al mismo tiempo, permanecerá vigente como problema dentro de México: es un asunto de la relación entre ambos países, por tanto, obviamente, es un tema mexicano, aunque lo intente negar Videgaray.

El Congreso, en especial el Senado, que tiene facultades directas y expresas, debe deshacer la tesis de Enrique Peña Nieto sobre el muro «soberano» de Estados Unidos. He aquí una tarea nacional.

Cobro del botín

Si no quieres pagar ni vengas a Washington, en pocas palabras fue lo que le dijo Donald Trump a Enrique Peña Nieto temprano de mañana el jueves 26 de enero, a través de un twitt, luego de lo cual el presidente de México envió a la Casa Blanca un mensaje formal, anunciado en otro twitt, cancelando la entrevista que había sido fijada para el próximo 31 de enero. No es mentira que Trump sea un patán, además de otras muchas cosas.

Según Trump, a partir del inicio de las obras tendientes a completar el muro fronterizo sur de Estados Unidos, México se convierte en deudor de los gastos, es decir, se trata de un empréstito forzado para cubrir el costo de la obra o del reclamo de una indemnización por algún daño o perjuicio. Aquí no hay ley alguna.

En su twitt, Trump escribió una primera frase en la que afirma que EU tiene un déficit comercial con México de 60 mil millones de dólares, que el TLC ha sido unilateral desde el principio y habla de «empleos y compañías perdidos». A partir de estas ideas añade que si México no admite pagar sería mejor cancelar la reunión. Es evidentemente una respuesta al mensaje de Peña de la noche anterior la cual había sido, a su vez, una respuesta a la firma de la orden ejecutiva de construir el muro.

Así, por vez primera, Trump se refiere a lo que eventualmente sería la base de la indemnización reclamada: el déficit estadunidense con México. El nuevo presidente podría estar pensando que los 15 mil millones requeridos para apuntalar y terminar de construir el muro ya existente no son gran cosa comparados con el déficit comercial.

Trump sabe de sobra, sin embargo, que ese superávit comercial mexicano no es propiedad pública y gran parte se compone de las ganancias de compañías estadunidenses que aprovechan las ventajas competitivas de operar en México.

El vocero de la Casa Blanca ha dicho ya que el muro se pagará con un arancel de 20% sobre las importaciones procedentes de México. Eso sería mucho más dinero, en un solo año,  que el costo del muro, pero tampoco lo podría hacer legalmente Estados Unidos pues ambos países, aún sin TLC, seguirían siendo miembros de la Organización Mundial de Comercio bajo la norma de que los aranceles son iguales para todos. Sin embargo,  por lo pronto, los líderes republicanos en el Congreso ya dijeron que aprobarán el gasto con base en la «Ley barda segura» de 2006, aún vigente, que fue aprobada por congresistas de ambos partidos, entre ellos Barak Obama y Hillary Clinton.

En las guerras, los estados vencedores solían fijar y cobrar gastos de guerra a los vencidos. Pero aquí no se ha producido conflicto armado alguno. Al respecto, podría recordarse que la línea fronteriza actual entre los dos países fue trazada por Estados Unidos después de una guerra de expansión territorial. Es decir, la border es suya en todos sentidos. Es irónico exigirle ahora a México que pague el costo de la muralla de separación con el territorio que le fue expoliado.

El planteamiento de Trump es falso porque el muro en sí mismo no afectaría el comercio entre los dos países. El muro es absolutamente independiente del déficit comercial estadunidense, tanto del actual como del que llegue a tener en el futuro. No obstante, si México fuera unilateralmente «expulsado» de la OMC por parte de Estados Unidos y este país le impusiera la tarifa arancelaria del 20% ya anunciado por un tal Spicer en nombre de Trump, entonces no se resolvería ni lo del muro ni lo del TLC sino que se iniciaría una subversión del comercio mundial, una guerra arancelaria que sería la más estúpida (por sus motivaciones, en este caso el muro) de cuantas ha conocido el capitalismo.

Tampoco serviría el muro para detener el tráfico de drogas hacia el norte como ya se ha visto.

Las armas procedentes del norte pasan por los puestos fronterizos mientras que los terroristas procedentes del extranjero ingresan de cualquier manera.

Finalmente, Trump dice que el muro protegería a México de los emigrantes centroamericanos, pero esos no quieren venir sino ir a Estados Unidos, es decir, según Trump, dejarían de llegar millones de personas procedentes de Centroamérica. Ya se sabe que la emigración de mexicanos sin visa ha ido en descenso y que el número de deportaciones ha ido en aumento: Obama deportó más de dos millones de mexicanos en mandato y el año pasado fueron más de 200 mil. Mas también se sabe que los turistas mexicanos gastan en Estados Unidos 20 mil millones de dólares cada año, casi lo mismo que el monto de las remesas de trabajadores mexicanos.

El muro es una estupidez si se le analiza desde el lado de lo que afirman sus autores, los de antes y los de ahora. Pero no lo es desde el ángulo de la xenofobia. En realidad, quieren convertir la línea divisoria en una muralla que señale con absoluta claridad que detrás de ella hay una autoridad que odia recibir a cierto tipo de personas. Los mexicanos y los centroamericanos están entre los más indeseables para gente como Trump, según hemos podido advertir. Esto no es nuevo pero no se había expresado tan claramente desde la Casa Blanca.

Así que el «derecho de cobro» es producto de la xenofobia aunque se exprese ridículamente en un lenguaje comercial de parte de un comerciante que da órdenes ejecutivas. Con el cobro, se le dice a México: tú eres el culpable del repudiable asedio sobre mi frontera por lo cual tú mismo pagarás el costo de la muralla.

Mas Trump quiere hacer también unos muros internos: ha ordenado que la autoridad federal organice a los vecinos de ciertos barrios para denunciar a los indocumentados y poder arrestarlos en sus viviendas. Ha penalizado a las ciudades y pueblos «santuarios» cuyas autoridades no entregan a los indocumentados a la Migra, la cual será también fortalecida en la frontera y tendrá capacidad para albergar a muchos más que los 40 mil detenidos que ahora retiene simultáneamente en vía de deportación.

Mientras, estamos esperando que Mr. Trump firme otro papel para dar inicio al procedimiento de denuncia del «unilateral» (one-sided) TLC (NAFTA) que abarcaría seis meses de negociaciones, reales o supuestas, según el clausulado vigente.

País a la venta

La inversión extranjera directa no es despreciable de por sí. El problema es que el Estado, administrador por cuenta de la nación de los yacimientos de crudo y gas, decide traspasar parte de esa riqueza a empresas privadas. Los inversionistas van tras un 40 por ciento del valor del producto. Pero México podría ir por toda la ganancia y, además,  desarrollaría la ingeniería y la tecnología que tanto hace falta en un país atrasado.

Dos de las asignaciones en la zona marítima conocida como Perdido han sido otorgadas a consorcios en los cuales Pemex es socio minoritario. En una de las áreas ya se han hecho trabajos de exploración, la inversión es por tanto muy segura. Los nuevos socios mayoritarios de Pemex en esos proyectos serán la australiana BHP Billington, para el campo Trión (120 mil barriles diarios), y Chevron (EU)-Inpex (Japón).

Las otras trasnacionales beneficiadas con siete contratos adicionales, agrupadas todas ellas en diferentes consorcios, fueron: Statoil (Noruega); BP (Gran Bretaña); Total (Francia); ExxonMobil (EU); Offshore Oil Corporation (China); PC Carigali (Malasia). Ha sido un festín para esas empresas las cuales ampliarán sus operaciones hacia la zona sur del límite internacional marino del Golfo de México.

Todo lo que se pueda hacer con esos nueve contratos para aguas profundas pudo haber sido planeado hace diez años exclusivamente por Pemex de tal forma que ya estarían en actividad varios campos. Pero durante ese lapso el Estado mexicano, sus grupos políticos decisorios, se dedicaron a ponerse de acuerdo poco a poco hasta que al final definieron la forma exacta en que privatizarían los yacimientos de hidrocarburos. Mientras, siguieron dejando a Pemex sin recursos propios con el fin de que contratara empréstitos que en los hechos y en forma ilegal financiaran el gasto corriente del gobierno. La empresa petrolera estatal mexicana fue ahorcada también para justificar las actuales subastas petroleras a favor de trasnacionales. Sin embargo, al día siguiente de la asignación de nuevas áreas Pemex lanzó una oferta de deuda para obtener 4 mil millones de dólares pero contrató 5 mil 500 de una demanda de 30 mil. El petróleo sigue siendo negocio aunque el gobierno federal ya no lo quiera operar. Los inversionistas privados se arrebatan los papeles.

La política petrolera del gobierno es una de las formas de poner un país a la venta pues se trata de bienes nacionales no renovables (crudo y gas) cuyos precios son variables y constituyen además reservas de largo plazo. Aunque sea una enajenación parcial, ya que una parte del dinero se quedará como impuestos y otros ingresos, no se puede ocultar el carácter de venta de los yacimientos. Los contratos se firman con una duración que está determinada por la existencia productiva de los pozos y el número de éstos en cada depósito natural será el necesario para extraer todo el hidrocarburo posible. Es evidente que el yacimiento es lo que se está vendiendo con independencia de la forma de determinar el precio del mismo.

El problema no termina ahí. La concesión a las trasnacionales implica que México renuncia a un desarrollo de la ingeniería en general y de la tecnología petrolera. Un país atrasado debe usar sus riquezas naturales no sólo para el gasto social sino principalmente para construir las estructuras productivas permanentes a través de las cuales se forjen trabajadores más productivos y con mayores ingresos. Lo que México requiere no sólo es vender materias primas sino transformarlas y aprender a producir más y mejor. Esa no es la política del gobierno.

La subasta de yacimientos ha sido presentado como un respaldo del “mercado” a México como economía y como gobierno. Eso lo ha dicho el secretario Meade, pero no es más que propaganda. Las trasnacionales han venido a hacer negocios altamente redituables –eso es lo suyo– aprovechando el entreguismo del PRI y del PAN que fraguaron todo a espaldas al país. Como la Suprema Corte negó la consulta popular sobre la reforma energética, solicitada separadamente por el PRD y Morena, la nación fue ubicada en situación de indefensión, pero sólo por lo pronto, es decir, mientras no sean removidos del poder ambos partidos causantes del innecesario e inicuo remate de bienes de la nación.